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– Ha insistido -contesté mientras seguía metiendo cosas en la bolsa-. Le da miedo echarse atrás si tiene que esperar. Además, puede que yo no esté viva dentro de unas cuantas noches. Podría darle por no permitir que lo hiciera otra persona.

– No es tu problema. Tú no levantaste su zombi.

– No, pero soy reanimadora antes que cualquier otra cosa. Lo de matar vampiros es… un servicio suplementario. Soy reanimadora, y no es sólo un trabajo.

– No entiendo muy bien por qué, pero entiendo que tienes que hacerlo. -Seguía mirándome.

– Gracias.

– Tú misma. -Sonrió-. ¿Te importa que te acompañe, para asegurarme de que nadie acaba contigo mientras?

– ¿Has visto alguna vez levantar un zombi? -Lo miré de reojo.

– No.

– No serás escrupuloso, ¿verdad? -Sonreí mientras lo decía.

Me miró fijamente; sus ojos azules se habían vuelto fríos de pronto. Se le había transformado la cara: no había nada, ninguna expresión, salvo aquella terrible frialdad, aquel vacío. En una ocasión, un leopardo me había mirado así desde detrás de los barrotes de su jaula, sin ninguna emoción que yo pudiera entender, con unos pensamientos tan ajenos como si procedieran de otro planeta. Un ser que podía matarme con eficacia, porque aquello era lo que haría si tuviera hambre o si lo molestara.

No me desmayé ni salí a toda leche de la habitación, pero me costó lo mío.

– Ya lo has dejado claro, Edward. Corta el rollo del asesino perfecto y vamonos.

Sus ojos no recuperaron la normalidad al instante, sino que tuvieron que ir adaptándose, como cuando el alba se abre paso por el cielo.

Esperaba que Edward no me mirara nunca en serio de aquel modo, porque uno de los dos moriría. Probablemente, yo.

Capítulo 43

La oscuridad de la noche era casi absoluta. Unos nubarrones densos ocultaban el cielo; el viento, con olor a lluvia, susurraba a ras de suelo.

La lápida de Iris Jensen era de mármol blanco y liso. Tenía un ángel casi de tamaño natural, con las alas extendidas y los brazos abiertos en ademán acogedor. Todavía se podía leer, a la luz de la linterna, AMADA HIJA, TRISTEMENTE AÑORADA. El mismo hombre que había encargado el ángel, el que la añoraba tristemente, había abusado de ella. Se había suicidado para huir de él, y él la había obligado a regresar. Por eso estaba yo en la oscuridad, esperando a los Jensen; no por él, sino por ella. Aunque sabía que ya no quedaba nada de su mente, quería que Iris Jensen descansara en paz.

No era algo que pudiera explicarle a Edward, así que ni lo intenté. Un roble enorme montaba guardia sobre la tumba vacía. El viento soplaba entre las hojas, y las hacía agitarse y susurrar. Era un sonido demasiado seco, como si fueran hojas de otoño y no de verano. El aire era fresco y húmedo; teníamos la lluvia casi encima. Por una vez, no hacía un calor insoportable.

Había llevado un par de gallos, que cacareaban dentro de su jaula, junto a la tumba. Edward estaba apoyado en mi coche con las piernas cruzadas y los brazos relajados. Yo tenía la bolsa de deporte abierta en el suelo, a mi lado; la hoja del machete brillaba en el interior.

– ¿Dónde está? -preguntó Edward.

– Ni idea -dije, negando con la cabeza. Hacía casi una hora que era noche cerrada. El terreno del cementerio estaba casi completamente pelado; sólo unos pocos árboles tachonaban las colinas. Ya deberíamos haber visto llegar las luces del coche por el camino de grava. ¿Dónde estaba Jensen? ¿Se habría echado atrás?

– Esto me da mala espina, Anita. -Edward se apartó del coche y se situó a mi lado.

A mí tampoco me hacía mucha gracia, pero…

– Vamos a esperar un cuarto de hora más. Si para entonces no ha llegado, nos largamos.

– Aquí no hay muchos lugares donde ponerse a cubierto -dijo Edward mirando alrededor.

– No creo que tengamos que preocuparnos por los francotiradores.

– Me dijiste que te habían disparado, ¿no?

