El reflejo de las antorchas en los ojos les daba la impresión de movimiento. Un grito me creció en las entrañas y me surgió por la garganta. – ¡Phillip!
Aubrey se interpuso entre él y yo. Estaba cubierto de sangre. -Estoy deseando hacer una visita a tu encantadora amiga Catherine. Quise abalanzarme contra él chillando, pero me apoyé en la pared para disimular el cuchillo que llevaba en la mano. Mi objetivo había dejado de ser salir viva de allí: quería matar a Aubrey.
– Hijo de puta, cabrón hijo de puta. -La voz me sonó asombrosamente tranquila, sin asomo de emoción. No tenía miedo. No sentía nada. Aubrey frunció el ceño bajo la máscara de sangre de Phillip.
– No tolero los insultos. -Cabrón de mierda, hijo de la gran puta.
Se me acercó, como yo quería, y me puso una mano en el hombro. Le grité a la cara con todas mis fuerzas, y en el instante de vacilación que siguió le clavé el cuchillo entre las costillas. Era estrecho y afilado, y lo metí hasta la empuñadura. El cuerpo se le tensó contra mí. Tenía los ojos abiertos por la sorpresa. Abrió y cerró la boca sin emitir sonido, y cayó al suelo mientras intentaba agarrarse al aire con las manos. Valentine apareció de repente, arrodillado junto al cadáver.
– ¿Qué has hecho? -No veía el cuchillo; había quedado oculto por el cuerpo de Aubrey.
– Matarlo, cabronazo, igual que voy a matarte a ti.
Valentine se puso en pie, empezó a decir algo, y se desencadenó el infierno. La puerta saltó en pedazos contra la pared más alejada, y un tornado irrumpió en la mazmorra.
Valentine cayó de rodillas y bajó la cabeza hasta el suelo. Estaba haciendo una reverencia. Yo me apreté contra la pared. El viento se me clavaba en la cara y me alborotaba el pelo frente a los ojos.
El ruido se atenuó y, a duras penas, conseguí mirar hacia la entrada. Nikolaos flotaba sobre el peldaño superior. El pelo le crepitaba; parecía una telaraña. La piel se le había encogido sobre los huesos y le confería un aspecto cadavérico. Los ojos le relucían con un fuego azul clarísimo. Empezó a descender, flotando con las manos extendidas.
Podía verle las venas como si fueran neones azules por debajo de la piel. Eché a correr hacia la pared opuesta, hacia el túnel que habían usado los hombres rata.
El viento me aplastó contra la pared, y entré a rastras en el túnel. La entrada era grande y oscura; el aire fresco me acarició la cara, y algo me cogió por el tobillo.
Grité. La cosa en que se había convertido Nikolaos me arrastró hacia atrás, me estrelló contra la pared y me inmovilizó las muñecas con una garra. Sentí su cuerpo en las piernas, todo huesos bajo la ropa.
Tenía los labios contraídos y enseñaba colmillos y dientes. La cabeza, prácticamente una calavera, siseó:
– ¡Vas a aprender a obedecerme!
Me gritó en la cara, y yo también grité. Un grito inarticulado, como el de un animal al caer en una trampa. El corazón me palpitaba en la garganta, y no podía respirar.
– ¡Nooo!
– ¡Mírame! -gritó la cosa.
La miré y caí en el fuego azul de sus ojos. El fuego se abrió paso por mi mente; dolor. Sus pensamientos me cortaban como cuchillos y se llevaban partes de mí. Su ira ardía y quemaba, hasta que creí que me arrancaba la piel de la cara. Sentí como si me hurgaran en el cráneo con garras, arañando el hueso.
Cuando recuperé la visión estaba encogida contra la pared, y ella se cernía sobre mí, sin tocarme: no le hacía falta. Yo estaba temblando, y tiritaba tanto que me castañeteaban los dientes. Tenía frío, mucho frío.
– Más tarde o más temprano, reanimadora, me llamarás ama y lo dirás sinceramente.
De repente estaba de rodillas junto a mí. Apretó su cuerpo delgado contra el mío, mientras me sujetaba contra el suelo por los hombros. No podía moverme.
– Voy a hundirte los colmillos en el cuello -me susurró la niñita guapa al oído-, y no puedes evitarlo.
