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– Ya lo he pensado -dijo-. Creo que cuantos más zombis se levantan en un cementerio, más probabilidades hay de que salgan algules.

– ¿Como una especie de efecto acumulativo?

– Exacto. Estaba deseando hablar de ello con otro reanimador, pero comprenderás que me era imposible.

– Sí -dije-. Comprendo. No puedes hablar del asunto sin revelar qué eres y qué has hecho.

Edward disparó sin avisar. La bala acertó a Zachary en el pecho y lo hizo girar. Cayó boca abajo, y los algules se quedaron paralizados; pero un instante después, Zachary se incorporó sobre los codos y se puso en pie con ayuda de un solícito algul.

– Si nos pincháis, ¿acaso no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿acaso no reímos? Si nos pegáis un tiro, ¿acaso no morimos? Ah, pues ahora que lo pienso, no.

– Lo que faltaba, un graciosillo -bufé.

Edward volvió a disparar, pero Zachary desapareció detrás del árbol.

– Por si me dais en la cabeza -nos gritó desde allí-. No sé qué pasaría si me metierais una bala en el cerebro.

– Vamos a comprobarlo -dijo Edward.

– Adiós, Anita. No pienso quedarme a averiguarlo. -Se alejó rodeado por un grupo de algules. Iba agachado entre ellos, supongo que para protegerse de las balas, y no conseguí distinguirlo.

Otros dos algules rodearon el coche y se quedaron agazapados en el camino. Uno había sido una mujer, y todavía llevaba un vestido hecho harapos.

– Vamos a darles motivos para tener miedo -dijo Edward. Noté que se movía, y su pistola disparó dos veces. Un chillido agudo surcó la noche. El algul que estaba sobre mi coche bajó de un salto y se escondió, pero había más acercándose desde todos lados. Al menos nos quedaban quince compañeros de juegos.

Disparé y le acerté a uno. Cayó de lado y se revolcó por la grava emitiendo el mismo gemido agudo, lastimoso y animal, como un conejo herido.

– ¿Hay algún lugar donde podamos refugiarnos? -me preguntó Edward.

– El cobertizo de mantenimiento -dije.

– ¿Es de madera?

– Sí.

– No los detendrá.

– No, pero ya no estaremos al descubierto.

– De acuerdo. ¿Alguna recomendación, antes de que empecemos a movernos?

– No corras hasta que estemos muy cerca del cobertizo. Si corres, pensarán que tienes miedo y te perseguirán.

– ¿Algo más?

– No fumas, ¿verdad?

– No; ¿por qué?

– El fuego los ahuyenta.

– Genial; van a comernos vivos por no ser fumadores.

Casi me eché a reír de lo indignado que parecía, pero había un algul agazapado a punto de saltar sobre mí, y tuve que pegarle un tiro entre los ojos. No era momento para risas.

– Vamos, despacio y con naturalidad -dije.

– Es una pena que la metralleta esté en el coche.

– Y que lo digas.

Edward disparó tres veces, y la noche se llenó de chillidos y gritos animales. Echamos a andar hacia el lejano cobertizo. Calculé que estaría a unos cuatrocientos metros; iba a ser todo un paseo.

Un algul se nos echó encima. Lo derribé y cayó en la hierba, pero era como tirar a patos de feria: nada de sangre, sólo agujeros. Les dolía, pero ni de lejos lo suficiente.

Estaba andando prácticamente hacia atrás con una mano a la espalda para no perder a Edward. Eran demasiados. Ni yo me creía que pudiéramos llegar al cobertizo. Un gallo soltó un cacareo suave e inquisitivo. Se me ocurrió una idea.

Disparé contra un gallo. Cuando cayó, el otro sufrió un ataque de pánico y empezó a aletear contra la jaula de madera. Los algules se detuvieron; uno de ellos levantó la cara y olisqueó el aire.

Sangre fresca, colegas, a por ella. Carne fresca. Dos algules echaron a correr hacia los gallos. Los otros los siguieron y se apelotonaron al llegar, para romper la madera y llegar a los jugosos bocados del interior.

– No te pares, Edward; no corras, pero ve un poco más deprisa. Los gallos no los entretendrán eternamente.