Asentí. Tenía razón. Sentí un escalofrío. El viento abrió un hueco entre las nubes, y la luz de la luna nos bañó. En la distancia vimos brillar una pequeña construcción plateada.

– ¿Qué es eso? -preguntó Edward.

– El cobertizo de mantenimiento -contesté-. ¿O crees que el césped se siega solo?

– No había pensado nunca en eso -dijo.

Las nubes volvieron a cubrir el cielo, y el cementerio quedó sumido en la oscuridad. Todos los contornos se desdibujaron; el mármol blanco parecía resplandecer con luz propia.

Me giré al oír el sonido de unas garras que arañaban el metal. Había un algul en el techo de mi coche. Estaba desnudo y parecía un ser humano que hubieran sumergido en pintura gris claro, casi metálica. Pero tenía los dientes, y las uñas de las manos y los pies, largos, negros y curvados, y un resplandor rojizo le iluminaba los ojos.

Edward se puso a mi lado, pistola en mano. Yo también había desenfundado. Cuando se tiene suficiente práctica, se hace sin pensar.

– ¿Qué hace ese bicho ahí? -preguntó.

– Ni idea. -Agité la mano hacia él y grité-: ¡Largo!

Se agazapó sin dejar de mirarme fijamente. Los algules son cobardes; no atacan a los seres humanos sanos. Di dos pasos, blandiendo la pistola.

– ¡Fuera, lárgate!

Los algules suelen echarse a correr ante las demostraciones de fuerza, pero aquel se quedó sentado. Retrocedí.

– Edward -dije en voz baja.

– ¿Sí?

– No he percibido algules en este cementerio.

– ¿Y qué? Se te ha pasado uno.

– No puede haber uno solo. Van en manadas, y es imposible no notar su presencia. Dejan una especie de hedor psíquico de maldad a su paso.

– Anita -dijo con voz suave, normal, pero no del todo. Seguí la dirección de su mirada y vi otros dos algules que se acercaban por detrás.

Estábamos casi espalda contra espalda y apuntábamos con las pistolas hacia fuera.

– Vi un ataque de algules al principio de esta semana. Habían matado a un hombre sano en un cementerio libre de algules.

– Me suena -dijo.

– Sí. Las balas no los matan.

– Ya lo sé. ¿A qué esperan? -preguntó.

– Estarán haciendo acopio de valor.

– Me esperan a mí -dijo una voz. Zachary, sonriente, salió de detrás de un árbol.

Creo que me quedé con la boca abierta, y puede que eso fuera lo que lo hizo sonreír. Fue entonces cuando lo supe: no mataba seres humanos para alimentar a su gris-gris, sino vampiros. Theresa lo había puteado y se había convertido en su siguiente víctima. Pero todavía quedaban varias incógnitas, y muy importantes.

Edward me miró y volvió a mirar a Zachary.

– ¿Y este quién es? -preguntó.

– El asesino de vampiros, supongo -dije.

Zachary hizo una leve reverencia. Un algul se le apoyó en la pierna, y él le acarició la cabeza casi calva.

– ¿Cuánto hace que lo sabes?

– Acabo de deducirlo. Este año estoy un poco lenta.

– Imaginaba que lo descubrirías más tarde o más temprano -dijo con el ceño fruncido.

– Por eso destruiste la mente del zombi testigo. Para salvarte.

– Tuve suerte de que Nikolaos me encargara a mí su interrogatorio. -Sonrió al decirlo.

– Y tanto -dije-. ¿Cómo conseguiste que el de los mordiscos me disparara en la iglesia?

– Muy sencillo: le dije que lo había ordenado Nikolaos.

Así cualquiera.

– ¿Cómo haces que los algules salgan de su cementerio? ¿Cómo es que te obedecen?

– Habrás oído la teoría de que cuando se entierra a un reanimador en un cementerio aparecen algules.

– Sí.

– Pues cuando regresé de la tumba, vinieron conmigo y eran míos. Míos.

Miré a las criaturas y vi que había más. Al menos veinte; una manada considerable.

– ¿Quieres decir que ese es el origen de los algules? -Pregunté, agitando la cabeza-. No hay reanimadores suficientes en el mundo para explicar tanto algul.