– No nos llega la señal de la tele.
Dave sonrió para sí, decidiendo que aquel tipo no tenía mucha experiencia de barcos.
– Demasiado lejos -dijo.
– ¿Del satélite? -el hombre sonaba incrédulo.
– No, joder -dijo Dave-. De la costa. Eso sólo funciona hasta el límite de las 200 millas. Más allá, es sólo ruido blanco y espacio, la última frontera.
– ¿Habla en serio?
– En serio. Por lo menos, hasta que lleguemos a Europa. Pero la tele allí es una mierda, así que no se haga muchas ilusiones.
– La leche -dijo el hombre-, ¿qué vamos a hacer?
– ¿No tenéis VCR?
– Sí, pero no cintas.
– Eso no es problema -Dave señaló hacia la proa del Duke-. ¿Ve aquel barco grande allí delante? El de cincuenta metros. Es el Jade. Es propiedad de Jade Films. Tienen un montón de vídeos para prestar. Bueno, si le gusta lo porno.
– ¿Le gustan los espaguetis a Sinatra?
– Entonces están de suerte. Tienen una colección de vídeos como una Triple X, en Times Square.
Dave se limitaba a repetir lo que le había dicho Al, con los ojos saliéndosele de las órbitas, después de recoger el ejemplar de Rachel de Two Years before the Mast.
– Por cierto, que dan una fiesta esta noche, a las ocho. Todos estamos invitados. Me extraña que no se hayan enterado.
– Oh, es que no hemos sido muy sociables hasta ahora. Antes pasó una chavala, pero estábamos todos todavía en la cama. Tomamos unas cuantas copas anoche -Sonrió como arrepentido-. Más de unas cuantas. Ey, ¿quiere tomar algo? -dijo mostrándose algo más amigable.
– Claro, ¿por qué no?
– Suba a bordo, amigo. Suba a bordo del Baby Doc.
Esto era mejor de lo que Dave podía haber esperado. Saltó al barco, al lado del tipo de los tatuajes, y lo siguió por la cubierta.
– Baby Doc -dijo-. ¿Qué era, el yate de la familia Duvalier o algo así?
– En absoluto. El propietario tiene una especie de clínica de fertilidad en Ginebra. Gana dinero a espuertas con las mujeres que no pueden tener hijos. Y con otras cosas de ginecología. No creo que haya oído hablar nunca de la familia Duvalier ni de los Tonton Macoutes. En realidad no creo que supiera siquiera que Haití existía. No hasta que empezó navegar por el Caribe -El hombre se rió y le dio una Bud fría a Dave-. Claro que allí lo descubrió muy rápido. Está pensando en reacondicionar el barco en Europa. Y le cambiará el nombre al mismo tiempo, creo. Si tiene algo de sentido común. Imbécil de mierda.
Dave sonrió y echó una ojeada al destartalado interior, preguntándose cuánto dinero podía haber escondido dentro de los gastados muebles de piel. Dos sofás grandes y dos sillones a juego. El resto de la sala tenía un aspecto apropiadamente clínico. Como la sala de descanso de los personajes de Urgencias. Habían inventado una buena historia y no había duda de que habían escogido el barco adecuado. El hombre, que le dijo a Dave que se llamaba Keach, no había exagerado. El Baby Doc necesitaba una puesta a punto completa. Y sacar los aditamientos interiores no iba a representar un gran gasto.
Dave cogió la cerveza y se dejó caer en el sofá, esperando notar una cierta incomodidad en su trasero o en la cara de Keach. El sofá se notaba bastante firme. Quizás demasiado firme, pensándolo bien. Más como una silla de oficina que como un cómodo sofá. Las costuras de la vieja piel se veían demasiado inmaculadas, como si fueran nuevas. Como si alguien hubiera cosido algo por la parte de dentro de la piel. Dinero. Entretanto la cara de Keach, con sus ojos hinchados -como si hubiera encajado unos cuantos puñetazos en su tiempo- y su lúgubre boca, permanecía inexpresiva.
