– Ahora besa la Biblia con esa bocaza que tienes.
Willy besó la Biblia hasta que quedó empapada de saliva.
– No te educarían los jesuítas, espero -dijo Dave-. Esos tipos eran tan tramposos que podían jurar una cosa, pensar otra, besar la Biblia y salirse con la suya gracias a la doctrina de la evasiva.
– No, tío, no.
– Vale, te creo.
Dave se puso de pie y tomó otro sorbo de su bebida.
– De acuerdo. Ahora voy a desatarte. Pero recuerda: tengo esa pequeña Phoenix Arms 22 en el bolsillo. Si tratas de ser desagradecido, te libraré de parte de la presión que tienes en ese cerebro tuyo. Te proporcionaré otro agujero por donde respirar. ¿Lo tienes claro?
– Sí, sí.
Dave desató a Willy y se apartó mientras el hombretón, lenta y doloridamente, se sentaba en el suelo. Willy se palpó los testículos y luego apoyó la palma de la mano con cuidado en el ojo herido. Con el ojo bueno miró, a través de la habitación, al hombre que ahora estaba sentado en un gran sofá de color crema. Extendidos por el suelo frente a Delano, como en el anuncio de Jerry Seinfeld para American Express, estaban los resultados de lo que parecía haber sido una importante jornada de compras: varios pares de zapatos, montones de camisas de vestir y deportivas, jerseys y pantalones y un ordenador portátil de la marca Apple nuevecito. No había nada barato a la vista. Incluso la suite, con el balcón corrido y vistas al mar, tenía toda la pinta de costar tres o cuatrocientos dólares la noche.
– ¿Cómo va el ojo? -preguntó Dave.
– Duele.
– Lo siento Moose. Coge una toalla del baño si quieres y un poco de hielo de la nevera. Hazte una compresa fría. Evitará que suba mucho la inflamación.
– Gracias, tío.
Moose fue a buscar el hielo. Lamentaba el final de su negocio del hielo con su primo Tommy. Si no hubiera sido por eso, ahora no estaría allí, arriesgándose a perder un ojo. Quizás no estuviera hecho para los asuntos duros, después de todo. Tenía que haber algo más fácil.
Mientras miraba cómo Willy se preparaba la compresa fría, Dave sintió pena por el mendrugo, aunque estaba seguro de que le habría roto los dedos como había dicho, y sin remordimiento alguno.
– Puedes decirle a Tony lo decepcionado que me siento -dijo Dave. -Y añadió, cruel-: Cuando lo veas.
– Si lo veo -dijo Willy con amargura-. Este jodido ojo. Creo que me has dejado ciego.
– Decepcionado, pero no rencoroso. Dile que, pese a este pequeño malentendido, seguimos siendo amigos. Dile eso. Quizás incluso futuros socios. Eso es, dile a Tony que quiero proponerle un negocio. Que puede ser algo grande. Eso tendría que tranquilizarlo… Dile que me pondré en contacto con él a través de Jimmy Figaro.
Willy recogió el Magnum y lo deslizó en la cartuchera del interior de sus pantalones. Buscó con la mirada la 22, pero recordó que estaba en el bolsillo de Delano. Dave comprendió qué buscaba y después de sacarla la levantó, como sopesándola, en la mano.
– Me quedaré con ésta un poco más -dijo-. La primera regla de la autodefensa: tener un arma.
– ¿Puedo marcharme ya?
Willy sonaba contrito, contrito y preocupado.
– Querría ir a un hospital.
– Claro, pero ¿no te olvidas de algo?
Dave señaló con la cabeza los pies descalzos de Willy y las cerillas que llevaba entre los dedos.
– Tus quesos, tío.
Willy empezó a sacarse las cerillas.
– Nunca pensé que fueras un Dennis Hopper, tío -dijo Willy, sacudiendo la cabeza-. Con ese traje, no pareces tan duro. Te pareces más a un universitario.
– Con frecuencia, el hábito sí que hace al monje -dijo Dave-. Pero tendrías que haberme visto a las ocho de la mañana.
Willy se metió en el bolsillo uno de los libritos de cerillas.
– Un recuerdo -dijo-. Los colecciono.
– Pues éste seguro que no lo olvidas, ¿eh? -comentó Dave.
– ¿Lo habrías hecho de verdad? ¿Les habrías prendido fuego a mis dedos?
