– ¿Sabes? Ayer por la mañana -dijo-, la recepcionista del despacho recibió una entrega a mi nombre mientras yo estaba reunido con un cliente.
Figaro empezó a reírse entre dientes, mientras subían.
– No es que eso tenga nada que ver con lo que hablábamos antes. Bueno, ella y mi secretaria desenvuelven el paquete y casi se desmayan cuando vieron lo que era. Porque los presos no son los únicos que leen el New Yorker. Bueno, a ellas lo que hay dentro del paquete les parece un abrigo de hormigón. Y el albarán de entrega dice que es de alguien llamado Salvatore Galería. Así que piensan que es un mensaje de la Mafia, algo parecido a «Luca Brazzi duerme con los peces», etcétera, etcétera. Sólo que no es un mensaje de la Mafia en absoluto. Es una escultura que compré en una galería de South Beach la semana pasada. Salvatore Galería, en la avenida Lincoln. Me costó 10.000 dólares. La compré para que diera conversación. Pensé que les gustaría a mis clientes. Para entretener a los chicos listos como tú mientras yo voy a orinar.
– Eso se llama tener un sentido del humor muy negro, Jimmy.
– A Smithy -es la recepcionista- la tuvimos que enviar a casa en un taxi, se puso mala al ver lo que, creía ella, era una amenaza contra mi vida. Bastante conmovedor cuando lo piensas. Quiero decir, es como si realmente le importara lo que me pueda pasar.
– Explicado así, es algo difícil de creer.
Los dos hombres salieron del ascensor y siguieron por el silencioso corredor hasta las oficinas. El despacho de Figaro estaba situado en una parte del edificio que hacía esquina y tenía una ventana corrida que ofrecía una vista panorámica del puente Brickell y de las siluetas parecidas a estanterías de los edificios del centro recortándose contra el horizonte. Como vivienda hubiera resultado un espacio generoso, pero como despacho para un solo hombre, era apabullante. Los ojos de Dave recorrieron los paneles de roble que recubrían las paredes, los sofás de piel color crema, el escritorio del tamaño de un trasatlántico, los horribles cuadros y el abrigo de hormigón, y se dio cuenta de que todo le gustaba mucho, excepto, quizás, el sentido del humor de Figaro y su gusto artístico. El despacho de Figaro le hacía sentirse casi agorafóbico. Se miró los pies. Estaba sobre un suelo de parqué en el extremo de una enorme alfombra de color arena. En el parqué había una placa de bronce con una inscripción que no se molestó en inclinarse para leer.
– ¿Qué es esto? ¿La primera base? Joder, Jimmy, podrías jugar un partido de béisbol aquí.
– Es verdad, tú no habías estado en estas oficinas, ¿no?
– Te deben ir bien los negocios.
– A los abogados siempre les van bien los negocios.
Figaro le indicó con un gesto un sofá, echó una ojeada a las notas que había en un extremo del escritorio de nogal de su socio y esperó a que Carol llegara hasta él, salvando la distancia, para darle la carpeta que le traía.
– ¿Es la carpeta del señor Delano? -preguntó Figaro.
– Sí.
Carol la dejó frente a él en el escritorio y echó una mirada al hombre que estaba sentado en el sofá. Estaba acostumbrada a ver aparecer todo tipo de personajes -era la palabra menos ofensiva que se le ocurría para describirlos- en el despacho de su jefe. En su mayoría eran historiales delictivos andantes, caras toscas con trajes caros, matones con camisas y corbatas tan chillonas como un Carnaval. El personaje del sofá parecía un poco diferente de los demás. Con sus pendientes de oro, barba y bigote al estilo del Caballero Risueño y un tupé del tamaño del de Elvis, parecía un pirata que hubiera tomado prestada alguna ropa después de alcanzar la playa a nado. Pero tenía una sonrisa bonita y abierta y unos ojos aún más bonitos.
– ¿Café? -le preguntó Carol a Figaro.
– ¿Dave?
– No, gracias.
