– ¿Con esas cicatrices? -preguntó Darlene mirándome, creo que por primera vez.
– Las cicatrices son de un ataque real. Yo la he convencido para que viniera. -Le sacó las manos de debajo de la camiseta-. No puedo dejarla sola. -Su mirada se volvía más firme-. No conoce las reglas.
– Phillip, por favor. -Darlene le apoyó la cabeza en el muslo-. Te echaba de menos.
– Ya sabes qué le harían.
– Teddy la mantendrá a salvo. Él conoce las reglas.
– ¿Has estado en otras fiestas? -le pregunté.
– Sí -dijo Edward. Me sostuvo la mirada durante unos instantes mientras yo trataba de imaginármelo en aquellas fiestas. Conque así era como conseguía información sobre los vampiros: a través de los freaks.
– No -dijo Phillip. Se puso en pie y levantó a Darlene por los brazos-. No -insistió, y la voz le sonó segura, confiada. Soltó a la mujer y me tendió la mano. La cogí; ¿qué otra cosa podía hacer?
Era una mano caliente y sudorosa. Salió de la habitación a grandes zancadas, y casi me vi obligada a correr detrás de él con los tacones para no quedarme sin mano.
Me condujo por el pasillo hasta el baño, y entramos. Cerró la puerta y se apoyó en ella, con la cara bañada de sudor y los ojos cerrados. Recuperé la mano y no protestó.
Miré a mí alrededor en busca de un lugar donde sentarme y opté por el borde de la bañera. No era cómodo, pero era el menor de dos males. Phillip respiraba muy agitadamente y al cabo de un rato se volvió hacia el lavabo. Abrió el grifo a tope y se mojó las manos y la cara una y otra vez. Después se enderezó, con el agua chorreándole por el rostro; tenía gotas atrapadas en el pelo y las pestañas. Parpadeó ante el espejo que había sobre el lavabo. Tenía los ojos como platos y una expresión de angustia.
El agua le caía por el cuello y el pecho. Me puse en pie y le alcancé una toalla. No se movió, así que le sequé el torso con la felpa suave y perfumada.
Al final cogió la toalla y terminó de secarse. Tenía el pelo oscuro y mojado alrededor de la cara. No había manera de secarlo.
– Lo he conseguido -dijo.
– Sí -dije-. Lo has conseguido.
– He estado a punto de permitírselo.
– Pero no ha sido así, Phillip. Eso es lo que cuenta.
– Supongo. -Asintió con movimientos rápidos. Seguía sin aliento.
– Será mejor que volvamos a la fiesta.
Asintió, pero no se movió. Respiraba muy profundamente, como si le faltara oxígeno.
– Phillip, ¿estás bien? -Era una pregunta estúpida, pero no se me ocurrió nada mejor. Asintió. El rey de la locuacidad-. ¿Quieres que nos vayamos?
– Es la segunda vez que me lo dices. -Me miró-. ¿Por qué?
– Por qué, ¿qué?
– ¿Por qué me ofreces liberarme de mi palabra?
– Porque… -Me encogí de hombros y me froté los brazos-. Porque me parece que lo estás pasando mal. Porque eres como un yonqui que intenta quitarse, y no quiero joderte la marrana.
– Eso es muy… considerado por tu parte. -Dijo «considerado» como si fuera una palabra que no estuviera habituado a pronunciar.
– ¿Quieres que nos vayamos?
– Sí, pero no podemos.
– Eso ya lo has dicho antes. ¿Por qué no podemos?
– No puedo, Anita. No puedo.
– Claro que puedes. ¿Quién te da órdenes? Dímelo. ¿Qué está pasando? -Estaba de pie, casi tocándolo, casi escupiéndole las palabras en el pecho y mirándolo a los ojos. No es muy fácil ir de dura cuando hay que levantar la cabeza para mirar a la otra persona a los ojos, pero siempre he sido canija, y la práctica hace maravillas.
Me pasó un brazo por los hombros. Me aparté de él, pero entrelazó las manos en mi espalda.
– Phillip, para.
Le puse las manos en el pecho para impedir que nuestros cuerpos se juntaran. Tenía la camiseta húmeda y fría. Su corazón estaba disparado.
– Tienes la camiseta mojada -dije cuando conseguí tragar saliva.
