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– ¿Es posible matar a los muertos? -preguntó sonriente.

– Yo lo hago continuamente. -Me liberé la muñeca.

La zombi estaba tirándome de las piernas. Parecía que me estuvieran clavando palitos.

– Dale tú de comer, capullo -dije.

Zachary tendió la muñeca. La zombi la cogió, torpe e impaciente, y le olisqueó la piel, pero lo soltó sin hacer nada.

– Creo que no puedo, Anita.

Ya lo veía. Para cerrar el ritual hacía falta sangre fresca y viva. Zachary estaba muerto; ya no servía. Pero yo sí.

– Vete a la mierda, Zachary, que te den.

Se limitó a mirarme.

La zombi empezó a emitir una especie de maullido ronco. Virgen santa. Le ofrecí el brazo ensangrentado. Me clavó unas manos como palos, cerró la boca alrededor de la herida y succionó. Reprimí el impulso de apartarme. Yo había hecho el trato y había escogido el rituaclass="underline" no tenía elección. Miré a Zachary mientras aquella cosa se alimentaba de mi sangre. Nuestra zombi, un trabajo en equipo. Hay que joderse.

– ¿A cuántas personas has matado para mantenerte vivo?

– No creo que quieras saberlo.

– ¿A cuántas?

– A suficientes -dijo.

Me preparé y levanté el brazo, casi obligando a la zombi a ponerse en pie. Soltó un gritito, un sonido débil, como un gato recién nacido. Me soltó el brazo tan bruscamente que cayó de espaldas. La sangre le caía por la mandíbula y le manchaba los dientes. Me ponía enferma.

– El círculo está abierto -dijo Zachary-. La zombi es vuestra.

Durante un momento pensé que me hablaba a mí, hasta que me acordé de los vampiros. Estaban agrupados en la oscuridad, tan callados e inmóviles que me había olvidado de ellos. Yo era el único ser vivo de aquel maldito lugar. Tenía que largarme de allí.

Recogí los zapatos y salí del círculo. Los vampiros me abrieron paso, pero Theresa se interpuso en mi camino.

– ¿Por qué has hecho eso? Los zombis no chupan sangre.

Sacudí la cabeza. ¿Por qué pensé que resultaría más breve explicárselo que discutir con ella?

– El ritual anterior había salido mal. No podíamos empezar de nuevo sin otro sacrificio, de modo que yo he hecho de sacrificio.

– ¿Te has ofrecido tú misma? -dijo, mirándome fijamente.

– No tenía nada mejor a mano, Theresa. Ahora, quítate de en medio. -Estaba cansada y mareada. Tenía que marcharme de allí inmediatamente. Puede que lo notara en mi voz, o puede que estuviera demasiado ansiosa por empezar con la zombi para meterse conmigo, pero el caso es que se apartó. Desapareció como si se la hubiera llevado el viento. Que siguieran con sus jueguecitos. Yo me iba a casa.

Oí un grito a mis espaldas. Un sonido breve y ahogado, de una voz que no estaba acostumbrada a hablar. Seguí caminando. Era la zombi; conservaba suficientes recuerdos humanos para sentir miedo. Oí una risa profunda, un eco débil de la de Jean-Claude. ¿Dónde estás, Jean-Claude?

Miré una sola vez hacia atrás. Los vampiros cerraban el círculo, y la zombi se tambaleaba de un lado a otro, tratando de huir, pero no tenía escapatoria.

Atravesé la puerta desvencijada dando tumbos. El viento ya había bajado de los árboles. Se oyó otro grito procedente del otro lado del seto. Eché a correr sin volver la vista atrás.

Capítulo 29

Resbalé en la hierba mojada. Las medias no están hechas para correr. Me quedé sentada, concentrada en respirar e intentando poner la mente en blanco. Había levantado una zombi para salvar a un ser humano que no era un ser humano. Y los vampiros estaban torturando a la zombi que había levantado. Joder. Y aún quedaba un montón de noche por delante.

– Ahora ¿qué? -susurré.

Una voz me respondió, ligera como la música.

– Hola, reanimadora. Parece que estás disfrutando de una velada intensa.

Nikolaos estaba oculta entre las sombras de los árboles. Willie McCoy estaba con ella, algo apartado, no exactamente a su lado, como si fuera un guardaespaldas o un criado. Me inclinaba por lo segundo.