Una de sus delicadas orejas me rozó los labios. Le clavé los dientes hasta notar el sabor de la sangre. Gritó y se apartó; le bajaba un reguero por un lado del cuello.
Unas garras punzantes como cuchillas me desgarraron el cerebro; su dolor y su ira lo convertían en puré. Creo que volví a gritar, pero no oí nada. Al cabo de un rato dejé de oír por completo. Llegó la oscuridad, que se tragó a Nikolaos y me dejó sola, flotando en las tinieblas.
Capítulo 39
Desperté, cosa que, de por sí, ya fue una agradable sorpresa. Vi una luz eléctrica en el techo. Estaba viva y fuera de la mazmorra. Bueno era saberlo.
¿Por qué me resultaba sorprendente estar viva? Pasé los dedos por la tapicería áspera y nudosa del sofá en el que estaba tumbada. Encima había un cuadro: un paisaje fluvial con barcas, muías, personas… Alguien se me acercó. Tenía una larga melena rubia, la mandíbula cuadrada y un rostro atractivo. No tan inhumanamente hermoso como me había resultado anteriormente, pero aun así atractivo. Supongo que hay que ser muy guapo para hacer striptease.
– Robert -grazné con voz ronca.
– Tenía miedo de que no despertaras antes del amanecer. -Se puso de rodillas junto a mí-. ¿Te duele mucho?
– ¿Dónde…? -Carraspeé y recuperé el habla parcialmente-. ¿Dónde estoy?
– En el despacho de Jean-Claude, en el Placeres Prohibidos.
– ¿Quién me ha traído?
– Nikolaos. Ha dicho: «Aquí tienes a la puta de tu amo». -Vi cómo tragaba saliva. Me recordó algo, pero no supe qué.
– ¿Sabes lo que ha hecho Jean-Claude? -pregunté.
– Mi amo te puso la segunda marca -contestó Robert-. Cuando hablo contigo, hablo con él. – ¿Lo decía en sentido figurado o literal? En realidad, prefería no saberlo-. ¿Cómo te encuentras?
Y había algo en su modo de preguntarlo que significaba que no debería encontrarme bien. Me dolía el cuello. Me lo toqué: sangre seca.
Cerré los ojos, pero no me sirvió de nada. Un sonido leve, muy parecido a un sollozo, se me escapó de la garganta. Tenía la imagen de Phillip grabada a fuego. La sangre que brotaba de su cuello, la carne rosada desgarrada… Sacudí la cabeza y probé a respirar profunda y lentamente. No me sirvió de nada.
– Servicio -dije.
Robert me llevó. Entré, me arrodillé en el suelo frío y vomité hasta que me sentí vacía y no salía nada más que bilis. A continuación me acerqué al lavabo y me mojé la boca y la cara con agua fría. Me miré en el espejo; los ojos parecían negros, no marrones, y la piel tenía un aspecto enfermizo. Estaba hecha una mierda y me sentía peor aún.
Y en el lado derecho del cuello tenía el origen de todos mis males. No las marcas de Phillip, que se estaban cicatrizando, sino marcas de colmillos. Marcas pequeñas, diminutas. Nikolaos me había… contaminado, para demostrar que podía dañar a la sierva humana de Jean-Claude. Había demostrado lo dura que era, desde luego. Muy dura.
Phillip estaba muerto. Muerto. Podía pensarlo, pero ¿podría decirlo en voz alta? Decidí intentarlo.
– Phillip está muerto -le dije a mi imagen.
Hice un ovillo con la toalla de papel marrón y la metí en la papelera metálica. No bastó para ahogar mi rabia. Grité y empecé a darle patadas a la papelera, una y otra vez, hasta que cayó al suelo y se derramó el contenido.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Robert asomándose por la puerta.
– ¿A ti qué te parece? -grité.
– ¿Puedo hacer algo por ti? -preguntó, vacilando en la entrada.
– ¡Ni siquiera fuiste capaz de impedir que se llevaran a Phillip!
Se echó hacia atrás como si le hubiera pegado.
– Hice lo que pude.
– ¡Pues no fue gran cosa! -Seguía gritando enloquecida. Caí de rodillas y sentí que la rabia me ahogaba y se me empezaba a derramar por los ojos-. ¡Vete!