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Dave, frunció el ceño, sospechando que algo iba mal.

– Al, ¿dónde está el jodido maricón?

– Tiene un problema para hablar -dijo Al señalando con el pulgar hacia popa, detrás de él-; está muerto.

Lou Malta yacía en un charco de sangre que se iba agrandando. Parecía algo que acabaran de sacar de las profundidades del océano, las piernas se agitaban espasmódicamente, como si con una buena sacudida pudieran impulsarle de vuelta al agua revitalizadora. El frasco roto había atravesado la garganta de Malta por la mitad con tanta fuerza que le había cortado el cuello desde la línea de afeitado hasta la espina dorsal.

– Me cago en… -exclamó Dave-. ¿Qué ha pasado?

– ¿Qué podía hacer? Trató de hundirme el cráneo, ese mierda de maricón.

Había una llave inglesa tirada en la cubierta a poca distancia del pez martillo, como confirmando la historia de Al. La bolsa de Lou estaba en la parte de dentro de la puerta del salón, como si la hubiera dejado allí antes de salir afuera para atacar a Al. Pero Dave desconfiaba. Era posible que el mismo Al hubiera dejado allí la llave antes de rajar la garganta de Malta con el frasco de recuerdo. Sin embargo, no era el tipo de arma que Dave hubiera escogido para cometer un crimen. Si Al hubiera querido matar a Malta habría escogido algo un poco más manejable. Algo que no hubiera pensado regalarle a su hijo.

Lou Malta dejó de agitarse antes de que Dave pudiera llegar hasta él. Era evidente que no había nada que hacer.

– Entonces, ¿quién ha saltado por la borda? -preguntó Dave.

– Supongo que el chico. Pepe debe haberme visto matar a su amigo y habrá pensado que él era el siguiente.

– Lo cual no es una conclusión poco razonable.

Dave subió al puente superior para ver mejor los alrededores del barco y, a unos cincuenta metros de distancia vio una pequeña silueta que nadaba con fuerza en dirección a tierra firme. Sentándose en el asiento del piloto, de color crema, Dave puso en marcha los motores y asió el timón.

– ¿Qué estás haciendo? -le chilló Al.

– Voy a buscar a Pepe. Son cinco millas hasta la costa, y hay corriente de resaca. No lo conseguirá nunca.

Abajo, en la cubierta de popa, Al no dijo nada. En lugar de ello, empezó a arrastrar el cuerpo de Lou Malta para pasarlo por encima del yugo de popa sin dejar de maldecirlo por cerdo y maricón.

Dave acercó el barco a Pepe, redujo la velocidad y luego le lanzó un salvavidas sujeto por una cuerda. Pero Pepe, después de lo que había presenciado a bordo del barco, estaba demasiado aterrado para cogerlo.

– Venga, Pepe -le dijo Dave gritando-. Coge la cuerda. Nadie va a matarte, muchacho, te lo prometo.

Dejándose flotar durante un momento, Pepe sacudió la cabeza.

– Ni lo sueñes, tío -dijo, y empezó a nadar de nuevo para alejarse del barco.

Dave volvió al asiento del piloto, les dio un poco de gas a los motores y luego redujo la velocidad como antes. Salió de nuevo y habló con Pepe en español, diciéndole amablemente que el otro tipo no había querido matar a Lou, que había sido un accidente; y que además había sido Lou quien había atacado al otro primero. Le concedía a Al el beneficio de la duda. Pasaron diez minutos de esta guisa y Pepe seguía estando demasiado asustado para coger la cuerda.

– Tírale el bote hinchable y salgamos cagando leches de aquí -apremió Al.

Los ojos de Dave detectaron algo más que emergía brevemente en el agua cerca de Pepe. Parecía un inofensivo tarpón, pensó, de entre 35 y 45 kilos de peso; era un buen tamaño. Un bonito color plateado, con una gran aleta dorsal. Para cuando comprendió lo que era, ya habían llegado más, todos atraídos por la sangre del cuerpo de Malta.

El corazón dejó de latirle y gritó con fuerza a Pepe:

– ¡Cuidado! ¡Pepe, sal del agua! ¡Por todos los santos, coge la jodida cuerda!