– Pareces inquieta. ¿Qué te pasa? -La voz se elevó en un canturreo melodioso. La niñita peligrosa había vuelto.

– Zachary ha levantado la zombi. Ya no puedes usar esa excusa para matarlo.

Y entonces me eché a reír, pero la carcajada me sonó brusca y seca hasta a mí. Ya estaba muerto. No creía que Nikolaos lo supiera. No podía leer las mentes; sólo obligar a la gente a decir la verdad. Habría apostado cualquier cosa a que no se le había ocurrido preguntar: «¿Estás vivo, Zachary, o eres un cadáver ambulante?». No conseguía dejar de reírme.

– Anita, ¿qué te pasa? -La voz de Willie era la misma de siempre.

Hice lo posible por recobrar el aliento.

– Nada. Estoy bien.

– No le veo la gracia a la situación, reanimadora. -La voz de niña iba desvaneciéndose, como si se retirara una máscara-. Has ayudado a Zachary a levantar la zombi. -Hizo que sonara como una acusación.

– Sí.

Oí un movimiento en la hierba; eran los pasos de Willie, nada más. Levanté la mirada y vi que Nikolaos se me acercaba, silenciosa como un gato. Lucía su sonrisa de niña graciosa, inofensiva, modélica y monísima. No. Tenía la cara un poco alargada. La niñita perfecta ya no era tan perfecta. Cuanto más se acercaba, más defectos le veía. ¿Estaba viendo su aspecto real? ¿Era posible?

– No me quitas los ojos de encima, reanimadora. -Soltó una risa aguda y descontrolada, como campanillas en una tormenta-. Cualquiera diría que has visto un fantasma. -Se arrodilló, recogiéndose el pantalón por encima de las rodillas como si fuera una falda-. ¿Has visto un fantasma? ¿Algo que te asuste? ¿O es por otra cosa? -Tenía la cara a dos palmos de la mía.

Yo contenía el aliento con los dedos clavados en el suelo. El miedo me cubría como una segunda piel, gélido. Aquel rostro era agradable, sonriente, alentador… De verdad que lo único que le faltaba era un hoyuelo.

– La he levantado yo. -La voz me salió ronca, y tuve que toser para aclarármela-. No quiero que le hagáis daño.

– Pero sólo es una zombi. No se puede decir que tenga mente.

Me quedé sin hacer nada frente a aquella cara delgada y agradable, con miedo de apartar la vista y con miedo de mirarla. El deseo de huir me oprimía el pecho.

– Fue un ser humano. No quiero que la torturéis.

– No le harán gran cosa. Además, mis vampiritos sufrirán una decepción; los muertos no pueden alimentarse de los muertos.

– Los algules sí.

– Pero ¿qué es un algul, reanimadora? ¿Está muerto realmente?

– Sí.

– ¿Yo estoy muerta? -preguntó.

– Sí.

– ¿Estás segura? -Tenía una pequeña cicatriz cerca del labio superior. Debía de habérsela hecho antes de morir.

– Completamente -dije.

Rió, con un sonido contagioso capaz de henchir el corazón. Se me revolvió el estómago al oírla. Al paso que iba acabaría por odiar las películas de Shirley Temple.

– No creo que estés segura en absoluto. -Se puso en pie con un movimiento fluido. Lo que hacen años de práctica.

– Quiero que devolváis a la zombi a la tumba. Ahora, esta noche.

– No estás en situación de pedir nada. -La voz era muy fría, muy adulta. Los niños no saben arrancar la piel a tiras con la voz.

– Yo la he levantado y no quiero que la torturéis.

– ¿Verdad que es una pena?

– Por favor -dije. ¿Qué otra cosa podía decir?

– ¿Por qué es tan importante para ti? -Me miraba fijamente.

– Porque sí. -No me sentí capaz de explicárselo.

– ¿Hasta qué punto es importante? -preguntó.

– No sé a qué te refieres.

– ¿Qué estarías dispuesta a soportar por tu zombi?

– No te entiendo. -El miedo me atenazó la boca del estómago.

– Claro que sí -dijo.

Me incorporé, aunque no creía que me fuera a servir de gran cosa. Era más alta que ella. Nikolaos era diminuta, una niñita delicada. Ya.