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– Oh, palpad estos músculos -dijo Mónica apretándole el brazo.

Él sonrió, mostrando los colmillos. Catherine jadeó. La sonrisa del vampiro se ensanchó.

– Buzz y yo somos viejos amigos, ¿verdad, Buzz?

¿Buzz? No me podía creer que un vampiro se llamara Zumbido. Sin embargo, él asintió.

– Adelante, Mónica. Tenéis una mesa reservada.

¿Una mesa? ¿Qué enchufe tenía Mónica? El Placeres Prohibidos era el local por excelencia de la movida del Distrito, y nunca admitía reservas.

En la puerta había un gran cartel en el que ponía:

NO SE PERMITEN CRUCES, CRUCIFIJOS NI OTROS ARTÍCULOS SAGRADOS EN EL INTERIOR.

Lo leí y pasé de largo. No tenía ninguna intención de desprenderme de mi crucifijo.

– Anita, es un verdadero placer contar con tu presencia -dijo una voz grave y melodiosa que flotó a nuestro alrededor.

Era la voz de Jean-Claude, propietario del local y maestro vampiro. Tenía el aspecto que se supone que debe tener un vampiro, con el pelo suavemente ondulado que se enredaba en el cuello alto de encaje de una camisa antigua. El encaje le caía también sobre las manos, pálidas y de largos dedos. Llevaba la camisa abierta y mostraba el pecho lampiño y esbelto, enmarcado por más encaje. A prácticamente cualquier hombre le habría quedado fatal una camisa como aquella, pero el vampiro la hacía parecer de lo más masculina.

– ¿Os conocéis? -Mónica parecía sorprendida.

– Desde luego -dijo Jean-Claude-. La señorita Blake y yo hemos coincidido en otras ocasiones.

– He ayudado a la policía en algunos casos que han ocurrido en la Orilla.

– Es su experta en vampiros. -Jean-Claude hizo que la última palabra sonara suave, cálida y vagamente obscena.

Mónica soltó una risita. Catherine miraba fijamente a Jean-Claude con ingenuidad y los ojos muy abiertos. Le toqué el brazo, y ella se sobresaltó como si despertara de un sueño.

– Un consejo importante para tu seguridad: no mires nunca a un vampiro a los ojos. -No me molesté en susurrar; él me habría oído de todos modos.

Ella asintió, y hubo un asomo de miedo en su expresión.

– Jamás le haría daño a una joven tan encantadora. -Jean-Claude tomó la mano de Catherine y se la llevó a los labios. Apenas la rozó, pero Catherine sé sonrojó.

También le besó la mano a Mónica. Luego me miró y se echó a reír.

– No te preocupes, mi pequeña reanimadora. No voy a tocarte; sería hacer trampa.

Se acercó a mí. Lo miré fijamente al pecho y vi la cicatriz de una quemadura, casi oculta por el encaje. Tenía forma de cruz. ¿Cuántos decenios habrían transcurrido desde que le pusieron una cruz en el pecho?

– Por el mismo motivo, llevar una cruz te daría una ventaja injusta.

¿Qué podía decirle? En cierto modo, tenía razón.

Era una lástima que no bastara con la forma de la cruz para hacerle daño a un vampiro; si así fuera, Jean-Claude habría tenido serios problemas. Por desgracia, tenía que ser una cruz bendecida y respaldada por la fe. Ver a un ateo blandir una cruz ante un vampiro era un espectáculo patético.

– Anita -pronunció mi nombre como un susurro que me erizó la piel-, ¿qué pretendes?

Tenía una voz increíblemente relajante. Estaba deseando levantar la vista y ver la cara que acompañaba a aquellas palabras. A Jean-Claude lo intrigaban mi inmunidad parcial a sus trucos y la quemadura en forma de cruz de mi brazo. Le parecía una cicatriz muy divertida. Cada vez que nos veíamos, él hacía lo posible por hechizarme, y yo hacía lo imposible por resistirme. Hasta aquel momento había ganado yo.

– Nunca te habías opuesto a que llevara una cruz.

– Porque venías por asuntos policiales; esta vez es distinto.

Lo miré al pecho y me pregunté si el encaje sería tan suave como parecía; probablemente no.

– ¿Tan poco confías en tus habilidades, mi pequeña reanimadora? ¿De verdad crees que toda tu resistencia ante mí radica en el trozo de plata que llevas al cuello?

