– Bien, tú conoces los barcos, pero yo conozco la ley. Probablemente sabrás que fui ayudante del sheriff en la ciudad de Dodge antes de incorporarme al FBI.
Kate asintió aburrida.
– Claro que eso fue hace muchos años. Y Dodge ya estaba limpia antes de que yo llegara. -Soltó la conocida risita que Kate había aprendido a odiar-. El viejo Wyatt Earp se encargó de eso. Una de las razones por las que me incorporé al FBI fue para escapar de allí. Pero no antes de aprender el oficio a las malas. En la calle. En el único sitio que hay para desarrollar el olfato. Y ahora mismo mi nariz me dice que, por lo menos, tendríamos que comprobar esa teoría mía, la del casco hecho con cocaína y todo eso. ¿Dices que conoces los barcos?
– Sí, señor.
– Entonces quiero que vayas a hablar con algunos constructores de barcos y les preguntes si puede hacerse. He oído lo que me has dicho sobre los depósitos de combustible, Kate, pero me parece que te han dado gato por liebre. Esos chicos tienen mucha más inventiva de la que crees. Nunca tienes que subestimar a tu oponente.
Kate le devolvió la sonrisa mientras él se daba golpecitos en la sien con el índice. Subestimar a su jefe empezaba a parecerle casi imposible.
– Piensa a lo grande. Eso es lo que ellos hacen. Eso es lo que yo hago. Esos cabrones no se ajustan al género corriente. Y nosotros tampoco Kate. Y cuando veas si puede hacerse -y a mí francamente me sorprendería mucho que no fuera posible-, bueno, entonces, quizás puedas organizar algún tipo de equipo que vaya a ese dique seco y eche una mirada más de cerca al casco. Apuesto a que encontrarás algún tipo de anomalía.
– Una anomalía, claro.
Kate se contuvo cuando estaba a punto de hacer un comentario que sabía que luego lamentaría. Quería decirle que, por supuesto, había alguna clase de anomalía, sin ninguna duda. Normalmente su jefe tenía un cerebro dentro de su maldita cabeza.
Cuando conducía hacia su casa aquella noche, a lo largo de las calles bordeadas de higueras de Bengala de la zona norte de Miami, tenía sintonizada la Magic 102,7, una emisora para viejales, y sonaba una de las primeras canciones de los Rolling Stones, que le encantaba. Y aunque ya la había oído miles de veces y se sabía la letra de memoria, mientras canturreaba, se dio cuenta de que estaba pensando en Kent Bowen y en cómo iba a demostrarle que se equivocaba.
El tiempo jugaba a su favor.
9
En la suite de Dave, sonó el teléfono. Era Jimmy Figaro.
– ¿Tienes pasaporte?
– Lo tienes tú -dijo Dave.
– ¿Ah, sí?
– Tuve que entregarlo antes del juicio. ¿Recuerdas?
– Si tú lo dices… ¿Será válido todavía?
– Tendría que serlo, sí.
– Bien, déjame que le pida a Carol que lo busque y luego te vuelvo a llamar.
– Me alegro de que me lo hayas recordado. Hubiera tenido que llamarte de todos modos para preguntarte. ¿Significa eso que el trabajo está en marcha?
– Yo no sé nada de ningún trabajo.
– Ah, sí, ya me acuerdo. Tus necesidades son sólo conocer lo básico.
– Lo único que sé es lo que Al Cornaro me ha dicho.
– ¿Y es?
– Que tú y él voláis a Costa Rica.
– ¿Costa Rica? ¿Qué hay en Costa Rica?
– Un café bastante bueno, la última vez que miraron. Tal vez podrías traerme algunos granos.
– ¿Por quién me tomas, Jimmy? ¿Starbucks o algo parecido?
– Eso y un barco. Al dijo que te ha encontrado un barco.
– Estupendo. ¿Dijo qué clase de barco?
– El de Vacaciones en el mar. ¿Cómo cojones quieres que lo sepa? Soy abogado, no Herman Melville.
– Sí, bueno, vuelve a llamarme más tarde, Ismael. Por lo del pasaporte, ¿vale?
