– De acuerdo. Esto ya es otra cosa.
– Wahoo, atún… pero sobre todo vienen por el merlin y el pez vela.
– ¿Qué te había dicho? -comentó Al.
– Se está más protegido de los vientos aquí que en la costa de Guanacaste, creo. Pero ni se les ocurra nadar. Está contaminado. Por no hablar de las corrientes y de los tiburones.
– ¿Nadar? Olvídalo -dijo Al, riendo.
– Entonces, ¿a qué vienen a Quepos?
– A recoger un barco -dijo Dave.
– A pescar -añadió Al rápidamente.
Dave miró a Al y frunció el ceño. Al movió la cabeza como si no quisiera que Dave lo contradijera.
– La mayoría de gringos vienen aquí y se traen un montón de cañas y equipo, pero ustedes…
– Nos lo robaron todo en el aeropuerto -explicó Al.
– No hay problema. Les puedo recomendar un sitio. Les proveerán de todo el equipo si quieren. A buen precio, además.
– Gracias, pero no. Hemos hecho una reserva con una empresa de San José. Una compañía charter que se llama Vera Cruz. Todo lo que sé es que está en algún sitio al norte del puente.
Chico preguntó por la dirección en una tienda de regalos y les enviaron a un pequeño ranchito construido sobre postes en el agua frente al puente que llevaba a la ciudad de Quepos. Mientras Al pagaba a Chico, Dave echó a andar por el puerto deportivo, aliviado de estar fuera del coche y tomar algo de aire fresco. Recostado en una colina densamente boscosa, con una playa fangosa delante, Quepos parecía un lugar extraño para encontrarse con una bahía llena de yates de lujo. Un par de chavales hacían cabriolas con unas antiguas bicicletas de montaña, yendo arriba y abajo del puerto frente a una hilera de tiendas y restaurantes. Cuando Al miraba por la puerta de la oficina de Vera Cruz, uno de los chicos se acercó a decirle a Dave que el gringo de la Vera Cruz se había ido a almorzar. Dave le dio un billete de cinco colones y fue a decírselo a Al.
Al señaló hacia el restaurante y dijo:
– Bueno, pues comamos. Tengo el estómago como una canasta de baloncesto. Además, hay un par de cosas que quiero que pongamos en claro. Como qué coño hacemos o dejamos de hacer hasta que yo lo diga. ¿Entendido, capullo?
– Ya que me has invitado tan amablemente, no veo cómo podría negarme, Al.
– Sigue así, y tú y yo nos llevaremos muy bien.
Entraron en el restaurante y pidieron un par de cervezas para cada uno, mientras miraban el menú. Después de unos minutos, Dave se decidió por el arroz y las alubias, mientras que Al elegía tortuga, riéndose desagradablemente al hacer la elección.
– Joder, me gustaría que mi hijo Petey me viera comerme esto. Esa mierda de tortugas Ninja con las que siempre está jugando, me sacan de quicio. Odio a los jodidos hijos de puta verdes. Odio la canción, odio la historia y odio los personajes. Leonardo, Donatello… ¿Qué clase de mundo estamos construyendo para nuestros hijos, eh? Un mundo donde un chico crece pensando que Miguel Ángel es una mierda de tortuga en lugar de un famoso pintor antiguo.
– No tenía ni idea de que te interesara el arte -dijo Dave.
– Todos los italianos estamos interesados en los grandes pintores. Es parte de nuestro patrimonio. En cuanto llegue a casa le voy a contar que me comí una jodida tortuga.
– ¿Y eso no le disgustará?
– Pues claro que le disgustará. Oye, tú no tienes hijos, así que no lo entenderías. Gracias a Hollywood, casi no queda ningún animal que no haya sido convertido en un bonito dibujo animado. Ballenas, ciervos, conejos, elefantitos, cangrejos y tortugas.
– Una tortuga no es un animal, es un reptil.
– Tanto da. «Papá, no te puedes comer a Bambi.» Pues mira, hijito, mira lo que hago.
– Pero, ¿para qué lo haces?
