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—Reagan —dije.

Él se dirigía hacia la puerta. Se volvió.

—¿Sí. jefe?

—Quiero que envíes un mensaje por radiotipo al Centro Terrestre. Y que quede clarito: Dimito.

—Muy bien, jefe —salió y cerró la puerta.

Me recliné en mi sillón y cerré los ojos para pensar. Se acabó. A menos que corriera tras Reagan y le dijera que no enviara el mensaje, se había terminado y era irrevocable. El Centro Terrestre es bastante curioso: la dirección es muy generosa en algunos aspectos, pero en cuanto dimites, nunca te dejan cambiar de opinión. Es una regla férrea, y noventa y nueve veces de cada cien está justificada en los proyectos interplanetarios e intergalácticos. Un hombre debe ser entusiasta al ciento por ciento con su trabajo para sacarle rendimiento. y cuando éste se le hace cuesta arriba, se acabó el atractivo.

Sabía que el período medio estaba a punto de terminar, pero de todas formas permanecí allí sentado con los ojos cerrados. No quería abrirlos para mirar el reloj hasta que pudiera verlo como reloj, y no como lo que fuera esta vez. Permanecí allí y pensé.

Me sentía un poco dolido con la indiferencia con que Reagan había aceptado el mensaje. Había sido buen amigo mío durante diez años: al menos podía haber dicho que sentía que me marchara. Naturalmente, había una buena probabilidad de que él consiguiera un ascenso, pero aunque estuviera pensando en eso. podría haber sido un poco diplomático. Al menos, podría haber…

«Oh. deja de compadecerte —me dije—. Has acabado con Placet y has acabado con el Centro Terrestre, y vas a volver a la Tierra muy pronto, en cuanto te releven. y allí podrás conseguir otro empleo, probablemente otra vez en la enseñanza.»

Pero maldito fuera Reagan de todas formas. Había sido alumno mío en la ciudad terrestre de Poly. y yo le había conseguido este trabajo en Placet. y era buena cosa para un joven de su edad, administrador auxiliar de un planeta con una población de casi mil personas. Respecto a eso. mi trabajo era bueno para un hombre de mi edad: sólo tengo treinta y uno. Un trabajo excelente, excepto que no se puede levantar un edificio que no vaya a caerse una y otra vez y… «Deja de lloriquear —me dije—. Ya has terminado aquí. De vuelta a la Tierra y a la enseñanza otra vez. Olvídalo.»

Estaba cansado. Apoyé la cabeza sobre los brazos y debí dar una cabezada durante un minuto.

Desperté con el sonido de unos pasos que recorrían el pasillo; no eran los pasos de Reagan. Vi que las ilusiones estaban mejorando. Era (o parecía ser) una espléndida pelirroja. No podía serlo, naturalmente. Hay unas cuantas mujeres en Placet, la mayoría esposas de técnicos, pero…

—¿No me recuerda, señor Rand? —dijo ella.

Era una mujer; su voz era una voz de mujer, y era hermosa. También sonaba vagamente familiar.

—No diga tonterías. ¿Cómo puedo reconocer nada a mitad de período…? —dije.

Mis ojos vieron de refilón el reloj más allá de su hombro, y se trataba de un reloj y no de una corona funeraria o un nido de cuco, y advertí súbitamente que el resto de la habitación había vuelto a la normalidad. Y eso significaba que el período medio se había acabado y ya no estaba viendo cosas.

Mis ojos volvieron a la pelirroja. Advertí que debía de ser real. Y de repente la reconocí, aunque había cambiado, y mucho. Todos los cambios eran mejoras, aunque Michaelina Ittow había sido una muchacha muy hermosa cuando estaba en mi clase de tercer curso de botánica extraterrestre en el instituto de Poly, cuatro…, no. cinco años atrás.

Entonces era bastante bonita. Ahora era hermosísima. Era apabullante. ¿Cómo la habían dejado escapar los teleshows? ¿O no lo habían hecho? ¿Qué estaba haciendo aquí? Debía haber bajado del Arca, pero… advertí que todavía la estaba mirando con la boca abierta. Me levanté tan rápidamente que casi me caí sobre la mesa.

—Claro que la recuerdo, señorita Ittow —tartamudeé—. ¿No quiere sentarse? ¿Cómo ha venido aquí? ¿Han relajado la regla de no visitantes?

