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Empezó a bailar alrededor de Phillip, que se volvió hacia él con los brazos extendidos, ligeramente encogido, como si se preparase para un ataque inminente. Se empezaron a rodear mutuamente. La música bajó, hasta volverse un tenue contrapunto de los movimientos del escenario.

El vampiro empezó a acercarse a Phillip, quien se apartó como si intentara escapar. Pero el vampiro apareció súbitamente ante él y le bloqueó la huida.

Yo tampoco lo había visto moverse. Simplemente, el vampiro había aparecido frente a él. El miedo me arrebató todo el aire del cuerpo con un estallido helado. No había notado el engaño, pero había sucedido.

Jean-Claude estaba dos mesas más allá. Levantó una mano pálida en señal de saludo hacia mí. El muy cabrón se me había metido en la mente, y yo no me había dado cuenta. El público contuvo la respiración, y volví a mirar al escenario.

Los dos estaban arrodillados. El vampiro había inmovilizado a Phillip sujetándole el brazo a la espalda; con la otra mano le agarraba la melena y lo obligaba a doblar el cuello en un ángulo doloroso.

Los ojos de Phillip, muy abiertos, reflejaban terror. El vampiro no lo había hipnotizado. ¡No estaba hipnotizado! Permanecía consciente y estaba asustado. Dios mío. Respiraba con dificultad, y su pecho subía y bajaba en rápidos jadeos.

El vampiro miró al público y siseó, y sus colmillos relucieron bajo los focos. El siseo convirtió su hermoso rostro en algo bestial. Su apetito atravesó la multitud. Era un deseo tan intenso que sentí retortijones.

No; no quería compartir la sensación con él. Me clavé las uñas en la palma de la mano y me concentré. La sensación se desvaneció. El dolor ayudaba. Abrí los dedos, que me temblaban, y encontré cuatro semicírculos que se llenaron de sangre lentamente. El deseo latía a mí alrededor y se apoderaba del público, pero de mí no. De mí, no.

Me apreté una servilleta contra la mano e intenté pasar desapercibida. El vampiro echó la cabeza hacia atrás.

– No -susurré.

El vampiro atacó: clavó los dientes en la carne de Phillip, cuyo grito resonó en el local. La música cesó bruscamente. Todos se quedaron paralizados. Se habría oído caer un alfiler.

El silencio se llenó de sonidos de succión, tenues y húmedos. Phillip empezó a gemir. Una y otra vez, sonidos guturales de impotencia.

Miré al público. Todo el mundo estaba con el vampiro, compartía su deseo y su necesidad, sentía cómo comía. Puede que también compartiera el terror de Phillip. Era difícil saberlo. Yo me mantenía al margen, cosa que me alegraba lo indecible.

El vampiro se incorporó y dejó caer a Phillip, inerte, en el escenario. Me puse en pie sin querer. La espalda cubierta de cicatrices del hombre se convulsionó con un profundo estertor, como si estuviera resistiéndose a morir. Y puede que así fuera.

Estaba vivo. Volví a sentarme. Me temblaban las rodillas. Tenía las manos empapadas de sudor, y me escocían las marcas de las uñas. Estaba vivo y le había gustado. Si alguien me lo hubiera dicho, lo habría llamado mentiroso. No me lo podía creer.

Un adicto a las mordeduras de vampiro. Cosas verdes…

– ¿Quién quiere un beso? -susurró Jean-Claude.

Durante un instante no se movió nadie; después se alzaron aquí y allá manos que sostenían dinero. No muchas, pero bastantes. Casi todos parecían confundidos, como si acabaran de despertar de una pesadilla. Mónica tenía un billete en la mano levantada.

Phillip seguía tendido donde lo habían dejado, y su pecho subía y bajaba.

Robert el vampiro se acercó a Mónica. Ella le metió el dinero en el pantalón. Robert le apretó la boca, llena de sangre y colmillos, contra los labios. Fue un morreo de esos con mucho movimiento de lengua. Se probaban mutuamente el sabor.

