Frunció el ceño y entrecerró los ojos. No lo había pillado. En fin.
– Sígueme -dijo. Sin más palabras, giró y volvió sobre sus pasos, atravesando de nuevo la multitud.
Supongo que tenía que seguirlo como una niña obediente. Mierda. Una gran carpa azul ocupaba una esquina del almacén. La gente hacía cola delante, con la entrada en la mano.
– Casi es la hora, amigos. Saquen sus entradas y pasen. Vean al ahorcado. El conde Alcourt será ejecutado ante sus ojos.
Me había detenido a escuchar. Winter no me esperó. Por suerte, su espalda ancha y blanca no se perdía en la multitud. Tuve que correr para alcanzarlo. Odio tener que hacer eso; me siento como una niña detrás de un adulto. Pero si tener que correr un poco era lo peor que iba a pasar aquella noche, la cosa no sería tan grave.
Había una noria de tamaño natural; la parte superior, resplandeciente, llegaba casi hasta el techo. Un hombre me tendió una pelota de béisbol.
– Prueba suerte, jovencita.
No le hice ni caso. Odio que me llamen jovencita. Miré los premios que se podían ganar: animales de peluche y muñecos horribles. Los peluches eran sobre todo de depredadores: panteras achuchables, osos del tamaño de un niño, serpientes con lunares y murciélagos gigantes de colmillos hisurtos.
Había un hombre calvo con maquillaje blanco de payaso que vendía entradas para el laberinto de espejos, y que miraba fijamente a los niños que entraban en la casa de cristal. Casi podía sentir el peso de sus ojos en las espaldas infantiles, como si quisiera memorizar todas las líneas de sus cuerpecitos. Por nada del mundo habría pasado junto a él para meterme en aquel río de cristal resplandeciente.
A continuación estaba el túnel de la risa; más payasos, gritos y corrientes de aire. La pasarela de metal que conducía a sus profundidades se doblaba y se retorcía. Un niño pequeño estuvo a punto de caerse, y su madre lo sujetó. ¿Por qué había padres que llevaban a sus hijos a aquel lugar aterrador?
También había una casa encantada; casi tenía gracia, pero a mí me parecía redundante: todo aquel maldito lugar era la casa del terror.
Winter se había detenido frente a una puerta que conducía a la zona del personal. Me miraba con el ceño fruncido y los enormes brazos cruzados frente a un pecho igualmente enorme. Los brazos no se le doblaban bien del todo, con aquel exceso de músculos, pero bien que lo intentaban.
Me abrió la puerta y entré. El hombre alto y calvo que había visto con Nikolaos la primera vez estaba de espaldas a la pared, en posición de firmes. Su rostro hermoso y estrecho, de ojos muy llamativos por la ausencia de pelo, me miraba como un maestro de primaria a una niña desobediente. Tendré que castigarla, señorita. Pero ¿qué había hecho para portarme mal?
– Regístrala -dijo-, y quítale las armas antes de bajar. -Tenía la voz grave, con un leve acento británico; afectada pero humana.
Winter asintió. ¿Para qué hablar si le bastaba con hacer gestos? Me levantó el chubasquero con sus manazas, cogió la pistola y me empujó un hombro para obligarme a dar la vuelta. También encontró la segunda pistola. ¿De verdad había pensado que me dejarían quedarme las armas? Sí, supongo que sí. Tonta de mí.
– Mira si lleva cuchillos en los brazos.
Mierda.
Winter me agarró las mangas como si fuera a arrancarlas.
– Un momento, por favor. Me quito la chaqueta y, si quieres, la registras también.
Winter me quitó los cuchillos de los brazos, y el calvo registró el chubasquero por si había armas ocultas. No encontró ninguna. Winter me palpó las piernas, pero fue descuidado: no descubrió el cuchillo del tobillo. Tenía un arma y no lo sabían. De puta madre.
Bajamos la interminable escalera y entramos en la sala del trono; estaba vacía.
– El ama nos espera con tu amigo -dijo el hombre. Supongo que notó mi inquietud.
Iba delante, igual que mientras bajábamos la escalera, y Winter cerraba la marcha. Igual pensaban que trataría de escapar. Sí, claro. ¿Adonde?
Se detuvieron frente a la mazmorra. ¿Por qué será que el detalle no me sorprendió? Ja. El calvo llamó a la puerta dos veces, ni muy fuerte ni muy flojo.