Ella sacudió la cabeza, sonriente.

—No soy una visitante, señor Rand. El Centro anunció una secretaria técnica para usted, y yo solicité el trabajo y lo conseguí, sujeto a su aprobación, naturalmente. Estoy a prueba durante un mes.

—Magnifico —dije. Era una obra maestra de expresión. Empecé a elaborarlo—. Maravilloso.

Alguien se aclaró la garganta. Miré alrededor; Reagan estaba en la puerta. Esta vez no como un esqueleto azul o como un monstruo de dos cabezas. Simplemente Reagan.

—La respuesta a su radiotipo acaba de llegar —dijo.

Se acercó y la colocó sobre mi mesa. La miré. «Muy bien. 19 de agosto», decía. Mi momentánea esperanza de que no hubieran aceptado mi dimisión se perdió entre los pájaros widgie. Había sido tan breve como yo.

19 de agosto… la siguiente llegada del Arca. Desde luego. no perdían el tiempo, mío ni de ellos. ¡Cuatro días!

—Pensé que querría saberlo de inmediato, Phil —dijo Reagan.

—Sí —le dije. Lo miré—. Gracias.

Con un poco de resentimiento (o tal vez algo más que un poco), pensé: «Bien, amigo mío. no te han dado el trabajo, o el mensaje lo diría; envían un reemplazo con la siguiente Arca.»

Pero no lo dije; la capa de civilización era demasiado densa.

—Señorita Ittow, me gustaría presentarle… —dije. Ellos se miraron y empezaron a reírse, y yo recordé. Naturalmente, Reagan y Michaelina habían estado en mi clase de botánica, igual que el hermano gemelo de Michaelina. Dimitri. Sólo que, por supuesto, nadie llamaba a los gemelos pelirrojos Michaelina y Dimitri. Cuando se les conocía, eran Mike y Dim.

—Me encontré con Mike al salir del Arca —dijo Reagan—. Le dije cómo encontrar el camino de la oficina, ya que no estuvo allí para hacer los honores.

—Gracias —dije—. ¿Llegaron las barras reforzantes?

—Supongo. Descargaron algunas cajas. Tenían prisa por volver a despegar. Se han ido.

Gruñí.

—Bueno, comprobaré los albaranes —dijo Reagan—. Sólo vine para darle el radiotipo; pensé que querría conocer la buena noticia inmediatamente.

Salió, y me lo quedé mirando. Gusano. Le…

—¿Empiezo a trabajar inmediatamente, señor Rand? —preguntó Michaelina.

Salí de mi ensimismamiento y logré forzar una sonrisa.

—Claro que no. Primero querrá echar un vistazo a los alrededores, ¿no? Ver el escenario y acostumbrarse. ¿Quiere dar un paseo hasta el pueblo para tomar una copa?

—Desde luego.

Recorrimos el caminito hasta el pequeño grupo de edificios, todos pequeños, de un solo piso y cuadrados.

—Es…, es bonito —dijo ella—. Parece que estoy caminando en el aire, me siento tan liviana… ¿Cuál es exactamente la gravedad?

—Cero setenta y cuatro —dije—. Si pesa… hum…, cincuenta kilos en la Tierra, aquí pesa alrededor de treinta y cinco. Y en usted, sienta bien.

Ella se echó a reír.

—Gracias, profesor… Oh, claro; ya no es profesor. Ahora es mi jefe, y debo llamarle señor Rand.

—A menos que esté dispuesta a llamarme Phil, Michaelina.

—Si usted me llama Mike: detesto Michaelina casi tanto como Dim odia Dimitri.

—¿Cómo está Dim?

—Bien. Tiene un trabajo de instructor en Poly, pero no le gusta mucho —miró el pueblecito—. ¿Por qué tantos edificios pequeños en vez de unos cuantos más grandes?

—Porque la vida media de cualquier estructura en Placet es de unas tres semanas. Y nunca se sabe cuándo se va a caer… con alguien dentro. Es nuestro mayor problema. Todo lo que podemos hacer es construirlos pequeños y livianos, excepto los cimientos, que hacemos lo más fuerte posible. Hasta ahora, nadie ha sido herido de gravedad en el derrumbe de un edificio, pero… — ¿Lo nota?