– Intentaré averiguar algo más.
– Casi tenemos un caso claro contra él, Dolph.
– Cierto, pero todo depende de que te mantengas viva para declarar.
– Sí, tendré cuidado.
– Ven mañana y haz una declaración oficial.
– Iré.
– Buen trabajo.
– Gracias -dije.
– Buenas noches, Anita.
– Buenas noches, Dolph.
Volví al coche.
– Tenemos una reunión con los hombres rata en tres cuartos de hora.
– ¿Por qué es tan importante? -preguntó.
– Porque creo que pueden ayudarnos a entrar en la guarida de Nikolaos. No conseguiríamos llegar hasta ella por la puerta principal. -Puse el coche en marcha y lo llevé a la carretera.
– ¿A quién más has llamado? -preguntó.
De modo que sí que había estado vigilando.
– A la policía.
– ¿Qué?
A Edward no le ha gustado nunca tratar con la poli. Qué cosas.
– Si Zachary consigue matarme, quiero que haya alguien que se encargue de él.
– Háblame de Nikolaos -dijo al cabo de unos instantes.
– Es un monstruo -dije encogiéndome de hombros-, una puta sádica de más de mil años.
– Me muero por conocerla.
– Pues mira por dónde, puede que mueras por conocerla.
– Ya hemos matado a otros maestros vampiros, Anita. Sólo es una más.
– No. Nikolaos tiene más de mil años. No creo que nada me haya dado tanto miedo en toda mi vida.
Se quedó en silencio, con un gesto inexpresivo.
– ¿Qué piensas? -pregunté.
– Que me encantan los desafíos. -Sonrió, con una sonrisa enorme y hermosa. Mierda. La Muerte había vislumbrado un objetivo digno de él, la mayor presa de todas. No le tenía miedo, pero debería.
No hay muchos lugares abiertos a la una y media de la mañana, pero Denny's es uno de ellos. Se me hacía rara la idea de reunirme con los hombres rata delante de un café y unos bollos. ¿No deberíamos vernos en un callejón oscuro? No es que me quejara, de verdad. Sólo que me parecía… curioso.
Edward entró antes para asegurarse de que no fuera otra trampa. Si se sentaba a una mesa, el sitio era seguro; si volvía a salir, no. Sencillo. Aún no lo conocía nadie. Mientras no estuviera conmigo, podía ir adonde quisiera sin que nadie intentara matarlo. Hay que joderse. Empezaba a entrarme complejo de María Tifoidea.
Edward se sentó a una mesa. Todo iba bien. Me sumergí en la luz intensa y la comodidad artificial del restaurante. La camarera se acercó. Tenía unas ojeras pronunciadas, muy bien disimuladas por una espesa capa de corrector, que las dejaba rosáceas. Más allá, un hombre se acercaba también, con la mano levantada y flexionando el dedo, como si quisiera pedir algo.
– Me están esperando -le dije a la camarera-. Gracias.
El restaurante solía estar tirando a vacío los lunes por la noche o, mejor dicho, los martes por la mañana. Había dos hombres sentados a una mesa, frente a la del que había hecho señas. Tenían una pinta normal, pero el aire de su alrededor parecía crepitar con una sensación de energía contenida. Cambiaformas. Habría apostado la vida, y puede que eso fuera justo lo que estaba haciendo.
Una pareja, hombre y mujer, estaba sentada en la esquina opuesta. Estaba segura de que también eran cambiaformas.
Edward ocupaba una mesa cerca de ellos, pero no demasiado cerca. También tenía experiencia como cazador de cambiaformas y sabía identificarlos.
Cuando pasé junto a la mesa, uno de los hombres levantó la vista. Me miró con unos ojos marrones muy oscuros, casi negros. Tenía las facciones cuadradas y era delgado, de constitución menuda; vi cómo se le movían los músculos de los brazos cuando juntó las manos bajo la barbilla para mirarme. Le devolví la mirada, pasé de largo y me acerqué a la mesa donde estaba sentado el rey de las ratas.
Era alto, al menos uno ochenta, de piel oscura, cabello corto, tupido y negro, y ojos marrones. Tenía la cara delgada y arrogante, con unos labios casi demasiado blandos para la expresión altanera con que me miró. Era un moreno atractivo, inconfundiblemente mexicano, y su desconfianza era palpable en el aire.