San José, la capital de Costa Rica, está a mil quinientos kilómetros al sur de Miami y a dos horas y media de vuelo a bordo de un reactor de American Airlines lleno de turistas que iban en busca de surf difícil y sexo fácil.
Dave regresó del lavabo a su asiento de primera clase y dijo:
– Este vuelo… ahí detrás parece el de El gran miércoles.
– ¿Big qué?
– Una película sobre surf. John Milius. Todo sobre la ola perfecta.
Al gruñó y volvió a recostarse con su tercer martini al vodka.
– ¿Sabes lo que eso significa para mí? ¿La ola perfecta? Es Madonna diciéndome adiós cuando se va con los niños a pasar seis semanas de vacaciones con su madre.
– Madonna es tu mujer, ¿verdad?
– Verdad.
– ¿Te importa si te hago una pregunta personal?
– No, si a ti no te importa que te parta la boca si te pasas de la raya.
– ¿Por qué sigues casado con ella? Quiero decir, todo el tiempo haces chistes a su costa.
– Son cosas de maridos. No lo entenderías. Ella y yo nos llevamos muy bien. Ella no hace preguntas y eso quiere decir que yo no le cuento mentiras. Como esto de ir a Costa Rica. ¿Qué hago cuando estoy allí? ¿Quizás encontrar un par de bonitas ticas y dejar que me folien? A ella ni se le ocurriría preguntar. Ni olerme los dedos cuando vuelvo a casa. Hay un entendimiento. Un modus vivendi, ¿sabes lo que quiero decir? Además, incluso si quisiera librarme de ella, no lo haría. Soy católico. El matrimonio es para toda la vida. Como el herpes.
Al soltó una risa soez y se acabó la bebida.
– Me alegra saber que el verdadero amor no ha muerto -dijo Dave.
– True Romance. Eso es lo que llamo una película de puta madre. -Al hizo un gesto a la azafata con el vaso y se rió de nuevo-. Eso es lo que un montón de esos tontos del culo playeros van buscando de verdad. El verdadero amor. Por sorprendente que parezca. En Costa Rica, las secciones de anuncios por palabras están llenas de peticiones de norteamericanos cabezas huecas que buscan una bonita tica para sentar cabeza.
– Entonces, ¿ya has estado antes?
– ¿En CR? Sí. Montones de veces.
– ¿Y tú qué andas buscando, Al?
– Yo me conformaré con que me chupen la polla.
Dave miró por la ventana.
– ¿Qué pasa? -exigió Al-. ¿Qué hay de malo en eso?
– Nada, nada de nada.
– Ya sabes que la prostitución es legal en CR. El país es un supermercado legal de coños.
Dave sacó el New Yorker que había comprado en el aeropuerto de la bolsa del asiento y empezó a pasar las páginas.
Al frunció el ceño y dijo:
– ¿Sabes? La mayoría de tíos que acaban de salir de Homestead estarían muy interesados en que se los follaran. ¿Te has vuelto maricón o algo así mientras tenías el culo metido allí?
– No, Al. No me he vuelto maricón mientras estaba allí. Pero la gente que se mete mucho con los maricones, por lo general, está tratando de esconder su miedo a ser gay. ¿Qué me dices a eso, Al?
Al se encogió de hombros.
– Tienes razón, soy gay -dijo soltando otra risa soez-. Soy una lesbiana atrapada dentro del cuerpo de un hombre. Eso quiere decir que me interesa ver cómo se lo hacen dos tías una a otra, antes de hacérmelo a mí. Me parece que con eso casi se cubre mi sexualidad.
Dave se echó a reír.
– Pues yo soy más como uno de esos cabezas huecas de que hablabas, los de los anuncios por palabras. Los que buscan el verdadero amor. Me parece que eso cubriría mis necesidades.
– Tú te lo pierdes.
Al abrió un ejemplar de Penthouse que había comprado en el aeropuerto y empezó a hurgarse la nariz. Se miró el dedo distraído y frunció el ceño al ver que tenía sangre. En un instante empezó a brotarle más sangre de la nariz, en goterones del tamaño de agujeros de bala que iban cayendo sobre la revista y sobre su camisa y sus pantalones de color crema.