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– ¡No te resistas! -exclamó en mi cabeza.

Alguien gritaba sin emitir ningún sonido. Era yo. Si dejaba de resistirme, todo sería muy fácil, como ahogarse tras abandonar el esfuerzo de mantenerse a flote. Una muerte apacible. No. No.

– No. -Mi voz me sonó extraña incluso a mí.

– ¿Qué? -preguntó sorprendido.

– No -repetí, y entonces lo miré a la cara. Me enfrenté a su mirada, a todo el peso de los siglos que asomaba detrás de aquellos ojos. Fuera lo que fuera, el poder que me convertía en reanimadora y me ayudaba a levantar muertos estaba allí en aquel momento. Lo miré a los ojos y me quedé quieta.

– En ese caso -dijo sonriendo lentamente-, iré yo hacia ti.

– No, por favor, por favor -dije. No podía retroceder. Su mente me tenía presa; era como acero cubierto de terciopelo. Me costaba horrores no avanzar, no correr a su encuentro.

Se detuvo cuando nuestros cuerpos estuvieron a punto de tocarse. Tenía los ojos de un marrón homogéneo y perfecto, sin fondo, infinito. Aparté la mirada. El sudor me corría por la frente.

– Hueles a miedo, Anita. -Me recorrió el contorno de la mejilla con una mano fría. Empecé a temblar de forma incontrolable. Me acarició los rizos con los dedos-. ¿Cómo puedes enfrentarte a mí de este modo?

Sentí su aliento, cálido como la seda, recorrerme la mejilla y llegar hasta el cuello, aún más caliente y cercano. Emitió un suspiro profundo y tembloroso, y su deseo me estremeció la piel. Se me formó un nudo en el estómago. Siseó en dirección al público, y se oyeron chillidos de terror. Iba a hacerlo.

El pánico me sacudió como una descarga de adrenalina cegadora, y me aparté de él. Caí de bruces en el escenario y me alejé a gatas.

Un brazo me agarró por la cintura y me levantó. Grité mientras daba un golpe hacia atrás con el codo. El codazo dio en el blanco, y lo oí expulsar el aire, pero el brazo me sujetó con más fuerza. Apretó y apretó; me estaba aplastando.

Me estiré la manga para desgarrar la tela. Él me arrojó al suelo, boca arriba, y se agachó sobre mí con la cara desfigurada por el hambre. Enseñó los dientes, y los colmillos relucieron.

Alguien, un camarero, había subido al escenario, y el vampiro le lanzó un bufido. Le caía un reguero de saliva por la barbilla; no quedaba nada humano en él.

Se abalanzó sobre mí en un arrebato de hambre. Apreté el cuchillo de plata hacia su corazón, y un hilo de sangre le recorrió el pecho. Gruñó, y le rechinaron los colmillos como a un perro encadenado. Grité.

El terror había anulado su poder sobre mí; ya no sentía nada, excepto miedo. El vampiro atacó y se clavó la punta del cuchillo. Me empezó a caer sangre en la mano y en la blusa. Su sangre.

De repente, Jean-Claude estaba allí.

– Suéltala, Aubrey.

El vampiro emitió un gruñido grave y profundo, un sonido animal.

– ¡Quítamelo de encima o lo mato! -exclamé con voz débil y aguda por el miedo; parecía una niña.

El vampiro echó la cabeza hacia atrás y se cortó los labios con los colmillos.

– ¡Quítamelo de encima!

Jean-Claude empezó a hablar en francés, en voz baja. Aunque yo no podía entenderlo, su voz era aterciopelada y tranquilizadora. Se arrodilló junto a nosotros y siguió hablando. El otro vampiro gruñó, alargó la mano y lo agarró de la muñeca. Jean-Claude dejó escapar un gemido, aparentemente de dolor.

¿Tendría que matarlo? ¿Podría clavarle el cuchillo del todo antes de que me destrozara la garganta? ¿Sería muy rápido? La mente parecía funcionarme a una velocidad increíble, y me daba la impresión de que tenía todo el tiempo del mundo para decidirme a actuar.

Noté que el peso del vampiro se trasladaba a mis piernas.

– ¿Puedo levantarme? -preguntó con voz ronca, pero tranquila. Volvía a tener una cara humana, agradable y hermosa, pero se había roto la quimera. Lo había visto sin máscara, y la imagen se me había quedado grabada para siempre.

