Выбрать главу

El cementerio llevaba allí mucho más tiempo que la residencia, y algunas de las tumbas se remontaban a principios del siglo XIX. Siempre había pensado que el constructor tenía que ser un sádico consumado para haber orientado las ventanas de la residencia a las colinas llenas de lápidas. La vejez ya es bastante recordatorio de lo que llega a continuación; no hacen falta refuerzos visuales.

Hay más cosas en Zumbehclass="underline" un videoclub, una tienda de ropa para niños, un sitio donde venden cristal coloreado, gasolineras y una urbanización enorme con un cartel en el que pone LAGO SUN VALLEY. E incluso había un lago en el que se podía navegar si se iba con mucho cuidado.

Unas manzanas más y llegamos a las afueras. La carretera estaba bordeada de casas con jardines pequeños abarrotados de árboles gigantescos. Había que bajar una colina; el límite era de cincuenta kilómetros por hora, y era imposible bajar la pendiente a aquella velocidad sin pisar el freno. ¿Habría un guardia al pie de la colina?

Si nos paraban, con Phillip y su camiseta de malla, todo lleno de cicatrices, ¿sospecharían algo? ¿Adonde va, señorita? Lo siento, agente, llegamos tarde a una fiesta ilegal. Pisé el freno al bajar la pendiente, y por supuesto, no había ningún policía. Pero si me hubiera saltado el límite de velocidad, lo habría habido. La ley de Murphy es casi la única constante en mi vida.

– Es la casa grande de la izquierda -dijo Phillip-. Aparca en el camino de la entrada.

La casa era de ladrillo rojo oscuro, de dos pisos o puede que tres, tenía un montón de ventanas y por lo menos dos porches. Aún quedan casas de estilo Victoriano estadounidense. El jardín era grande, con su propio bosque de árboles altos y vetustos. El césped había crecido demasiado y le daba al sitio cierto aspecto de abandono. El camino era de grava y pasaba entre los árboles hasta llegar a un garaje moderno diseñado para hacer juego con la casa; casi lo conseguía.

Sólo había dos coches más, pero no podía ver el interior del garaje, así que quizá hubiera más dentro.

– No te vayas del salón con nadie, excepto conmigo -dijo Phillip-. No podría ayudarte.

– Ayudarme, ¿en qué? -pregunté.

– Esto es lo que diremos: tú eres el motivo por el que me he saltado tantas fiestas. He dado a entender que no sólo somos amantes, sino que te he estado -abrió las manos como si buscara la palabra-… cultivando hasta que estuvieras lista para venir a una fiesta.

– ¿Cultivándome? -Apagué el motor, y se hizo el silencio entre nosotros. Estaba mirándome; incluso a través de los cristales podía sentir el peso de su mirada. Se me erizaron los pelos de la nuca.

– Sobreviviste a un ataque real; no eres ni freak ni yonqui, pero he conseguido convencerte para que me acompañes a una fiesta. Esa es la historia.

– ¿Lo has hecho alguna vez de verdad? -pregunté.

– ¿Te refieres a si les he traído a alguien?

– Sí -dije.

– No tienes muy buen concepto de mí, ¿verdad? -Dejó escapar un gruñido.

¿Qué se suponía que tenía que contestarle? ¿Que no?

– Si somos amantes, tendremos que actuar como tales toda la noche.

Sonrió. Aquella sonrisa fue diferente, de expectación.

– Qué hijo de puta -añadí.

Se encogió de hombros e hizo girar el cuello como si tuviera los hombros agarrotados.

– No voy a tirarte al suelo y violarte, si eso es lo que te preocupa.

– Ya, ya sé que eso no es lo que pretendes esta noche. -Me alegré de que no supiera que iba armada. Puede que se llevara una sorpresa.

– Tú sígueme la corriente -dijo con el ceño fruncido-. Si hago algo que te incomode, me lo dices y lo hablamos. -Me dedicó su sonrisa deslumbrante, con los dientes blancos y parejos en contraste con el bronceado.

– Nada de hablar. Dejas de hacerlo y punto.

– Te cargarás la coartada y conseguirás que nos maten -me dijo, encogiéndose de hombros.

