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La miré a la cara y comprendí. Bev me había suplicado que no le dijera a nadie que le había destrozado la cabeza al vampiro. Creo que la horrorizaba ser capaz de tanta violencia, daba igual el motivo.

Le había dicho a la policía que Bev había distraído al vampiro para que yo pudiera matarlo y siempre se había mostrado desproporcionadamente agradecida por aquella mentirijilla. Quizá, si nadie más lo sabía, pudiera fingir que no había ocurrido. Quizá.

Se puso en pie y se alisó la falda por detrás. Colocó el refresco con cuidado en el borde de la mesa.

– Le dejaré un mensaje a la señorita Sims cuando averigüe algo más.

– Te agradezco lo que estás haciendo -dije asintiendo. Podía estar traicionando su causa por mí.

Se colgó la chaqueta morada del brazo y aferró el pequeño bolso.

– La violencia no es la solución. Tenemos que trabajar dentro de la legalidad. La Liga Antivampiros está a favor de la ley y el orden, no de que cada cual se tome la justicia por su mano. -Sonaba a discurso enlatado, pero lo dejé estar. Todos necesitamos creer en algo.

Nos estrechó la mano. La tenía fresca y seca. Salió con los esbeltos hombros muy erguidos. Cerró la puerta con firmeza, pero sin hacer ruido. Viéndola, nadie diría que había sufrido tanta violencia, y puede que eso fuera precisamente lo que deseaba. ¿Quién era yo para reprochárselo?

– Bien, ahora infórmame tú -dijo Ronnie-. ¿Qué has descubierto?

– ¿Y cómo sabes que he descubierto algo? -pregunté.

– Porque cuando has entrado tenías las branquias verdosas.

– Genial. Y yo que creía que no se me notaba…

– No te agobies -dijo, dándome un golpecito en el brazo-. Te conozco demasiado; eso es todo.

Asentí; había interpretado la explicación como lo que era: una mentira piadosa. Pero la acepté de todos modos. Le conté lo de la muerte de Theresa; se lo conté todo, excepto los sueños en los que intervenía Jean-Claude. Eso quedaba en privado.

Dejó escapar un silbido.

– Joder, si que has estado ocupada. ¿Y tú crees que se trata de un escuadrón de la muerte formado por humanos?

– ¿Te refieres a la LAV? -Asintió; respiré profundamente y añadí-: No lo sé. Si son humanos, no tengo ni idea de cómo lo hacen. Hace falta una fuerza sobrehumana para arrancar una cabeza.

– ¿Un humano muy fuerte? -preguntó.

– Puede ser. -Visualicé los cachos de brazos de Winter-. Pero tanta, tanta fuerza…

– Hay abuelitas que, bajo presión, han levantado coches.

Tenía razón.

– ¿Te apetece visitar la Iglesia de la Vida Eterna? -pregunté.

– ¿Estás pensando en convertirte? -Fruncí el ceño, y ella se echó a reír-. Vale, vale, deja de mirarme así. ¿Qué se nos ha perdido allí?

– Anoche atacaron la fiesta. Llevaban porras. No digo que quisieran matar a nadie, pero cuando se va por ahí pegando a la gente… -Me encogí de hombros-. Es fácil que ocurran accidentes.

– ¿Crees que la Iglesia anda detrás de esto?

– No lo sé, pero si odia esas fiestas tanto como para irrumpir en ellas, puede que odie a los asistentes tanto como para matarlos.

– La mayoría de los miembros de la Iglesia son vampiros.

– Exacto -dije-. Fuerza sobrehumana y facilidad para acercarse a las víctimas.

– No está mal, Blake, no está mal -dijo Ronnie con una sonrisa. -Ahora sólo hace falta demostrarlo. -Bajé la cabeza con modestia. -A menos, claro, que sea una pista falsa. -Todavía le brillaban los ojos, divertidos.

– Bah, cierra el pico. Al menos es un sitio por donde empezar. -Oye, si no me quejo -dijo extendiendo las manos-. Mi padre me decía siempre: «No critiques nada que no sepas hacer mejor». -Tú tampoco tienes ni idea de qué está pasando, ¿verdad?

– Ya me gustaría. -La cara se le ensombreció. Y a mí.

