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– ¿Se siente bien señor Figaro? Está un poco pálido.

Figaro, que no estaba casi nunca al sol, apartó la mirada del abrigo de piedra y la miró a los ojos. Durante un momento no dijo nada; luego se echó a reír.

– Estoy bien, Carol -replicó y empezó a reírse de nuevo, sólo que esta vez no pudo parar, hasta que tuvo que quitarse las gafas y apoyarse con las dos manos en la mesa, llorando y llorando a lágrima viva.

2

La mañana en que soltaron a Dave Delano de la Penitenciaría de Miami, en Homestead, pasaron dos cosas.

Una fue que Benford Halls, que hacía poco había sido transferido desde Homestead a la Penitenciaría del Estado en Stark, fue ejecutado. Aunque Stark estaba a muchos cientos de kilómetros al norte, las circunstancias de las últimas horas de Halls -transmitidas meticulosamente por casi todas las emisoras de radio y televisión de Florida- provocaron mucha ira y resentimiento entre los reclusos de Homestead. No sólo le habían hecho esperar durante varias horas después de las once de la noche, la hora prevista, debido a un problema con la antigua silla eléctrica, sino que, además, según las noticias, se había permitido al actor de cine Calgary Stanford presenciar la ejecución para preparar un papel de condenado a muerte que iba a representar pronto.

Dave Delano tenía buenas razones para recordar a Benford Halls. Los dos habían sido sentenciados en el mismo juzgado de Miami, el mismo día, hacía exactamente cinco años. Que Dave hubiera cumplido la totalidad de su condena -desde 1987, la libertad condicional había quedado más o menos eliminada para los presos federales- no parecía tan malo cuando lo comparaba con la espera de cinco años para que te ejecutaran delante de un actor de cine cualquiera. Si eso no era algo cruel y fuera de lo corriente, entonces Torquemada debió de ser una de las personas más humanitarias del mundo.

La segunda cosa que sucedió fue que Dave recibió una carta por correo aéreo. Era de Rusia y estaba escrita con la letra inconfundible y clara de Einstein Gergiev, y con su estilo críptico. Gergiev había salido de Homestead unos seis meses antes que Dave, después de cumplir ocho años de condena por pertenecer al crimen organizado. Liberado y deportado, por ser un inmigrante indeseable.

Puede que fuera un indeseable, pero gracias a él, Dave había empleado muy bien su período de reclusión. Había sido Gergiev quien lo había convencido de que tenía verdadera facilidad para las lenguas y que las peculiaridades del sistema penal le permitirían estudiar y perfeccionarse como la gente en libertad sólo podía soñar. Sólo unos meses antes de que una enmienda a la Ley Penal de 1994 prohibiera que se concedieran a los reclusos becas federales para la educación superior, Dave había obtenido un diploma de ruso. Su español siempre había sido bueno. Crecer en el South Beach de Miami, era igual que estar en Cuba, para lo que te servía el inglés. Y cuando estaba moreno, con sus ojos y su pelo oscuros, casi podía pasar por uno de los marielitos que habían ayudado a que Miami fuera la antigua capital del crimen de Estados Unidos. El potencial de Dave como estudiante de ruso bien podía venir de que era hijo de un inmigrante judío ruso, que había huido de la Unión Soviética después de la guerra. El nombre real de su padre era Delanotov, que cambió por Delano al llegar a Estados Unidos, escogiendo el segundo apellido del anterior presidente [Roosevelt] a fin de aumentar sus perspectivas de futuro, escasas como eran. Pasó los siguientes treinta años, cuando no estaba borracho, instalando sistemas de aire acondicionado en yates de lujo. Movido por el amor y la gratitud hacia su país de adopción y por el odio hacia el que había dejado atrás, el padre de Dave no volvió a hablar su lengua materna nunca más.

Dave miró el matasellos y sacudió la cabeza. Hacía cinco semanas que la habían enviado. Otro día más y él ya no hubiera estado allí.