Apretamos el paso. El sonido de garras, huesos partidos, salpicaduras de sangre y aullidos de algul era un avance muy poco halagüeño de lo que nos esperaba.

A medio camino, un aullido prolongado y hostil se elevó en la noche. Ningún perro podría aullar de esa forma. Miré atrás; los algules se acercaban corriendo a cuatro patas.

– ¡Corre! -dije.

Corrimos.

Chocamos contra la puerta del cobertizo y descubrimos que estaba cerrada con candado. Edward se lo cargó de un tiro; no había tiempo para forzarlo. Los algules nos pisaban los talones y seguían aullando.

Entramos y cerramos la puerta, como si nos fuera a servir de algo. Había un tragaluz cerca del techo; de repente, la luz de la luna empezó a entrar por él. En una pared había una hilera de segadoras, algunas colgadas de ganchos. Tijeras de podar, desbrozadoras, palas, un trozo de manguera-Todo el cobertizo olía a gasolina y a trapos grasientos.

– No hay nada para bloquear la puerta, Anita -dijo Edward.

Tenía razón. Habíamos roto el candado. ¿Dónde están los objetos pesados cuando los necesitas?

– Pon una segadora.

– No los detendrá mucho tiempo.

– Algo es algo -dije. No se movió, así que empujé una segadora contra la puerta.

– No pienso morir devorado -dijo. Puso un cargador nuevo en la pistola-. Si quieres te mataré primero, o puedes hacerlo tú misma.

Entonces recordé que me había guardado en el bolsillo la caja de cerillas que me había dado Zachary. ¡Cerillas, teníamos cerillas!

– Anita, ya casi están aquí. ¿Quieres hacerlo tú misma?

Saqué del bolsillo la caja de cerillas. Gracias, Dios mío.

– Ahórrate las balas, Edward. -Cogí una lata de gasolina.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó.

Los aullidos resonaban a nuestro alrededor; casi habían llegado.

– Prenderle fuego al cobertizo. -Impregné la puerta de gasolina. El olor era fuerte y se me metió en la garganta.

– ¿Con nosotros dentro? -preguntó.

– Sí.

– Prefiero pegarme un tiro, si no te importa.

– No tengo intención de morir esta noche, Edward.

Una garra arañó la madera y la desgarró hasta atravesar la puerta. Encendí una cerilla y la arrojé contra la puerta empapada de gasolina, que se encendió con un estallido de llamas blancas y azules. El algul chilló, cubierto de fuego, y se apartó de la puerta destrozada.

El hedor a gasolina se mezcló con el de carne y pelo quemado. Tosí y me tapé la boca con la mano. El fuego estaba consumiendo la madera del cobertizo, extendiéndose hacia el techo. No necesitábamos más gasolina; aquello era una puta jaula de llamas, y nosotros estábamos dentro. No había imaginado que fuera a extenderse tan deprisa.

Edward estaba cerca de la pared trasera, con la mano en la boca.

– Tenías un plan para salir de aquí, ¿no? -dijo con voz ahogada.

Una garra atravesó la madera e intentó alcanzar a Edward, que se apartó. El algul empezó a abrirse paso haciendo muecas. Edward le encajó un disparo entre los ojos, y el algul desapareció de nuestra vista.

Cogí un rastrillo de la pared. Empezaba a llover ceniza. Si el humo no nos mataba antes, ya se encargaría el techo cuando se derrumbara.

– Quítate la camisa -dije.

Ni siquiera preguntó por qué. Pragmático hasta la médula. Se sacó la pistolera y la camisa rápidamente, me lanzó la prenda y se volvió a colocar las correas en el pecho desnudo.

Envolví las púas del rastrillo con la camisa y la empapé de gasolina. Le prendí fuego con la pared; ya no hacían falta las cerillas. La parte delantera del cobertizo nos arrojaba lenguas de fuego. Sentía pinchazos de quemaduras, como picaduras de avispa.

Edward lo había captado. Encontró un hacha y empezó a agrandar el agujero que había hecho el algul. Yo llevaba la antorcha improvisada y una lata de gasolina. Se me ocurrió que el calor podía incendiar la gasolina. No íbamos a asfixiarnos por el humo; volaríamos por los aires.