La pistola de Zachary disparó dos veces; Nikolaos se la quitó y la arrojó al suelo. Lo agarró, se lo apretó contra el cuerpo y lo mantuvo sujeto por la cintura. Nikolaos lanzó la cabeza hacia abajo. Zachary gritó.
Burchard estaba de rodillas contemplando el espectáculo. Le clavé el cuchillo en la espalda, con fuerza, hasta la empuñadura. La columna se le puso rígida, e intentó arrancarse la hoja con una mano. No esperé a ver si lo conseguía; saqué el otro cuchillo y se lo hundí en la garganta. La sangre me chorreó por la mano cuando lo saqué. Volví a apuñalarlo, y cayó lentamente hacia delante hasta dar con la cara en el suelo.
Nikolaos dejó caer a Zachary y se volvió, con la cara y el vestido rosa manchados de sangre. Tenía salpicaduras en los leotardos blancos. Zachary tenía el cuello desgarrado; estaba tendido en el suelo, intentando respirar, pero todavía vivo.
Nikolaos miró el cadáver de Burchard y gritó. Fue un aullido salvaje y doloroso, espectral, que resonó por toda la habitación. Corrió hacia mí con las manos extendidas. Le lancé el cuchillo y lo apartó de un manotazo. Me golpeó, y la fuerza de su cuerpo me arrojó al suelo con ella encima. Seguía gritando sin parar, y me sostenía la cabeza a un lado, pero no con ningún truco de control mental, sino por la fuerza.
– ¡Nooo! -grité.
Sonó un disparo, y Nikolaos se sacudió, una vez, dos. Se incorporó y noté el viento. Empezaba a arreciar en la habitación como el principio de una tormenta.
Edward estaba apoyado en la pared y empuñaba la pistola que había soltado Zachary. Nikolaos fue a por él, y Edward le vació el cargador en el cuerpo de apariencia frágil. Ella ni se inmutó.
Me incorporé y la observé acercarse a Edward, que le lanzó el arma vacía. De repente estaba encima de él, empujándolo contra el suelo.
La espada estaba allí al lado; era casi tan alta como yo. La desenvainé. Era pesada y difícil de manejar, y me cansaba el brazo. La levanté por encima de la cabeza, me apoyé la hoja en el hombro y eché a correr hacia Nikolaos, que hablaba de nuevo con la voz aguda y cantarína.
– Voy a hacerte mío, mortal. ¡Mío!
Edward gritó, y no pude ver por qué. Blandí la espada y dejé que el peso la hiciera caer hacia delante, como corresponde. Alcanzó a Nikolaos en el cuello, con un impacto viscoso. La hoja se detuvo al tocar hueso, y la saqué de un tirón. Al caer, la punta arañó el suelo.
Nikolaos se volvió hacia mí y empezó a ponerse en pie. Levanté la espada, acompañando el movimiento con todo el cuerpo, y le pegué un tajo. Se oyó un crujir de huesos, y fui a parar al suelo mientras Nikolaos caía de rodillas. La cabeza le colgaba aún de unos hilillos de carne y piel. Parpadeó e intentó levantarse.
Grité y levanté la espada con todas mis fuerzas. Le acerté en mitad del pecho, y acompañé el golpe con el peso de mi cuerpo, clavándola más. La sangre chorreaba. Inmovilicé a Nikolaos contra la pared; la hoja le salió por la espalda y rascó el muro mientras ella se deslizaba hacia abajo.
Caí de rodillas junto al cadáver. Sí, el cadáver. ¡Estaba muerta!
Miré a Edward. Tenía el cuello ensangrentado.
– Me ha mordido -dijo.
A mí me costaba respirar, pero era maravilloso. Estaba viva, y ella no. ¡Ella no, joder!
– No te preocupes, Edward, te ayudaré. Queda un montón de agua bendita. -Sonreí.
Él me miró durante un momento y se echó a reír, y yo con él. Todavía estábamos riendo cuando los hombres rata empezaron a entrar por el túnel. Rafael, el rey de las ratas, contempló la carnicería con sus ojos negros como botones.
– Está muerta -dijo.
– Ding, dong, la bruja está muerta -dije yo.
– La bruja vieja y malvada -medio cantó Edward, uniéndose a la tonada.
Nos echamos a reír otra vez, y Lillian, cubierta de pelo, se puso a curarnos las heridas. Empezó por Edward.