Capítulo 34

El edificio principal de la Iglesia de la Vida Eterna está al final de la avenida Page, lejos del Distrito. A la Iglesia no le gusta que la asocien con la chusma. Locales de striptease de vampiros, el Circo de los Malditos… Quita, quita, qué espanto. No, a sus miembros les gusta considerarse nomuertos respetables.

La iglesia está en un terreno pelado; unos arbolitos se esforzaban por crecer y dar sombra al blanco resplandeciente del edificio. Parecía brillar bajo el cálido sol de julio como trozo de luna atrapado en la tierra.

Entré en el aparcamiento y dejé el coche en el asfalto nuevo y reluciente. Sólo la tierra parecía normaclass="underline" rojiza, desnuda y embarrada. El césped no había tenido ninguna posibilidad.

– Qué bonito -dijo Ronnie, señalando el edificio con un gesto.

– Si tú lo dices… -Me encogí de hombros-. La verdad es que no me acostumbro al efecto genérico.

– ¿Efecto genérico? -preguntó.

– Los dibujos de las vidrieras son abstractos. No hay ningún pasaje bíblico, ni santos ni símbolos sagrados. Todo limpio y pulcro como un traje de novia recién sacado del plástico.

Bajó del coche y se puso las gafas de sol. Miró hacia la iglesia con los brazos cruzados.

– Es como si la acabaran de desenvolver y todavía no le hubieran puesto los adornos -comentó.

– Sí, una iglesia sin dios. ¿Qué es lo que no me cuadra?

– ¿Habrá alguien despierto a estas horas? -preguntó sin reírse.

– Sí, claro, hacen proselitismo durante el día.

– ¿Proselitismo?

– Ya sabes: van de puerta en puerta, como los mormones y los testigos de Jehová.

– Estás de guasa. -Me miraba fijamente.

– ¿Tengo cara de estar bromeando?

– Vampiros a domicilio. -Sacudió la cabeza y se retorció las manos-. Qué práctico.

– Sí -dije-. A ver quién hay en el despacho.

Una escalinata blanca ascendía hasta la enorme puerta doble. Una hoja estaba abierta; la otra tenía un cartel en el que ponía: ENTRA, AMIGO, Y CONOCERÁS LA PAZ. Me daban ganas de arrancarlo y pisotearlo.

Se aprovechaban de uno de los miedos primordiales de la humanidad: la muerte. Todo el mundo teme a la muerte. A la gente que no cree en Dios le cuesta asimilarla. Morir y dejar de existir. Plof, se acabó. Pero la Iglesia de la Vida Eterna promete exactamente lo que dice su nombre, y puede demostrarlo. Nada de fe ciega, nada de esperas y nada de incógnitas. ¿Quieres saber qué se siente al estar muerto? Pues pregúntaselo a otro feligrés.

Ah, y además no se envejece. Ni liftings ni liposucciones: juventud eterna pura y dura. No está nada mal para quien no crea en el alma.

Para quien no crea que el alma queda atrapada en el cuerpo del vampiro y no puede alcanzar el cielo. O peor aún, que los vampiros son intrínsecamente malignos y están condenados al infierno. Para la iglesia católica, el vampirismo voluntario equivale al suicidio, y yo estoy casi de acuerdo. Aunque el Papa también excomulgó a los reanimadores, a menos que dejáramos de levantar muertos. Me hice episcopaliana.

Unos bancos de madera encerada se extendían en dos amplias hileras hasta donde se suponía que iba un altar. Había un pulpito, pero no llegaba a altar: sólo era una pared azul vacía rodeada de paredes blancas vacías.

Las vidrieras eran de cristal rojo y azul. El sol se filtraba por ellas, trazando dibujos de tonos pastel en el suelo blanco.

– Hay mucha paz -dijo Ronnie.

– Y en los cementerios.

– Sabía que dirías eso -dijo con una sonrisa.

– Basta de coñas. -Fruncí el ceño-. Hemos venido a trabajar.

– ¿Qué quieres que haga exactamente?

– Sólo que me apoyes. Pon cara de pocos amigos, y busca pistas.

– ¿Pistas? -preguntó.

– Sí, ya sabes. Pistas: resguardos, notas a medio quemar… Indicios.

– Ah, eso.

– Deja ya el cachondeo, Ronnie.

Se ajustó las gafas de sol y adoptó su mejor pose de frialdad absoluta. Se le daba muy bien. Acojonaría a cualquier matón, pero habría que ver si funcionaba con los fieles de la Iglesia.