Devolviéndole la sonrisa mientras salía del despacho, Carol decidió que con un corte de pelo, un afeitado y otra ropa, parecería más joven y menos alguien que va camino de la cámara de gas. Guapo, eso es lo que parecería. La puerta se cerró tras ella y supo que la sensación que había sentido en el trasero, cubierto por la ajustada falda, procedía de aquellos grandes ojos castaños.
Figaro se sentó delante de Dave y deslizó hacia él una hoja de papel a través de la mesa de café de cristal. Éste todavía recorría la sala con los ojos y no hizo movimiento alguno para mirar el papel.
– ¿Un puro?
Dave sacudió la cabeza.
– Me dan dolor de garganta. Pero me iría bien un cigarrillo.
Figaro escogió un puro de la caja de Cohibas que estaba en la mesa -un regalo de Tony- y luego fue a buscar un cigarrillo para Dave en una caja de plata que estaba encima de su escritorio.
– Fue una decisión acertada, Dave -dijo a través de una burbuja de humo azul-. Mantener la boca cerrada.
Dave fumaba en silencio. Había sido el consejo de Figaro y el error de Figaro, así que dejó que siguiera hablando.
– Fue mala suerte que el Gran Jurado decidiera que tu silencio te hacía cómplice de lo que había pasado. Puede que el juez tuviera en cuenta tu anterior condena. Pero, aun así, cinco años por algo con lo que no tuviste nada que ver… me pareció realmente excesivo.
– ¿Y si a ti te pescan por algo, Jimmy? Aunque sea por algo con lo que no tienes nada que ver. Si te piden que delates a uno de tus clientes. Quizás a tu cliente más importante. ¿Qué harías?
– Supongo que tener la boca cerrada.
– Justo. No es que puedas escoger, ¿sabes? Estarías muerto para mucho más de cinco años, déjame que te lo diga. Eso es un gran consuelo cuando estás en la trena. No pasa un día en que no te digas: esto es el infierno, pero podría ser peor. Podría estar cumpliendo condena en el fondo del océano dentro del abrigo de 10.000 dólares de Jimmy.
Dave señaló con la cabeza la escultura que ocupaba un rincón del despacho de Figaro y sonrió fríamente.
– Sí que es un tema de conversación, como dijiste. Sí señor, ya veo que te va a ser muy útil. Pero más como ejemplo práctico que como muestra de obra de arte, diría yo. Ten la boca cerrada, o atente a las consecuencias.
– Eres un tipo con talento, Dave.
– Seguro. Mira dónde me ha llevado ese talento. Una estancia en Homestead como premio al éxito de toda una vida. El talento es para los que tocan el piano, no para los que tocan el triángulo. Es algo que no me puedo permitir.
– Sí que puedes -dijo Figaro y dio unos golpecitos significativos sobre la hoja de papel-. Mira este balance. En consideración al tiempo y las molestias…
– Es una bonita guinda para adornar un trozo de pastel de cinco años.
– Doscientos cincuenta mil dólares, como acordamos. Ingresados en una cuenta en el extranjero y luego invertidos al 5 % anual. Ya sé… un 5% no es mucho. Pero calculé que, en tus circunstancias, querrías un riesgo cero para una inversión como ésta. Eso hace 319.060 dólares, libres de impuestos. Menos un 10% para mí por la gestión, es decir 31.906 dólares. Te quedan 287.154 dólares.
– Lo que hace un total de 57.430 dólares por año -dijo Dave.
Figaro lo pensó un momento y luego dijo:
– Correcto. No dejas de sorprenderme con tus conocimientos. También se te dan bien las matemáticas.
– Si quieres saberlo, así es como empecé en los negocios. Hacía números para vivir. Cuando era un crío. No pude escoger la Harvard Business School. Era el único hebreo del barrio y los chavales italianos pensaron que estaría bien tener un banquero judío.
– Tiene sentido.
– Pues explícame el sentido de esto, Figaro. Yo nunca cargué más del 5% por mis servicios financieros. Un diez por ciento me suena más a usura que a comisión.
– La mayoría de clientes que pagan un 5 % pagan también impuestos. Y aceptan cheques.