– No pasa nada, Phillip. No quiero que te pase nada por mi culpa. La confusión se adueñó de su rostro. No sabía qué hacer; parecía que se le hubiera perdido el coraje entre la hierba. Pero no retrocedió. Un punto así de grande para él. Yo habría retrocedido…, supongo. Oh, mierda. Phillip estaba siendo muy valiente, y no me apetecía que muriera por ello.
– ¡Vuelve adentro, Phillip, por favor!
– No -dijo Nikolaos-, deja que juegue al soldadito valiente quiere.
Phillip flexionó las manos, como si intentara agarrarse a algo.
De repente, Nikolaos estaba a su lado. Yo no la había visto moverse, y Phillip no se había dado cuenta todavía: seguía mirando el lugar que ocupaba la vampira hacía un instante. Nikolaos le barrió las piernas de una patada, y Phillip cayó sobre la hierba, mirándola como si acabara de aparecer.
– ¡No le hagas daño! -dije.
Una manita pálida se puso en movimiento y lo rozó. Phillip salió despedido hacia atrás y cayó de costado, con la cara ensangrentada.
– ¡Nikolaos, por favor! -exclamé. Hasta había dado dos pasos hacia ella, y por voluntad propia. Siempre podía intentar coger la pistola. No la mataría, pero Phillip tendría tiempo para huir. Si es que quería huir.
Se oyeron unos gritos procedentes de la casa.
– ¡Pervertidos! -gritaba una voz de hombre.
– ¿Qué pasa? -pregunté.
– La Iglesia de la Vida Eterna ha mandado a sus acólitos -respondió Nikolaos. Parecía hacerle gracia-. Tendré que abandonar esta pequeña reunión. -Se volvió hacia mí, dejando a Phillip aturdido en la hierba-. ¿Cómo me has visto la cicatriz? -preguntó.
– No lo sé.
– Mentirosilla. Ya hablaremos más tarde. -Y se marchó corriendo como una sombra etérea bajo los árboles. Al menos no se había ido volando. Aquella noche, mi neurona no lo habría soportado.
Me arrodillé al lado de Phillip. Tenía sangre donde ella le había dado el golpe.
– ¿Puedes oírme?
– Sí. -Consiguió sentarse-. Tenemos que salir por patas. Los meapilas siempre van armados.
– ¿Les da por atacar fiestas de freaks muy a menudo? -pregunté mientras lo ayudaba a ponerse en pie.
– Siempre que pueden.
Parecía capaz de tenerse en pie. Menos mal; yo no habría podido llevarlo muy lejos.
– Ya sé que no tengo derecho a pedíroslo -dijo Willie-, pero os ayudaré a llegar al coche.
– Se secó las manos en el pantalón-. ¿Podéis llevarme?
Me eché a reír. No pude evitarlo.
– ¿No puedes desaparecer como los demás?
– Aún no he aprendido -dijo, encogiéndose de hombros.
– Oh, Willie. -Suspiré-. Venga, vamonos de aquí.
Me sonrió. Poder mirarlo a los ojos hacía que me resultara casi humano. Phillip no se opuso a que nos acompañara el vampiro. ¿Por qué había pensado que pondría peros?
Se seguían oyendo gritos procedentes de la casa.
– Alguien llamará a la pasma -dijo Willie.
Tenía razón, y yo no podría explicar qué hacía allí. Cogí a Phillip de la mano y me apoyé en él mientras volvía a ponerme los zapatos.
– Si hubiera sabido que nos iba a tocar huir de una horda de fanáticos enloquecidos, me habría puesto unos tacones más bajos.
Me agarré del brazo de Phillip para mantener el equilibrio mientras atravesaba el campo minado de bellotas. Menudo momento para torcerse un tobillo.
Ya casi habíamos llegado al camino cuando tres individuos salieron de la casa. Uno llevaba una porra; los otros eran vampiros y no necesitaban armas. Abrí el bolso, saqué la pistola y la sujeté, oculta tras la falda. Le di a Phillip las llaves del coche.
– Pon el coche en marcha; yo os cubro.
– No sé conducir -dijo.
– ¡Mierda! -Lo había olvidado.
– Yo conduciré. -Willie me pidió las llaves y se las di.