Me senté frente a él. Respiré profundamente para tranquilizarme y lo miré.
– He recibido tu mensaje. ¿Qué quieres? -preguntó con voz suave pero grave, sin rastro de acento.
– Quiero que nos lleves a mí y al menos a un hombre a los túneles que hay bajo el Circo de los Malditos.
– ¿Por qué iba a hacer eso? -Había fruncido el ceño, y entre los ojos se le marcaron unas arrugas finas.
– ¿Quieres liberar a los tuyos de la influencia del ama? -Asintió sin dejar de fruncir el ceño. Lo estaba convenciendo-. Llévanos a la entrada de la mazmorra, y yo me ocuparé del resto.
– ¿Por qué debería confiar en ti? -preguntó juntando las manos en la mesa.
– No soy caza recompensas. Nunca le he hecho nada a ningún cambiaformas.
– No podremos luchar a tu lado si te enfrentas a ella. Ni siquiera yo puedo. Tiene el poder de convocarme. No respondo, pero lo percibo. Puedo impedir que las ratas menores y los míos la ayuden contra ti, pero eso es todo.
– Basta con que nos lleves adentro. Nosotros nos encargamos del resto.
– ¿Tan segura estás?
– Estoy dispuesta a jugarme la vida -afirmé.
Se llevó los dedos a los labios, con los codos apoyados en la mesa. La marca grabada a fuego seguía allí, aun en forma humana: una corona tosca de cuatro puntas.
– Os ayudaré a entrar -dijo.
– Gracias -dije sonriendo.
– Ahórrate las gracias hasta que logres salir viva -dijo mirándome fijamente.
– Trato hecho. -Le tendí la mano. Tras dudar un momento, me la estrechó.
– ¿Quieres esperar unos días? -preguntó.
– No -dije-. Quiero entrar mañana.
– ¿Estás segura? -preguntó, ladeando la cabeza.
– ¿Por qué? ¿Hay algún problema?
– Estás herida. ¿No sería mejor esperar a haberte curado?
Tenía unas cuantas magulladuras y me dolía el cuello, pero…
– ¿Cómo lo sabes?
– Hueles como si esta noche te hubiera rondado la muerte.
Lo miré fijamente. Irving nunca hace gala de sus poderes sobrenaturales. No digo que no los tenga, pero se esfuerza mucho por parecer humano; aquel hombre, no.
– Gajes del oficio -dije con un suspiro.
Asintió.
– Te llamaremos para decirte la hora y el lugar.
Me levanté. Él siguió sentado. No parecía que hubiera nada más que decir, de modo que me fui.
Al cabo de unos diez minutos, Edward se sentó a mi lado en el coche.
– Ahora, ¿qué? -preguntó.
– Dijiste no sé qué de tu hotel, ¿no? Voy a dormir mientras pueda.
– ¿Y mañana?
– Salimos de la ciudad y me enseñas a usar la escopeta.
– ¿Y después? -preguntó.
– Vamos a por Nikolaos -dije.
– Qué bien. -Soltó un suspiro tembloroso, casi una risa.
¿Qué bien?
– Me alegra ver que alguien disfruta con todo esto.
– Me encanta mi trabajo -dijo con una sonrisa.
No pude evitar sonreír. Lo cierto era que a mí también me encantaba el mío.
Capítulo 45
Durante el día aprendí a usar la escopeta, y por la noche fui a hacer espeleología con los hombres rata.
La cueva estaba a oscuras. Me sujeté el casco, como buscando protección de la negrura absoluta, pero no vi nada, salvo las caprichosas manchas blancas que se inventa la retina cuando no hay luz. Llevaba un casco con linterna, pero en aquel momento estaba apagada; los hombres rata habían insistido. Estaba rodeada de sonidos. Gritos, gemidos, crujir de huesos y un curioso chirrido como el de un cuchillo que se desclavara de la carne. Los hombres rata estaban cambiando de forma humana a animal. Sonaba como si les doliera mucho. Me habían hecho jurar que no encendería la luz hasta que me avisaran.