El coche se estaba calentando. Una gota de sudor resbalaba por la cara de Phillip. Abrí la puerta y salí. El calor me cubrió como una segunda piel. Las cigarras zumbaban en lo alto de los árboles. Cigarras y calor. Ah, el verano.

Phillip rodeó el coche; sus pisadas crujieron en la grava.

– Será mejor que dejes el crucifijo -dijo.

Sabía que tocaría, pero eso no hacía que me gustara más la idea. Dejé el crucifijo en la guantera, estirándome por encima del asiento. Cuando cerré la puerta, me llevé la mano al cuello. Estaba tan acostumbrada a la cadena que me sentía desnuda sin ella.

Phillip me tendió la mano y, tras dudar un instante, la acepté. La palma de su mano era calor concentrado, un poco húmeda en el centro.

Un arco con una celosía blanca guarecía la puerta trasera; una espesa clemátide le trepaba por un lado, llena de flores grandes como mi mano que ofrecían su color morado al sol que se filtraba entre los árboles. Había una mujer en el umbral, a la sombra de la celosía, fuera de la vista de vecinos y los coches que pasaban. Llevaba medias negras muy finas sujetas con liguero. Un conjunto de bragas y sujetador, de color violeta oscuro, dejaba a la vista buena parte de su piel pálida. Unos tacones de aguja de diez centímetros le hacían las piernas largas y esbeltas.

– Llevo demasiada ropa -le dije en voz baja a Phillip.

– Puede que por poco tiempo -me susurró contra el pelo.

– No dejes de respirar mientras esperas. -Lo miré al decirlo y vi que la confusión le transfiguraba la cara, pero no duró mucho: enseguida volvió a curvar los labios. La serpiente debió de sonreír así a Eva. Mira qué manzana más bonita tengo para ti. ¡Qué niña más guapa! ¿Quieres un caramelo?

No sabía qué intentaba venderme Phillip, pero no estaba dispuesta a comprarlo. Me pasó el brazo por la cintura, jugueteó con una mano con las cicatrices de mi brazo y me hurgó con delicadeza en el tejido cicatrizal. Dejó escapar un breve suspiro. Virgen santa, ¿dónde me había metido?

La mujer me dirigía una sonrisa, pero no apartó sus grandes ojos marrones de la mano de Phillip mientras este me acariciaba la cicatriz. Se estaba relamiendo, y vi que se le agitaba la respiración.

– «Pasa a la sala, le dijo la araña a la mosca.»

– ¿Qué has dicho? -preguntó Phillip.

Sacudí la cabeza. De todos modos, no creía que conociera el poema, y yo no recordaba el finaclass="underline" no sabía si la mosca conseguía escapar. Tenía el corazón en un puño. Cuando la mano de Phillip me rozó la espalda desnuda, me sobresalté. La mujer rió, con una risa aguda y quizá algo beoda.

– «Oh, no. -Susurré las palabras de la mosca mientras subía las escaleras-. No, no me lo pidas más, porque aquel que sube no regresa jamás.»

No regresa jamás. Sonaba francamente mal.

Capítulo 25

La mujer se apartó para cedernos el paso y cerró la puerta después. No me habría extrañado que la cerrara con llave para que no pudiéramos escapar, pero no fue así. Aparté la mano de Phillip de mis cicatrices, y él la enroscó en mi cintura y me condujo por un pasillo largo y estrecho. La casa estaba fresca; el aire acondicionado ronroneaba ahuyentando el calor. Un distribuidor cuadrangular desembocaba en una habitación.

Era un salón, con todo lo que aquello conllevaba: un sofá grande, otro pequeño, dos sillones, plantas colgadas frente a un ventanal, sombras vespertinas que trazaban dibujos sobre la moqueta… Hogareño. En el centro de la habitación había un hombre de pie con una copa en la mano. Parecía recién salido del Emporio del Cuero. Llevaba cintas de cuero entrecruzadas por todo el abdomen y los brazos; parecía una versión hollywoodiense de un gladiador sexoadicto.

Le debía una disculpa a Phillip: su atuendo era de lo más conservador y normalito. La alegre anfítriona entró detrás de nosotros, luciendo su corsetería violeta, y le puso una mano a Phillip en el brazo. Tenía las uñas pintadas de morado oscuro, casi negro. Se las pasó rascando por la piel y le dejó unas tenues marcas rojizas.