No lo creía, pero sabía que algo contribuía. Jean-Claude afirmaba tener doscientos cinco años, y un vampiro adquiere mucho poder en dos siglos. Me estaba llamando cobarde veladamente. Y de eso nada.

Levanté los brazos para desabrocharme la cadena. Él se apartó y me volvió la espalda. La cruz me inundó las manos de un resplandor plateado. Una humana rubia apareció junto a mí; me entregó un resguardo y cogió el colgante. Qué monos, hasta tenían una consigna para objetos sagrados.

Me sentí repentinamente desnuda sin el crucifijo. Dormía y me duchaba con él.

– El espectáculo de esta noche te resultará irresistible, Anita -dijo Jean-Claude, acercándose de nuevo-. Te van a hechizar.

Más quisieras contesté. Pero es difícil hacerse la dura con alguien a quien se mira al pecho. Para imponer un poco hay que mirar a la otra persona a los ojos, y en aquella situación era impensable.

Él rió. Era un sonido tangible, como la caricia de las pieles: cálido y con un levísimo deje de muerte.

– Te va a encantar, te lo prometo -dijo Mónica, cogiéndome del brazo.

– Sí -dijo Jean-Claude-. Será una noche verdaderamente inolvidable.

– ¿Es una amenaza?

Volvió a reír, con aquel sonido cálido y siniestro.

– Este es un lugar dedicado al placer, no a la violencia.

– Venga, que el espectáculo está a punto de empezar -dijo Mónica, tironeándome del brazo.

– ¿El espectáculo? -preguntó Catherine.

No tuve más remedio que sonreír.

– Bienvenida al único local de boys vampíricos, Catherine.

– Estás de guasa.

– Por mis niños -dije.

No sé por qué, volví a mirar a la puerta. Jean-Claude estaba inmóvil, sin proyectar ninguna sensación, casi como si no estuviera allí. Hasta que de pronto se movió: se llevó una mano pálida a los labios y me lanzó un beso a través de la sala. Empezaba el espectáculo.

Capítulo 4

Nuestra mesa estaba pegada al escenario. Por el local fluían el alcohol y las risas, y se oían gritos de temor fingido cuando los vampiros que trabajaban de camareros pasaban entre las mesas. Había un trasfondo de miedo, parecido al que se siente en las montañas rusas y en las películas de terror. Miedo sin riesgos.

Se apagaron las luces, y sonaron gritos altos y estridentes por todo el salón. Miedo real durante un instante. La voz de Jean-Claude surgió de la oscuridad.

– Bienvenidas al Placeres Prohibidos. Estamos a vuestro servicio. Estamos aquí para hacer realidad vuestras fantasías más perversas. -Su voz era como un suave susurro a altas horas de la noche. Hay que joderse; el tío era bueno-. ¿Te has preguntado alguna vez cómo sería sentir mi respiración en la piel? Mis labios en el cuello. El roce de unos dientes, su dureza… El dolor dulce e intenso del pinchazo de los colmillos. Tu corazón latiendo frenéticamente contra mi pecho. Tu sangre fluyendo por mis venas. Compartirte conmigo. Darme vida. Saber que sería incapaz de vivir sin ti, sin vosotras, sin ninguna de vosotras.

Puede que fuera por la intimidad de la penumbra; en cualquier caso, sentía como si me hablara a mí y sólo a mí. Yo era su elegida, su favorita. Pero no; no era así. En realidad, todas las mujeres sentían lo mismo. Todas éramos su elegida. Y puede que en ello hubiera más verdad que en ninguna otra cosa.

Nuestro primer caballero de esta noche comparte vuestra fantasía. Quería saber qué se siente con el más dulce de los besos, y se os adelantó para poder revelaros que es maravilloso. Dejó que el silencio llenara la oscuridad hasta que los latidos de mi corazón me sonaron demasiado fuertes-. Esta noche tenemos con nosotros a Phillip.

¡Phillip!-susurró Mónica. Todo el público contuvo la respiración. Phillip, Phillip… -Se empezó a oír en un suave murmullo, que se elevó a nuestro alrededor en la oscuridad como una plegaria.

Las luces se encendieron paulatinamente, como al final de una película. Había un hombre de pie en el centro del escenario. Una camiseta blanca le ceñía el torso; no era muy musculoso, pero tenía lo suyo. Lo bueno, si breve… Una chupa de cuero negro, unos vaqueros ajustados y unas botas completaban el atuendo. La melena castaña le llegaba por los hombros. Un guaperas de los que una se cruza por la calle, vamos.