La silenciosa penumbra se llenó de música. El hombre movía levemente las caderas siguiendo el ritmo. Empezó a despojarse de la chaqueta de cuero casi a cámara lenta. La suave música empezó a acelerarse, con un compás que su cuerpo compartía y seguía con cada movimiento. La chaqueta cayó al escenario. Phillip se quedó un instante mirando al público, dejándonos ver lo que había que ver. Tenía cicatrices en el interior de los dos codos, hasta el punto de que la piel había formado bultos blancos.
Tragué saliva. No sabía muy bien qué iba a pasar, pero estaba segura de que no me gustaría.
Se apartó el pelo de la cara con las dos manos. Recorrió el borde del escenario contoneándose, se detuvo cerca de nuestra mesa y se quedó mirándonos. Su cuello parecía el de un yonqui.
Tuve que apartar la vista. Todas esas marcas de mordiscos, y de cicatrices pequeñas y nítidas… Levanté la vista y vi que Catherine miraba hacia el suelo. Mónica estaba echada hacia delante en la silla, con los labios entreabiertos.
Phillip se agarró la camiseta y dio un tirón. La tela se desgarró y le dejó el tórax al descubierto. Exclamaciones entre el público. Varias mujeres gritaron su nombre. Él sonrió. Tenía una sonrisa deslumbrante, tan sexy que hacía la boca agua.
Tenía cicatrices en el pecho suave y lampiño: blancas, rosadas, recientes y antiguas. Me quedé mirándolo con la boca abierta.
– ¡Dios mío! -susurró Catherine.
– Es fantástico, ¿verdad? -preguntó Mónica.
La miré. El cuello alto de la blusa se le había bajado un poco, y se veían dos pinchazos, bastante antiguos, casi cicatrizados. Virgen santa.
La música estalló con repentina violencia. Phillip bailaba, se contoneaba y giraba, poniendo toda la fuerza del cuerpo en cada movimiento. Encima de la clavícula izquierda tenía una masa blanca de cicatrices de aspecto salvaje y brutal. Se me hizo un nudo en el estómago. Un vampiro le había atravesado la clavícula, desgarrando, como un perro con un trozo de carne. Lo sabía porque yo tenía una cicatriz parecida. Tenía muchas cicatrices parecidas.
Los billetes de dólar empezaron a brotar de las manos como setas después de la lluvia. Mónica hacía ondear el dinero como una bandera. Yo no quería que Phillip se nos acercara a la mesa. Tuve que pegarme a Mónica para que me oyera por encima del ruido.
– Mónica, por favor, no lo atraigas.
En el momento en que ella se volvió para mirarme supe que ya era demasiado tarde. Phillip y sus cicatrices estaban en el escenario, observándonos. Alcé la vista hacia sus ojos, muy humanos.
Podía ver cómo latía el pulso en el cuello de Mónica. Se lamió los labios; tenía los ojos muy abiertos. Le metió el dinero en la parte delantera de los pantalones.
Las manos de Mónica recorrieron las marcas de Phillip como mariposas inquietas. Le apoyó la cara en el estómago y empezó a besarle las cicatrices, dejando un rastro de pintalabios rojo. Él se arrodilló mientras ella lo besaba y la obligó a subir por su pecho, cada vez más arriba.
Mónica le puso los labios en la cara. Él se apartó el pelo, adelantándose a sus deseos. Mónica le lamió la marca de mordedura más reciente con su lengua pequeña y rosada, como la de un gato. La oí emitir un gemido. Lo mordió y cerró la boca alrededor de la herida. Phillip se sacudió por el dolor, o más bien por la sorpresa. Ella apretó las mandíbulas y puso la garganta a trabajar. Le estaba succionando la herida.
Miré a Catherine, al otro lado de la mesa. Los estaba observando completamente estupefacta.
El público había enloquecido; gritaba y agitaba el dinero. Phillip se apartó de Mónica y avanzó hacia otra mesa. Mónica se desplomó hacia delante, con la cabeza en las rodillas y los brazos laxos a los lados.