Hubo un silencio; después se oyó una risa clara y aguda en el interior. Se me puso la piel de gallina. No quería volver a ver a Nikolaos. No quería volver a estar en una mazmorra. Quería irme a casa.
Se abrió la puerta, y Valentine me invitó a pasar con un gesto.
– Adelante, adelante. -En aquella ocasión llevaba un antifaz plateado. Tenía un mechón de pelo caoba adherido a la parte superior, y estaba pringado de sangre.
El corazón me palpitaba en la garganta. ¿Estás vivo, Phillip? Me costó no preguntarlo en voz alta.
Valentine se apartó del umbral y esperó. Miré al calvo inescrutable, y me indicó con un gesto que lo precediera. ¿Qué podía hacer? Entré.
Lo que vi hizo que me parara en seco antes de empezar a bajar. No podía seguir avanzando. No podía. Aubrey estaba apoyado en la pared más alejada y me sonreía; todavía tenía el pelo dorado, pero su rostro era el de una bestia. Nikolaos estaba de pie, ataviada con un vestidito blanco que hacía que su piel pareciera de tiza, y su cabello, de algodón en rama. Tenía salpicaduras de sangre, como si hubieran sacudido una pluma con tinta roja junto a ella.
Me miró con sus ojos azul grisáceo. Volvió a reír, un sonido denso, puro y… perverso. No tenía otra palabra para describirlo: perverso. Pasó una mano blanca salpicada de sangre por el pecho desnudo de Phillip, le rodeó un pezón con la yema del dedo y volvió a reír.
Estaba encadenado a la pared por las muñecas y los tobillos. La melena castaña le caía hacia delante y le ocultaba un ojo. Tenía su cuerpo musculoso cubierto de mordiscos, y la sangre le corría por la piel bronceada en finas líneas escarlata. Me miró con un ojo marrón; el otro seguía cubierto por el pelo. Era pura desesperación: sabía que lo habían llevado allí para matarlo y que no podía hacer nada. Pero yo sí que podía. Tenía que haber algo. ¡Dios, tenía que haber algo!
El hombre me tocó, y di un bote. Los vampiros se rieron; el hombre, no. Bajé los escalones para acercarme a Phillip, que evitaba mirarme.
Nikolaos le recorrió el muslo desnudo con los dedos. Él se puso tenso y apretó los puños.
– Nos lo hemos pasado muy bien con tu chico -dijo Nikolaos. Su voz era tan dulce como siempre. Parecía salida de La novia niña. Zorra.
– No es mi chico.
– Anita, no mientas. -Hizo un puchero-. No tiene gracia. -Se me acercó moviendo sus estrechas caderas al ritmo de alguna música interior. Alargó la mano; yo retrocedí y choqué contra Winter.
– Reanimadora, reanimadora -dijo-. ¿Cuándo vas a darte cuenta de que no puedes resistir?
Dudo que quisiera que protestara, así que me quedé calladita.
Volvió a tender hacia mí una mano ensangrentada y delicada.
– Winter puede sostenerte, si quieres.
Quédate quieta o te inmovilizamos. Menuda elección. Me quedé quieta y vi cómo aquellos dedos pálidos avanzaban hacia mi cara. Me clavé las uñas en las palmas de las manos. No iba a apartarme de ella. No iba a moverme. Me tocó la frente con los dedos, y sentí el tacto frío y húmedo de la sangre. Bajó por la sien y la mejilla, y continuó hasta el labio inferior. Creo que dejé de respirar.
– Lámete los labios -dijo.
– No -contesté.
– Pero qué terca eres. ¿Jean-Claude te ha dado todo este valor?
– ¿De qué cono hablas?
– No te hagas la tonta, Anita. -Se le oscurecieron los ojos y se le nubló la expresión-. No te pega nada. -La voz se le había vuelto adulta de repente, tan cálida que abrasaba-. Conozco tu secretito.
– No sé de qué me hablas -dije completamente en serio. No entendía por qué estaba tan furiosa.
– Si quieres, jugamos un rato más. -De repente estaba al lado de Phillip, y no la había visto moverse-. ¿Te he sorprendido, Anita? Aún soy la dueña de la ciudad. Tengo poderes que tu amo y tú nunca podríais soñar.