Zachary seguía tendido en el suelo. La herida de la garganta se le empezaba a cerrar, y la piel le estaba cicatrizando. Viviría, si aquello se podía considerar vida.
Me agaché para recoger el cuchillo y me acerqué a él. Las ratas me contemplaban, pero nadie interfirió. Me arrodillé junto a él y le rasgué la manga de la camisa, dejando al descubierto el gris-gris. Él seguía sin poder hablar, pero abrió los ojos desmesuradamente.
– ¿Recuerdas cuando traté de tocarlo con mi sangre? Me detuviste. Parecías asustado, y no entendí por qué. -Me senté junto a él y contemplé su curación-. Todos los gris-gris necesitan algo; en este caso, sangre de vampiro, y siempre hay algo que no se debe hacer nunca, o la magia se extingue. ¡Puf! -Levanté el brazo, del que chorreaba sangre para dar y vender-. Sangre humana, Zachary; ¿quieres un poco?
Consiguió articular algo parecido a una negación.
La sangre me goteaba por el codo, espesa, oscilando encima del brazo de Zachary. Intentó negar con la cabeza, no, no. La sangre le salpicó el brazo, pero no tocó el gris-gris. Se le relajó todo el cuerpo.
– Hoy no tengo paciencia, Zachary -dije. Le unté de sangre la cinta.
Los ojos le relampaguearon y se le quedaron en blanco. Hizo un ruido con la garganta, como si se asfixiara, y arañó el suelo con las manos. El pecho se le sacudía como si no pudiera respirar. Un suspiro escapó de su cuerpo, un largo estertor, y quedó inmóvil.
Le comprobé el pulso; nada. Corté el gris-gris con el cuchillo, hice una bola con él y me lo guardé en el bolsillo. Qué cosa más repelente.
Lillian se acercó para vendarme el brazo.
– Esto es provisional. Tendrán que darte puntos.
Asentí y me puse en pie.
– ¿Adonde vas? -preguntó Edward.
– A buscar el resto de las armas. -En realidad iba a buscar a Jean-Claude, pero no lo dije en voz alta: no creía que Edward fuera a entenderlo.
Dos hombres rata me acompañaron. Me pareció muy bien; podían ir conmigo, mientras no interfirieran. Phillip seguía agazapado en el rincón. Lo dejé allí.
Cuando di con las armas, me colgué la metralleta y mantuve la escopeta en las manos. Estaba preparada para lo que me echaran: acababa de matar a una vampira milenaria. Qué va, imposible. Ni yo acababa de creérmelo.
Los hombres rata y yo encontramos la celda de castigo. Había seis ataúdes, todos ellos con un crucifijo bendecido en la tapa y envueltos en cadenas de plata, para impedir que se abrieran. En el tercer ataúd estaba Willie, tan profundamente dormido que parecía que no fuera a despertar nunca. Lo dejé así, para que se despertara por la noche y se dedicara a sus asuntos. No era tan mal tipo y, para ser vampiro, era un encanto.
Todos los demás ataúdes estaban vacíos, excepto el último, que seguía cerrado. Solté las cadenas y dejé la cruz en el suelo. Jean-Claude me miró. Los ojos le relucían como una hoguera a medianoche, y sonreía. Recordé el primer sueño, cuando el ataúd se llenaba de sangre y él intentaba alcanzarme. Retrocedí, y se incorporó.
Los hombres rata se apartaron siseando.
– Todo va bien -dije-. Este está de nuestra parte, o algo así.
Salió del ataúd como si despertara de una buena siesta. Me sonrió y me tendió la mano.
– Sabía que lo conseguirías, mapetite.
– Hijo de puta arrogante. -Lo golpeé en el estómago con la culata de la escopeta, y se dobló lo suficiente para que le diera otro golpe en la mandíbula. Se echó hacia atrás-. ¡Sal de mi mente!
Se llevó la mano a la cara; cuando la apartó estaba ensangrentada.
– Las marcas son permanentes, Anita. No puedo retirarlas.
Apreté la escopeta hasta que me dolieron las manos, y se me volvió a abrir la herida del brazo. Me quedé pensativa. Durante un instante consideré la posibilidad de volarle aquella cara perfecta, pero me contuve. Seguro que ya lo lamentaría.
– ¿Puedes mantenerte apartado de mis sueños, por lo menos? -le pregunté.