Uno de los vampiros se lanzó hacia nosotros, con los brazos muy abiertos y siseando. Quizá sólo quisiera asustarnos; quizá quisiera algo más. Yo había tenido suficiente por una noche. Quité el seguro, cargué una bala y disparé al suelo, a sus pies. Vaciló y estuvo a punto de tropezar.
– Las armas de fuego no me hacen nada, humana.
Hubo un movimiento bajo los árboles. No sabía si eran amigos o enemigos, ni si importaba. El vampiro siguió avanzando. La zona era residencial, y las balas pueden recorrer mucho trecho antes de alcanzar algo. No podía correr riesgos.
Levanté el brazo, apunté y disparé. Le di en el estómago. Se sacudió y pareció encogerse alrededor de la herida. Estaba estupefacto.
– Balas bañadas en plata, colmillitos.
Willie se dirigió hacia el coche. Phillip dudó entre ayudarme y seguirlo.
– Al coche, Phillip. Ya.
El segundo vampiro estaba tratando de rodearnos.
– Quieto parado -le ordené. Se quedó inmóvil-. Al primero que se me haga el chulo le meto una bala en el cerebro.
– No nos mataría -dijo el segundo vampiro.
– No, pero tampoco creo que os sentara bien.
El humano armado con la porra se acercó un poco.
– Ni se te ocurra -le dije.
El coche se puso en marcha. No me atreví a volverme. Caminé de espaldas, con miedo a que los putos tacones me hicieran tropezar. Si me caía, se me echarían encima, y en ese caso, alguien acabaría por palmarla.
– Vamos, Anita, sube. -Era Phillip, que estaba asomado a la puerta del acompañante.
– Hazme sitio. -Se apartó y entré en el coche. El humano corría hacia nosotros-. ¡Vamonos, ahora!
Las ruedas hicieron saltar gravilla y yo cerré la portezuela de golpe. De verdad que no quería matar a nadie aquella noche. El humano se protegía la cara de la grava cuando salimos disparados por el camino.
El coche daba tumbos y estuvo a punto de estamparse contra un árbol.
– Más despacio -dije-; estamos a salvo.
Willie levantó el pie del acelerador y me sonrió.
– Lo hemos conseguido.
– Sí. -Le devolví la sonrisa, aunque no estaba tan segura.
Phillip seguía sangrando por la herida de la cara. Me quitó las palabras de la boca:
– Sí, pero ¿durante cuánto tiempo? -Parecía tan cansado como yo.
– Todo se arreglará, Phillip -dije, dándole unas palmaditas en el brazo.
Me miró. Parecía haber envejecido de tan cansado que estaba.
– No te lo crees ni tú.
¿Qué podía decirle? Tenía razón.
Capítulo 30
Volví a poner el seguro de la pistola y me abroché el cinturón de seguridad. Phillip se desplomó en mitad del asiento, con las largas piernas extendidas a los lados del cambio de marchas. Tenía los ojos cerrados.
– ¿Adonde vamos? -preguntó Willie.
Buena pregunta. Quería irme a casa a dormir, pero…
– Phillip necesita que le curen la cara.
– ¿Quieres llevarlo a un hospital?
– No es nada -dijo Phillip en voz baja. La voz le sonaba rara.
– Pero si estás hecho una piltrafa -dije.
Abrió los ojos y se volvió para poder mirarme. La sangre le resbalaba por el cuello, un reguero húmedo y oscuro que brillaba a la luz de las farolas.
– Tú acabaste mucho peor anoche -dijo.
Aparté la vista y miré por la ventana. No sabía qué decir.
– Ya estoy bien.
– Yo también me pondré bien.
Volví a mirarlo. Tenía los ojos fijos en mí. Por más que lo intentaba, no lograba descifrar su expresión.
– ¿Qué piensas, Phillip?
Volvió la cabeza para mirar al frente. Su cara era una silueta envuelta en sombras.
– Que me he enfrentado al ama. Lo he conseguido. ¡Lo he conseguido! -Su tono ganaba en fuerza y pasión a ojos vistas. Transmitía un orgullo feroz.
– Has sido muy valiente -dije.
– Sí, ¿verdad?
– Sí -convine con una sonrisa.
– Disculpad la interrupción -dijo Willie-, pero ¿adonde llevo este trasto?
– Déjame en el Placeres Prohibidos -dijo Phillip.