– No sé seguro cómo se llama el submarino -dijo Kate-, pero el portaviones es el Theodore Roosevelt de Estados Unidos. Ah, sí, y allá en la punta hay un restaurante propiedad de Burt Reynolds.
– ¿Burt Reynolds? ¿De verdad?
Kate hizo una mueca cuando Bowen trató ansiosamente de enfocar mejor el edificio estilo Misión que alojaba el restaurante. Era tan paleto, tan turista, que de no haberlo conocido hubiera pensado que acababa de llegar de Kansas.
– Burt Reynolds -repitió él embobado.
– La verdad es que no estoy segura de que todavía sea suyo -admitió Kate-. Por lo menos, desde que presentó una declaración de quiebra.
– ¿Sabes? En los setenta era casi mi actor de cine favorito.
La mueca de Kate se hizo más pronunciada. Cielos, aquello era el no va más. Estaba con el único tío en el mundo entero a quien le había gustado Los caraduras.
– ¿Sabes?, me parece que puedo convencer a Presley de que es una buena idea -dijo Bowen, devolviéndole los prismáticos.
– Estupendo.
– ¿Dijiste dos tripulantes?
– Sólo dos.
– No hay ninguna misión secreta que carezca de peligros -dijo pomposamente-, pero también es posible que podamos divertirnos mientras dure.
– ¿Podamos? -dijo Kate tragando con dificultad.
Bowen miró su barato reloj deportivo.
– ¿Por qué no vamos al restaurante de Burt y hablamos de ello mientras almorzamos?
– ¿El restaurante de Burt?
Kate se preguntó si Bowen no habría oído lo que había dicho sobre la quiebra.
– Sigue abierto, ¿no?
– Sí, vale. Si usted quiere… -dijo Kate, mientras pensaba si habría algún refrán contrario al de «No hay mal que por bien no venga».
En el Jimmy de Bowen, mientras se dirigían hacia el muelle A y el restaurante, se las arregló para animarse con la idea de que quizás pudiera desviarlo de su propósito, hacerle abandonar por completo la idea de ir con ella. Quizás podría pintarle el cuadro de una travesía trasatlántica en el que las olas fueran dos veces más altas que en la obra maestra de Géricault, La balsa de la Medusa. Quizás, con unas cuantas imágenes bien escogidas durante el almuerzo, conseguiría que aquel marinero de agua dulce se acojonara. Cuando llegaron a Burt & Jack's, Kate había recuperado el equilibrio y no prestó apenas atención a un informe de la radio que hablaba de una huelga de controladores aéreos. Incluso si lo hubiera escuchado no habría tenido razón alguna para pensar que la huelga iba a durar más de un par de días ni tampoco para suponer que tendría repercusiones en el viaje que el navío semisumergible del SYT, el Grand Duke, iba a realizar en marzo. En aquel momento sólo tenía una cosa en la cabeza y era que, de la manera que fuera, tenía que disuadir a Kent Bowen de la idea de hacer el viaje a través del Atlántico, pero sin poner en peligro su apoyo a la operación. Mientras entraba en el restaurante se dispuso a contarle una historia a su jefe que haría que la tormenta de El motín del Caine pareciera una excursión a Pleasant Valley.
12
Inspirado por Jimmy Figaro en la compra de una escultura para su despacho, Tony Nudelli compró también un bronce para el edificio de la piscina. Una Marilyn Monroe de tamaño natural, tal como aparecía en La tentación vive arriba, con su falda blanca congelada en todo su volumen cuando pasaba sobre la reja de ventilación del metro.
– Bonita -dijo Al-. Tiene mucha clase.
– Me alegro de que te guste -dijo Nudelli-. Me ha costado una jodida fortuna. Y algo más. Las mejoras que mandé hacer me costaron casi tanto como el bronce original.
Al frunció el ceño y miró más de cerca a Marilyn. El vestido sin espalda, los grandes pechos, la misma mirada de deleite extático en su cara de rubia alocada. Estaba exactamente igual que la recordaba de la película; hasta en el barniz rojo de las uñas de los pies. Finalmente, admitiendo su derrota, dijo:
– De acuerdo, me rindo. No veo ninguna diferencia. ¿Cuáles fueron exactamente esas mejoras que mandaste hacer?
Nudelli sonrió.
– Echa una ojeada por debajo del vestido -sugirió.
– Bromeas -dijo Al.
Pero se inclinó, miró entre las piernas de Marilyn y soltó una risotada. Las bragas blancas que llevaba en la película habían desaparecido y lo que había en su lugar tenía un aspecto tan real como si fuera una bailarina encima de una mesa meneando el conejo delante de tu cara a cambio de un billete metido debajo de su liga. Real hasta en el corte en medio del vello púbico.
Aún riéndose, Al dijo:
– Bueno, eso es lo que yo llamo un tema de conversación.
– Eso pensé yo.
– Es una preciosidad, Tony, una preciosidad.
– Estoy pensando en colocarla encima de alguna especie de mesa. En ésta no puede ser; la estatua es demasiado pesada para el cristal. Pero quiero poder mirar ese corte de vez en cuando, siempre que me apetezca.
Encendió un puro y le dio unas chupadas, observando, feliz, como Al se ponía en cuclillas para echar otra mirada, esta vez más de cerca.
– ¿Puedo tocarle el conejo?
– Adelante.
Al extendió el brazo y apoyó la palma de la mano sobre las partes privadas de Marilyn, riéndose como un niño.
– Nunca pensé que llegaría a darle al índice con Marilyn.
– Tú y Bobby Kennedy.
– Y no nos olvidemos de Jack. Feliz cumpleaños, señor Presidente -canturreó.
– Parece que le gusta, Al.
– Siempre he sabido cómo satisfacer a una mujer, ¿sabes? Es todo una cuestión de tener mano. Tío, me gusta.
– ¿Quién dice que el arte moderno no significa nada?
– No seré yo. A mí no me oirás quejarme.
Para regodeo de Tony, Al fingió olerse el índice, aspirando con cada orificio de la nariz a lo largo del nudoso y peludo dedo como si fuera el mejor cigarro del humidificador de palisandro de Tony.
– Lástima que no pudieras hacer que fuera de rascar y oler – dijo.
– Estoy en ello -Nudelli señaló con un gesto de su Cohiba hacia el asiento que tenía frente a él-. Siéntate, Al. Tenemos que hablar de negocios.
– Me lo imaginaba.
– La longitud y latitud que te dio ese Delano. Hice que los chicos de mi barco la buscaran en sus cartas de navegación. Parece que es un punto al noroeste de las Azores, sobre la plataforma del Atlántico medio. En cualquier caso, lo arreglé todo como quería Delano. Un carguero procedente de Nápoles se encontrará con vosotros en esa posición náutica. Es el Ercolano. Lleva desechos de gran volumen. Artículos sueltos como bobinas de cable, trastos viejos, vigas de acero, basura demasiado grande para meterla en contenedores. Pero también mármol italiano para los cuartos de baño de lujo y las cocinas para gourmets de Estados Unidos. Volveré a eso dentro de un minuto. El agente del Ercolano en Nápoles es una compañía llamada Agrigento. He hecho negocios con ellos antes y son fiables al ciento por ciento para nuestros propósitos. Al capitán se le ha dicho que tiene que encontrarse con una embarcación con dificultades en esa posición y que recoja a un pasajero y la carga. Esconderá el dinero en un sarcófago de mármol que va destinado a un tipo rico de Savannah que ha muerto.