¿Se había desmayado? Alargué un brazo para tocarla y me di cuenta de que no me apetecía. La agarré suavemente por el hombro. Se movió y giró la cabeza para mirarme. En sus ojos se reflejaba la plenitud relajada que sólo daba el sexo. Tenía los labios pálidos, ya casi sin carmín. No se había desmayado; estaba disfrutando de la intensidad de la experiencia.
Aparté la mano y me la froté en el pantalón; la tenía pringada de sudor.
Phillip había vuelto al escenario. Había dejado de bailar. Simplemente estaba allí de pie. Mónica le había dejado una marca pequeña y redonda en el cuello.
Sentí los primeros indicios de la presencia de una mente antigua que flotaba sobre el público.
– ¿Qué pasa? -preguntó Catherine.
– Tranquila -dijo Mónica. Estaba erguida en la silla, todavía con los ojos entrecerrados. Se lamió los labios y se estiró, levantando los brazos por encima de la cabeza.
– ¿Qué pasa? -preguntó Catherine volviéndose hacia mí.
– Un vampiro -dije.
Le vi un destello de miedo en la cara, pero no duró mucho. Observé cómo desaparecía el temor bajo el peso de la mente del vampiro. Se volvió lentamente para mirar a Phillip, que seguía esperando en el escenario. Catherine no corría peligro. Aquella hipnosis colectiva no era personal ni permanente.
El vampiro no tenía tantos años como Jean-Claude, ni era tan bueno. Me quedé clavada en el asiento, mientras sentía la presión y el fluir de más de cien años de poder, pero no era suficiente. Noté cómo se movía entre las mesas. Se tomaba muchas molestias para procurar que los pobres humanos no lo viéramos llegar. Pretendía que tuviéramos la impresión de que aparecía ante nosotros como por arte de magia.
La oportunidad de sorprender a un vampiro no se presenta con frecuencia. Me volví para mirarlo caminar hacia el escenario. Todos los rostros humanos estaban en trance, expectantes y mirando ciegamente al frente. El vampiro era alto; tenía los pómulos muy marcados y un cuerpo sublime, escultural. Era demasiado masculino para ser guapo y demasiado perfecto para ser real.
Avanzaba ataviado con el atuendo arquetípico de los vampiros: esmoquin negro y guantes blancos. Se detuvo cerca de mí y se quedó mirándome. Tenía al público en el bolsillo, indefenso y expectante. Pero allí estaba yo, observándolo fijamente, aunque sin mirarlo a los ojos.
Se le tensó el cuerpo por la sorpresa. No hay nada como incomodar a un vampiro de cien años para subirle la moral a una chica.
Miré más allá y vi a Jean-Claude. Me estaba observando. Lo saludé con el vaso. -Él-me devolvió el saludo con una inclinación de cabeza.
El vampiro alto estaba junto a Phillip, que tenía la mirada tan perdida como el resto de los humanos. El hechizo, o lo que fuera, se desvaneció. Con un pensamiento, el vampiro despertó al público, y todos se sobresaltaron. Magia. La voz de Jean-Claude interrumpió el silencio.
– Os presento a Robert. Démosle la bienvenida a nuestro escenario.
La multitud enloqueció entre aplausos y gritos. Catherine aplaudía, como todos los demás. Al parecer, estaba impresionada.
La música volvió a cambiar; latía y vibraba en el aire, tan alta que casi hacía daño. Robert el vampiro empezó a bailar. Se movía con una violencia estudiada, al ritmo de la música. Lanzó los guantes blancos al público, y uno aterrizó a mis pies. Lo dejé allí.
– Cógelo -dijo Mónica.
Negué con la cabeza. Una mujer de la mesa de al lado se inclinó hacia mí.
– ¿No lo quieres? -preguntó. El aliento le apestaba a whisky.
Volví a sacudir la cabeza.
Se levantó, supongo que para coger el guante, pero Mónica la ganó por la mano, y la tía se volvió a sentar con aspecto abatido.
El vampiro se había descubierto el torso y mostraba una cantidad considerable de piel tersa. Se dejó caer en el suelo del escenario y empezó a hacer flexiones, apoyándose sólo en las yemas de los dedos. El público había enloquecido. A mí no me impresionó. Sabía que, si quisiera, podría levantar un coche a pulso. ¿Qué son unas flexiones comparadas con algo así?