– Mierda de Aeroflot -murmuró antes de leer cuidadosamente la carta, escrita en ruso. Los precios, la delincuencia y la incompetencia del gobierno; no sonaba demasiado diferente de lo que sucedía en casa. Dave leyó la carta varias veces, consultando en el diccionario varias de las palabras más difíciles para estar seguro de lo que significaban. Hablar ruso era mucho más fácil que leerlo. El alfabeto cirílico no tenía nada que ver con el sistema de escritura occidental, era otra historia. Para empezar tenía seis letras más que las utilizadas en inglés.

Cuando el carcelero vino para escoltarlo hasta la libertad, Dave ya había memorizado el contenido de la carta y la había tirado al váter, bajo la mirada de su compañero de celda, Ángel, que estaba tumbado en silencio en la litera de arriba. Siempre era duro que pusieran en libertad al tipo con quien compartías celda. Su partida te hacía darte cuenta de que tú seguías en prisión. Igualmente inquietante era la perspectiva de un nuevo compañero. ¿Y si era marica?

– El tío recibe una carta y lo sueltan en un mismo día -masculló Ángel-. No sé, pero no parece justo.

Dave cogió la caja de cartón que contenía sus libros, cuadernos, correspondencia y reproducciones de cuadros, se la metió debajo de un brazo musculoso y luego se tiró de la barba estilo Tío Sam que le ayudaba a disimular sus facciones juveniles.

– Bueno, tío, me largo.

Ángel, un hispano alto, con un diente de oro, bajó, lo abrazó con afecto, y trató de no ponerse a llorar. Tamargo, el carcelero, grande como un camión, esperaba pacientemente en el pasillo al otro lado de la puerta de la celda.

– Te dejo todo lo que había en el armario. Todas esas porquerías. Caramelos, vitaminas, cigarrillos. Pero fúmatelos pronto – dijo Dave riendo-. Fúmatelos o cámbialos por algo. Pronto estará prohibido fumar en esta cárcel, como en todas partes, y no valdrán una mierda.

– Gracias tío. Te lo agradezco.

– Cuídate. Estarás fuera dentro de muy poco.

– Ya. Claro.

Sin decir nada más, Dave se volvió y siguió a Tamargo por la galería de la planta baja, gritando adioses a los demás prisioneros y tratando de no parecer demasiado contento. Sentía una especie de náusea, la misma sensación que tenía cuando estaba a punto de hacer un examen o enfrentarse a un tribunal. Pero eso no era nada, comparado con lo que debió de pasar Benford Halls. Dave sintió un escalofrío.

– A la mierda -murmuró.

– ¿Has dicho algo? -le preguntó Tamargo.

– No, señor.

Salieron del moderno edificio de dos plantas y, cuando cruzaban el bien cuidado césped, Dave se dio cuenta de que era la primera vez que le permitían pisar la hierba. Era en esas pequeñas cosas donde se descubría la libertad.

En el edificio donde estaba la lavandería y el almacén de provisiones, se sometió dócilmente a la última indignidad que el sistema tenía que infligirle: que le hicieran desnudarse para registrarlo. Era una repetición de la forma en que había ingresado en el sistema. Se quitó el uniforme de la cárcel, e inclinándose se abrió las nalgas para que uno de los guardias pudiera inspeccionarle el ano. Luego le devolvieron su verdadera ropa y empezó a ponerse la chaqueta deportiva, la camisa y los pantalones que había llevado el último día de su proceso. Se sorprendió al ver que la chaqueta le estaba pequeña y los pantalones grandes.

– Ojalá me dieran un dólar por cada vez que veo esto -dijo el funcionario que registraba la caja con las cosas personales de Dave, riendo a carcajadas y mirando a sus compañeros, a quienes también divertía la situación-. Te pasas cinco años levantando pesas como si fueras un jodido Arnold Schwarzenegger y luego te preguntas por qué no te va bien la ropa.