El vampiro se apartó de Mónica. Ella lo sujetó por la nuca e intentó volver a atraerlo hacia sí, pero él se separó y se volvió hacia mí. Yo sacudí la cabeza y le mostré las manos vacías. No hay pasta, tíos.

Intentó agarrarme, rápido como una serpiente. No tuve tiempo de pensar. Cuando mi silla cayó al suelo, yo ya estaba de pie, fuera de su alcance. Ningún humano normal lo habría visto acercarse. Como se suele decir, se había descubierto el pastel.

Se empezó a oír un murmullo entre el público, que trataba de entender qué había pasado. Tranquilos, amigos, sólo es la simpática reanimadora del barrio; no hay nada que temer. El vampiro seguía mirándome.

De repente, Jean-Claude estaba junto a mí, y yo no lo había visto acercarse.

– ¿Estás bien, Anita?

Su voz ofrecía cosas que las palabras ni siquiera insinuaban. Promesas susurradas en habitaciones oscuras bajo sábanas de seda. Me subyugó e hizo que se me tambaleara la mente, como a un borracho sediento, y me gustó. De pronto, un pitido agudo me atravesó el cerebro, ahuyentó al vampiro y lo mantuvo a raya.

Me había sonado el busca. Parpadeé y me apoyé en la mesa. El tendió la mano para sostenerme.

– No me toques – dije.

– Desde luego -contestó sonriendo.

Pulsé el botón del busca para silenciarlo. Menos mal que me lo había colgado del cinturón en vez de guardármelo en el bolso. De lo contrario, quizá no lo hubiera oído. Llamé desde el teléfono de la barra. La policía me necesitaba en el cementerio de Hillcrest. Tenía que trabajar en mi noche libre. Me alegraba. En serio.

Me ofrecí a llevar a Catherine a casa, pero prefirió quedarse. Hay que reconocer que los vampiros son fascinantes. Va todo en el mismo paquete, igual que beber sangre y trabajar de noche. Allá ella.

Les prometí que volvería a recogerlas. Después recuperé mi cruz en la consigna de objetos sagrados y me la colgué por dentro de la blusa. Jean-Claude estaba junto a la puerta.

– Ya casi te tenía, mi pequeña reanimadora. Lo miré a la cara y bajé la vista rápidamente.

– «Casi» no cuenta, cabrón chupasangres.

Jean-Claude echó la cabeza hacia atrás y se rió. Su risa me persiguió en la noche como una caricia de terciopelo en la espalda.

Capítulo 5

El ataúd estaba de lado en el suelo, con la cicatriz blanca de un zarpazo en el barniz oscuro. El forro azul celeste, de imitación de seda, estaba desgarrado y arrancado en parte. Se veía claramente la huella sangrienta de una mano que casi podía haber sido humana. Lo único que quedaba del cadáver era un traje marrón hecho jirones, una falange roída y un fragmento de cuero cabelludo. Era rubio.

Había otro cadáver a poco más de un metro, con la ropa destrozada. Tenía la caja torácica abierta, y las costillas, partidas como palillos. Casi todos los órganos internos había desaparecido, y el cuerpo parecía un tronco hueco. Sólo tenía intacta la cara. Los ojos claros, increíblemente abiertos, estaban dirigidos a las estrellas de la noche de verano.

Me alegré de que estuviéramos a oscuras. No tengo mala visión nocturna, pero la oscuridad atenúa los colores, y toda la sangre era negra. El cadáver del hombre se confundía con las sombras de los árboles. No tendría que verlo de nuevo, salvo que me acercara, y no pensaba repetir; ya había medido las marcas de los mordiscos con la cinta métrica y le había registrado todo el cuerpo con los guantes de plástico, en busca de pistas. No había ninguna.

Podía hacer lo que quisiera en la escena del crimen; ya la habían grabado y fotografiado desde todos los ángulos posibles. Yo siempre era la última «experta» a la que llamaban. La ambulancia esperaba para llevarse los cadáveres en cuanto terminase.

Ya casi estaba. Tenía claro que aquello era obra de algunos, demonios necrófagos. Soy la leche: había reducido la lista de sospechosos a un tipo determinado de no muertos. Aunque eso también lo podría haber deducido cualquier forense.