– Es un instrumento de aprendizaje, para eso lo hago. Cuando comes uno de esos animales, le estás enseñando al chico cómo es el mundo real. La mitad de los problemas de los chicos de hoy día tienen que ver con esa mierda de mundos de fantasía. Hay que darle un bocado a la realidad, eso es lo que yo digo. Alimento para la mente. Les ayuda a crecer. Cuando yo era niño veía cómo mi padre mataba constantemente gallinas y pavos. Mis hijos nunca han visto matar ningún tipo de animal. Ni un pez. Aquí hay algo que no funciona. Quizás yo no pueda matar al animal como hacía mi padre. Pero seguro que puedo comérmelo cuando surge la oportunidad.
– ¿Sabes que eres todo un doctor Spock?
– Todos esos chalados en defensa de los animales… La mayoría han sido alimentados con mierda sobre los animalitos y sus encantadoras personalidades. Hay dos cosas que quiero para mis hijos: quiero que sepan quién fue Miguel Ángel, y no quiero que sean vegetarianos. Los maricones son vegetarianos.
– Miguel Ángel era maricón -dijo Dave.
– ¿Quién lo dice?
– Todo el mundo. Mira el David.
– Eso es una gilipollez. Mira, sí Miguel Ángel hubiera sido marica, ¿le habría pedido el Papa que pintara el techo de la Capilla Sixtina? No lo creo.
Dave vio que Al no iba a dejarse convencer, así que sonrió y dijo:
– Una lesbiana atrapada dentro de un cuerpo de mujer, ¿eh? Ahora lo entiendo.
Contento, también él, de cambiar de tema, Al se rió y dijo:
– Sí. Tendrías que haberlas visto a las dos. Se lamieron de arriba abajo. Me gusta verlo. Es un espectáculo estupendo. Tío, apuesto a que Miguel Ángel lo habría pintado si hubiera podido hacerlo sin meterse en líos. ¿Y tú qué? ¿Qué tal lo pasaste?
– Bien -dijo Dave-. Eran buenas.
Al esperó a oír detalles, pero cuando vio que no llegaban, frunció el ceño y dijo:
– Vale, tío listo, éste es el trato. Estamos aquí por un soplo. El capullo dueño del barco que he alquilado, un tío que se llama Lou Malta, le debe dinero a Tony, un huevo de dinero. Con la vigilancia y todo es más de un millón de dólares. Hace seis meses Malta estaba en Fort Lauderdale, para ajustar cuentas y todo iba sobre ruedas. Pero de repente se larga aquí abajo, sin enviarle siquiera una mierda de postal a Tony. Como si desapareciera sin dejar rastro. Pero, fíjate qué jodida coincidencia, el día después de hablar tú con Tony, el detective privado que había contratado para buscar al capullo de Malta le envía por correo electrónico a Tony la longitud y la latitud de su paradero, como si estuviera escrito que el barco tenía que ser para ti y tu aventura. Bueno, Malta no sabe quién soy, pero sería mejor si no le contáramos que acabamos de llegar en avión de Miami y otras mierdas por el estilo que despierten su desconfianza. Así que ten la boca cerrada y déjame hablar a mí, y el barco será tuyo para todo el largo y cálido verano.
– ¿Qué hay de Malta?, ¿vas a matarlo, Al?
– No, a menos que él me obligue.
– Yo no pienso ayudarte a matarlo.
– Créeme, la sangre no está en el menú de hoy.
– ¿Ni siquiera como instrumento de aprendizaje?
Al se encogió de hombros:
– Ya te he dicho que no, a menos que él me obligue a hacerlo.
– ¿Y qué pasa si yo no te echo una mano?
– Pues que tengo un barco sin nadie que lo lleve a casa. Y tú no tienes barco para tu empresa. Por no hablar del billete de vuelta.
Dave acunó la cerveza fría entre las manos durante un momento preguntándose si tenía alternativa.
– ¿Qué clase de barco es?
Al sacó la cartera, desplegó una fotocopia en blanco y negro y se la pasó:
– Una auténtica belleza. Ochenta pies, veinte de manga, seis de calado. Con dos motores de 1.500 caballos y una velocidad máxima de unos treinta y cinco nudos.
Dave observó el nombre pintado en la popa.
– EL Juarista -dijo-. Vera Cruz. Encaja.
– No sé nada más. Eso y el color; es blanco.