Al parecer sin darse cuenta de la presencia de los tiburones, Pepe sacudió la cabeza como si el furioso arrebato de Dave sólo hubiera servido para confirmarle lo que ya sospechaba. Cuando se dio cuenta del motivo de los gritos de Dave, ya era demasiado tarde.

Como si intuyeran que Malta podía esperar, los tiburones concentraron su ataque en el chico que nadaba. Dave observó impotente y horrorizado cómo los tiburones atacaban a Pepe como una banda de matones en el patio de la escuela; primero uno, luego otro y luego todos a la vez, con un audible chasquido de las fauces que Dave sentía en todas las fibras sensibles de su cuerpo. Pepe chilló, palmeó el agua frente a él y, tragando aire y agua, desapareció por un momento bajo la confusión de la espuma y del agua que iba enrojeciéndose. Fue entonces cuando Dave vio qué especie de tiburones eran: martillos, una versión más mortífera de la cría que aún seguía en la cubierta. Dave sintió un escalofrío ante la ferocidad de lo que parecía una venganza. Pepe volvió a aparecer sólo una vez más, agua y sangre brotándole de la boca, chillando todavía, y ya sin una mano. Seguía sacudiendo la cabeza, como si no pudiera creer lo que le estaba pasando y Dave casi se alegró cuando por fin el muchacho desapareció bajo la superficie de las aguas.

Al vociferó:

– ¿Has visto eso? ¿Has visto eso?

Se reía, cruelmente, como si disfrutara del horror de lo que presenciaba y no sintiera más pena por el salvaje final de Pepe que si éste hubiera formado parte del largo reparto de víctimas de una película de serie B.

– Es la jodida Tiburón en vivo, tío. La puta, nunca pensé que vería algo así. Ha sido escalofriante de verdad -sacudió la cabeza-. Sabía que tenía razón. Lo sabía. No te metas nunca en esa jodida agua.

Y luego, como alguien que acaba de presenciar el nacimiento de un niño en vez de su muerte, Al encendió un gran Macanudo.

Dave observó la espumeante ebullición de tiburones, agua y sangre joven hasta que tuvo la certeza de que Pepe no volvería a salir a la superficie y luego cortó la cuerda del salvavidas, que había sido blanca como la nieve y ahora era de un rojo brillante. Lentamente, descendió del puente, sintiendo ganas de vomitar. Al ver la cría de tiburón martillo, pisó con rabia la cabeza en forma de T y luego la lanzó, furioso, al mar.

Al estaba en la cubierta inferior, en el espacio donde había estado el cuerpo de Lou Malta, el cigarro entre los dientes proyectándose por encima de las aguas infestadas de tiburones como si fuera el tubo de cañón de un buque de guerra. Bajando de un salto los peldaños hasta el puente, Dave arrancó el enorme cigarro de la boca de Al y lo tiró al mar, igual que había hecho con la cría de tiburón.

– ¿Qué coño…?

– Tú, asno estúpido -dijo Dave con un rugido-, ¿no sabes nada? Tirar el cuerpo de Malta al agua como hiciste fue igual que enviar a los tiburones un mensaje por correo electrónico. Joder, habrán pensado que era el día de Acción de Gracias.

Al miró alrededor, evasivo.

– Vale, lo siento -respondió chillando también-. No se me había ocurrido.

– Y ahora que estamos en ello, ¿tuviste que matar a Malta? ¿Qué ha pasado con el trato que hicimos?

– Me atacó con la llave, agarré el frasco, lo partí contra el borde del barco y le di con él. No quería matarlo; sólo marcarlo un poco.

– ¿Marcarlo? Casi le cortas la jodida cabeza.

– Sí, bueno, en realidad no me arrepiento de haberlo matado. Maldito pedófilo. Mi hijo Petey no es mucho más joven que ese Pepe.

– Sí, pero gracias a ti, Pepe también está muerto. Gracias a ti, a Pepe lo han devorado los jodidos tiburones. Gracias a ti este barco y Lou Malta fueron probablemente lo mejor que tuvo Pepe en toda su vida. Piensa en ello cuando te fumes tu próximo cigarro de lujo.

Con lento desafío, Al sacó otro Macanudo del bolsillo de sus pantalones manchados de sangre, lo lamió todo a lo largo como si fuera su propio dedo y luego lo encendió. Echó el humo a la cara de Dave y dijo:

– Ya estoy pensando. ¿Y ahora qué mierda pasa?