Me soltó tan bruscamente que casi me caí. Se quitó la camiseta con un movimiento grácil; claro que el chico era experto en quitarse la ropa. Tendría un pecho precioso de no ser por las cicatrices. Se me acercó.
– No des un paso más -le ordené-. ¿A qué viene este cambio de humor?
– Me gustas; ¿no basta con eso?
– No -contesté sacudiendo la cabeza.
Tiró la camiseta al suelo. La observé caer como si fuera importante. Con dos pasos, Phillip se plantó junto a mí; puta costumbre de hacer baños diminutos. Hice lo único que se me ocurrió: me metí en la bañera. No quedó muy elegante, y menos con los tacones, pero así no estaba apretada contra el pecho de Phillip. Cualquier cosa era preferible.
– Nos miran -dijo.
Me volví lentamente, como en una película de terror mala. El crepúsculo flotaba más allá de las tenues cortinas, y una cara se asomaba desde la oscuridad. Era Harvey, el del cuero. La ventana era demasiado alta para que estuviera de pie. ¿Estaría subido en una caja? Igual habían puesto plataformas debajo de todas las ventanas, para ver mejor el espectáculo.
Dejé que Phillip me ayudara a salir de la bañera.
– ¿Puede oírnos? -susurré.
Phillip negó con la cabeza. Volvió a rodearme el cuerpo con el brazo.
– Se supone que somos amantes. ¿Y si Harvey deja de creérselo?
– Eso es chantaje.
Esbozó su sonrisa deslumbrante, desvalida, sexy. Se me hizo un nudo en el estómago. Se inclinó y no lo detuve. El beso demostró que no había publicidad engañosa: labios carnosos y suaves, una caricia en la piel, la calidez del abrazo… Me apretó la espalda desnuda con las manos y me masajeó los músculos hasta que me relajé y me quedé apoyada en él.
Me besó el lóbulo de la oreja, y noté su aliento mientras me recorría el borde de la cara con la lengua. Me encontró el pulso en el cuello con la lengua como si quisiera fundirse con él y atravesarme la piel. Me rozó el cuello con los dientes… De repente los cerró; apretó y me hizo daño. Lo aparté de un empujón.
– ¡Mierda! Me has mordido.
Tenía la mirada perdida. Una gota escarlata le manchaba el labio inferior. Me llevé la mano al cuello y la retiré con sangre.
– ¡Qué hijo de puta!
– Creo que Harvey se ha creído la representación. -Se lamió la sangre de la boca-. Ahora estás marcada. Ya tienes la prueba de qué eres y a qué has venido. -Suspiró entrecortadamente-. No tendré que volver a tocarte esta noche, y te prometo que no te tocará nadie más.
Me dolía el cuello. ¡Tenía un mordisco, un puto mordisco!
– ¿Sabes cuántos microbios hay en la boca humana?
– No -dijo con una sonrisa, aún algo aturdido.
Lo aparté de un empujón y me eché agua en la herida. Parecía lo que era: una marca de dientes humanos. No era perfecta, pero andaba cerca.
– Qué hijo de puta.
– Tenemos que salir para que puedas buscar pistas. -Había recogido la camiseta del suelo y la tenía en la mano. Pecho desnudo y bronceado, pantalón de cuero, labios hinchados como si hubiera estado chupando algo… A mí.
– Pareces un anuncio de una agencia de gigolós -dije.
– ¿Lista para salir? -preguntó encogiéndose de hombros.
Yo seguía tocándome la herida. Quería enfadarme, pero no podía. Estaba asustada. Asustada de Phillip y de lo que era, o lo que no era. Me había pillado por sorpresa. ¿Sería verdad que estaría a salvo el resto de la noche, o sólo me había mordido para probarme?
Abrió la puerta y se quedó a la espera. Salí. Mientras volvíamos al salón, me di cuenta de que Phillip había esquivado mi pregunta. ¿Para quién trabajaba? Seguía sin saberlo.
Me avergonzaba darme cuenta de que cada vez que se quitaba la camiseta se me fundían los plomos. Pero no volvería a suceder; Phillip, el de las cicatrices había recibido mi primer y último beso. A partir de aquel momento seguiría siendo la cazadora de vampiros dura como el acero a la que no se podía distraer con unos músculos trabajados o unos ojos bonitos.