Dave reconoció la mirada. Era esa mirada fija, penetrante, blindada, que llegabas a tener cuando estabas en el trullo. La clase de mirada que decía «no me toques las pelotas o haré que te cagues a hostias». Así que Keach era un ex preso, como él mismo. Dave se preguntó si el tipo se olería que él también lo era.
– Vamos -dijo Keach con calma-. Salgamos afuera. Me puede enseñar cuál es su barco.
Dave se quedó en el Baby Doc otros quince minutos y conoció a otro de los tripulantes, un negro con aspecto de matón y un corte de pelo a lo Keith Haring y con una cosa tan granítica que parecía que lo habían hecho en la Isla de Pascua. Al ver su propio reflejo en los cristales de las gafas de sol del negro, Dave pensó que él parecía un tipo de aspecto bastante corriente. Para nada la clase de tío que guarda una pistola para cualquier posible eventualidad debajo de la cama. Parecía la clase de tío que Kate podría dejar entrar en su vida.
Conseguir que aquellos tíos del Baby Doc los dejaran entrar parecía bastante más difícil.
De vuelta al Juarista, Dave encontró bloqueado el paso por la estrecha pasarela por una figura solitaria que tenía la mirada fija en el mar. Mientras se disculpaba, pasando con dificultad por su lado, se dio cuenta de que la cara le era conocida.
– Eh -dijo-, ¿no es usted Calgary Stanford, el actor de cine?
– Sí, soy yo.
El tono de Stanford era triste, casi como si ser Calgary Stanford fuera algo demasiado difícil de soportar. O puede que fuera el papel que se decía que estaba preparando. Calgary Stanford era el actor que había presenciado la ejecución de Benford Halls el mismo día en que soltaron a Dave de Homestead. Dave conocía bien los relatos publicados en Premiere, sobre el metódico trabajo de preparación que algunos actores hacían para meterse en el personaje. En general pensaba que estaba bien que tuvieran que hacer algo de trabajo, quizás incluso soportar algunas dificultades, a cambio del dinero que les pagaban. Pero pensaba que asistir a la ejecución de alguien era pasarse de los límites y se preguntaba si no habría, antes de que acabara el viaje, alguna manera de saldar cuentas con el actor por cuenta del hombre ejecutado.
– The Cruel Sea, ¿eh? -dijo Dave y cuando Stanford lo miró, perplejo, le explicó que era un libro.
– Me parece que he visto la película. Británica, ¿verdad?
Dave asintió, preguntándose si los únicos que todavía leían libros eran los tipos que estaban en prisión.
– En realidad pensaba que debía de estar alerta a causa del huracán.
– ¿Qué huracán?
– ¿No lo sabe? Dicen que se acerca uno por el Oeste.
Era verdad. Lo habían dicho por radio justo después de mediodía. Estaba muy por detrás de ellos, pero Dave quería asustar un poco al actor.
– Jesucristo.
– A decir verdad, no -dijo Dave-. Se llama Louisa. Pero Jesús podría ser un buen nombre para un huracán, bien pensado. Huracán Jesús, o huracán Mierda Divina o huracán Sagrada Madre de Dios. He conocido a unas cuantas zorras en mi tiempo, buenas para gastar tu dinero y descargar adrenalina, pero ninguna de ellas podía destrozar un lugar como lo hace una verdadera tempestad. O como lo hace un grupo de rock. Huracán Led Zeppelin. Ése es un nombre mejor para un huracán. O huracán Keith Moon. Apuesto a que ese huracán sí que podría hacer daño de verdad. No sólo la tele o el Rolls Royce acabarían en la piscina, sino todo el jodido hotel.
– ¿Han dicho de qué nivel es este Louisa? -preguntó Stanford.
– Tres, creo -Dave husmeó el aire. El aliento del actor olía claramente a marihuana. El tío iba un poco colocado. Probablemente había salido a cubierta para aclararse la cabeza.
– Ése no es el nivel máximo -dijo el actor con su deje gangoso de Los Ángeles-. Pero también es peligroso. ¿Sabía que en un día un huracán puede liberar tanta energía como 500.000 bombas atómicas?