Dave se encogió de hombros.
– Moose, yo mismo me lo he estado preguntando.
6
La agente especial Kate Furey miró por la ventana de la sala de reuniones del tercer piso de la central del FBI, y reprimió un profundo bostezo cuando su jefe, el agente especial adjunto al mando, Kent Bowen, empezó a contar la historia. Era uno de esos relatos crueles y desagradables que tanto parecían complacer a sus compañeros masculinos. La mayoría estaba ya sonriendo porque todos sabían que la historia trataba de cómo Bolívar Suárez, un primo del embajador de Colombia, y uno de los más importantes traficantes de cocaína de Miami, había encontrado prematuramente la muerte hacía dos noches.
– Tendríais que ver dónde vivía ese cabrón, en Delray Beach. Joder, casi una hectárea al lado del mar. Y la casa es como en las películas de James Bond. Mil metros cuadrados de color gris plomo, parece el museo Guggenheim de Nueva York. Pero por dentro es un palacio de puta madre. Suelos de mármol, puertas y ventanas de caoba, y accesorios y luces de art déco traídos de París. Ya os hacéis la idea. Diez millones de dólares de lujo asiático en Florida.
»Bueno, ésa es la escena del crimen. Al mamón le gustaba el arte, a lo grande. Cuadros por todas partes. Debe de haber mantenido activas a algunas de esas galerías de Nueva York él solo. Moderno, pero nada de basura, ¿sabéis? Quiero decir que no sé nada de arte, pero incluso yo pude ver que algunos de aquellos artistas tenían verdadero talento. Un montón de cosas de Escocia, de Glasgow, que me gustaron, claro. El mamón seguro que creía que Glasgow era un fabricante de cristaleras dobles. También un montón de cosas de Sudamérica. Supongo que eso sí lo conocía. Frida Kahlo, Diego Rivera. Lo que queráis. El hijo de puta lo tenía todo en una estructura con luz desde arriba. Algo muy particular; como si no pudiera clavar una mierda de clavo en la pared. Tenía los cuadros colocados como si él fuera un puto experto. Se dice que una vez le dio una paliza a la niñera de sus hijos porque rozó por descuido una de esas telas. Y cuando digo que le dio una paliza, quiero decir una paliza. Por lo visto, utilizó una de esas especie de porras Romitron -ya sabéis, eso que lleva una bola y una cadena de plástico- para pegarle en las manos. Estuvo a punto de dejarla lisiada. Nadie tocaba esos cuadros más que el mismísimo hijo de puta.
Desde la central, en la Segunda Avenida, Noroeste, sólo había un par de minutos en coche hasta el edificio de apartamentos en la Isla Williams donde estaba el hogar de Kate. Por lo menos, había sido su hogar hasta que se divorció. Howard, su marido, y socio de uno de los bufetes de abogados más importantes de Miami, había pagado 900.000 dólares por el piso. Los abogados de Kate le habían dicho que era posible que el apartamento llegara a ser suyo como parte del acuerdo. Pero a ella no le parecía justo que él no se quedara con la mitad. Además, no le apetecía precisamente quedarse allí, teniendo en cuenta todas las secretarias del bufete que Howard se había ido follando allí cuando, como ahora, Kate tenía que trabajar hasta tarde.
– Esta información tiene que haber llegado a alguien de uno de los otros cárteles -continuó Bowen, mirando de reojo a Kate-. Alguien que quería ver al cabrón muerto. Podéis escoger. Joder, hay más que suficientes. Bueno, fuera quien fuese, actuaron con mucha inteligencia. Lo prepararon todo mientras el cabrón estaba en Bogotá. La finca estaba bien guardada por el lado de la carretera. Cámaras, sensores, el equipo de seguridad al completo. Pero no tanto por el lado del mar. Como si el pringado no supiera que existen los barcos. Como sea, la lancha número siete de los Guardacostas de Delray informa que vieron una especie de lancha deportiva de alta velocidad anclada a unos tres kilómetros de la costa, frente a la playa municipal, la noche antes de que le dieran al cabrón. Sam Brockman cree que dejaron a un submarinista en el agua y que nadó hasta la orilla y se coló en la finca Suárez, amparándose en la oscuridad de la noche. Sólo había un vigilante en la playa. Y dice que no vio nada. ¿Kate?