– Apártate de mí, despacio.

Sonrió, extendiendo los labios lenta y confiadamente. Se apartó de mí con lentitud humana. Jean-Claude le hizo un gesto, y él retrocedió hasta situarse cerca del telón.

– ¿Cómo estás, ma petite?

– No sé -dije agitando la cabeza mientras miraba el cuchillo lleno de sangre.

– No quería que ocurriera esto. -Me ayudó a sentarme, y se lo permití. La sala estaba en silencio. El público sabía que algo había salido mal. Había visto la verdad oculta tras la máscara, y muchas caras estaban pálidas y asustadas.

La manga derecha me colgaba, desgarrada, de donde me la había arrancado para coger el cuchillo.

– Guarda eso, por favor-dijo Jean-Claude.

Lo miré y por primera vez le vi los ojos sin sentir nada. Nada, salvo vacío.

– Te doy mi palabra de honor de que saldrás de aquí sana y salva. Guarda el cuchillo.

Me temblaban tanto las manos que necesité tres intentos para meter el cuchillo en la funda. Jean-Claude me sonrió con los labios apretados.

– Vamos a bajar del escenario -dijo, y me ayudó a ponerme en pie. Si no me hubiera sostenido, me habría caído al suelo. Me agarró con fuerza la mano izquierda, y el encaje de su manga me rozó la piel. De suave no tenía nada.

Jean-Claude le tendió la otra mano a Aubrey.

– No temas -me susurró cuando traté de apartarme-, te protegeré. Lo prometo.

No sé por qué, pero lo creí; quizá porque no tenía a nadie más en quien creer. Nos arrastró a Aubrey y a mí a proscenio.

– Esperamos que hayan disfrutado de nuestra modesta representación -dijo con una voz sensual que acarició al público-. Ha sido muy realista, ¿verdad?

El público se agitó incómodo; las caras mostraban miedo.

Jean-Claude sonrió y le soltó la mano a Aubrey. Me desabrochó el puño y me subió la manga, para dejar al descubierto la quemadura. La marca oscura de la cruz resaltaba en la piel. El público seguía callado, sin comprender. Jean-Claude se apartó el encaje del pecho y mostró su quemadura en forma de cruz.

Hubo un momento de estupefacción y silencio; después estallaron los aplausos. A nuestro alrededor rugían los gritos y los silbidos. Me habían tomado por vampira, y creían que todo había sido un número. Miré la cara sonriente de Jean-Claude y las dos quemaduras; en su pecho, en mi brazo.

Jean-Claude tiró de mí hacia abajo para que me agachara, y me obligó a saludar al público.

– Tenemos que hablar, Anita -susurró cuando el aplauso empezó a decaer por fin- -. La vida de tu amiga Catherine depende de lo que hagas.

– Maté a los monstruos que me dejaron esta cicatriz -dije, mirándolo a los ojos.

Me dedicó una amplia sonrisa sin mostrar apenas los colmillos.

– Qué encantadora coincidencia. Yo también.

Capítulo 7

Jean-Claude nos llevó entre bastidores. Otro bailarín vampiro esperaba para salir a escena. Iba vestido de gladiador, con su peto de metal y su espada corta.

– Cualquiera sostiene el espectáculo después de vuestro número. Mierda. -Apartó el telón bruscamente y salió a escena dando grandes zancadas.

Catherine se acercó; estaba tan pálida que las pecas le resaltaban como manchas de tinta. ¿Estaría yo igual de pálida? No, mi tono de piel no daba para tanto.

– Dios mío, ¿cómo estás? -preguntó.

Pasé con cuidado por encima de un montón de cables que serpenteaban por el suelo y me apoyé en la pared. Empecé a recordar cómo se respiraba.

– Bien -mentí.

– ¿Qué ha pasado, Anita? ¿Qué ha ocurrido en el escenario? Tú tienes de vampira tanto como yo.

Aubrey emitió un siseo apagado a su espalda, y los colmillos le hicieron brotar sangre de los labios. Una risa silenciosa le hacía temblar los hombros.

– ¿Anita? -insistió Catherine, cogiéndome del brazo.

La abracé, y me devolvió el abrazo. No iba a permitir que muriera de aquel modo. Ni hablar. Se apartó y me miró a la cara.