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A veces el trabajo te planteaba situaciones que resultaba difícil prever. Como descubrir que los traficantes de drogas podían tener las mismas conversaciones sobre cosas corrientes que cualquier persona respetuosa de la ley.

Kent Bowen acababa de desconectar la radio, después de recibir la información que había pedido sobre Dave Delanotov -por lo menos en parte-, cuando él en persona llamó a la puerta corredera de cristal de la cabina del Carrera.

– Hola, ¿qué tal? -dijo Dave-. Espero no molestar.

– Diablos, no -dijo Bowen, deseoso de estar con Dave y poder echarle otra ojeada, ahora que sabía un poco más sobre quién y qué era-. Entre.

Quizás trabajara para el Centro Financiero de Miami, eso todavía lo estaban comprobando. Pero de mayor interés era la revelación de que, antes de ser propiedad de una naviera de la isla del Gran Caimán, el barco de David Delanotov había sido de un tío listo llamado Lou Malta, un mafioso de poca monta y antiguo socio de Naked Tony Nudelli, uno de los gangsters más importantes de Miami. Eso no demostraba que Dave fuera un mafioso, pero era suficiente para empezar. Bowen se prometió que, antes de que acabara el viaje, sabría todo lo que había que saber sobre David Delanotov. Al final iba a resultar que tenía razón respecto a aquel tipo. Delanotov era un delincuente.

– Tiene un barco estupendo -dijo Dave-. ¿Qué desplazamiento tiene?

– ¿Cómo dice?

– El tonelaje.

– Cuarenta, cuarenta toneladas.

– ¿De verdad? Habría dicho que estaba por las sesenta.

– Probablemente tiene razón -dijo Bowen con una sonrisa-. Yo sólo soy el propietario. Si quiere las especificaciones, tendrá que preguntarle a Kate. Ella sabe todo lo que hay que saber de esta embarcación. Yo, por mi parte, me limito a disfrutar de ella. -Al decirlo se le ocurrió una idea. Quizás podría desanimar a aquel tipo a su manera. Dejando caer la sugerencia de que ella ya estaba comprometida, como si fuera un chiste, el tipo de chiste que haría el dueño de un barco-. Y del barco, claro.

Dave sonrió fríamente mientras Bowen reía a carcajadas su propio chiste. No sabía por qué, pero no podía imaginar a Kate follando con aquel tipo.

– ¿Está Kate por aquí? -preguntó.

– Voy a buscarla -dijo Bowen, feliz de dejar la cabina antes de que Delanotov le hiciera más preguntas sobre el barco a las que no pudiera responder. Hasta Bowen pensaba que uno podía excederse al representar el papel de propietario tonto.

– Me parece que está en su camarote. Sírvase usted mismo algo de beber, si quiere.

Dave se sentó en uno de los asientos de cuero negro que había para el piloto en la timonera, y pasó la mano suavemente por la encimera lacada en negro de los módulos de madera de arce. Inmediatamente observó que el auricular del panel de control estaba aún caliente, al igual que el fino revestimiento de aluminio vaciado del transmisor receptor. Hacía sólo unos minutos que había estado en la sala de radio con Jock, que ambos habían oído el sonido de otra emisión codificada digitalmente, realizada desde uno de los barcos a bordo del transbordador. Dave no tenía modo de saber si la radio del Carrera estaba equipada con un scrambler. Después de estar fuera de circulación durante cinco años, el aspecto de las radios le resultaba poco familiar. Pero no cabía duda alguna de que alguien había estado emitiendo desde la radio de aquel barco. Y si no era a un submarino, ¿entonces, a quién?

Todo lo cual planteaba un par de preguntas: ¿Quién era Kent Bowen? Y, más importante todavía, ¿quién era Kate Parmenter?

– Hola.

Dave se volvió y torció el gesto. Kate parecía haber estado llorando.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– Se me había metido algo en el ojo -explicó ella-. Ya estoy bien, pero debo tener el aspecto de haber visto Lo que el viento se llevó de principio a fin.

– Algo así -dijo Dave sonriendo-. ¿Tu jefe va a volver?

– No lo sé. Viene y va, ¿sabes?

Y al comprender que quizás Dave quería estar a solas con ella añadió:

– Tengo una idea. Tengo ganas de ir a ver esos cañones ceremoniales; los que el capitán Jellicoe robó de no sé dónde. ¿Vamos a echarles una ojeada?

Cruzaron al Juarista y luego subieron al Duke. Al pasar por el lado de estribor del Jade, Dave dijo:

– La razón de que haya ido a verte era que quería preguntarte si irías a la fiesta de esta noche.

– Sólo si tú vas -dijo ella-. No es que Kent vaya a dejar que nos la perdamos. Desde el momento en que supo la clase de películas que hacen, anda con la lengua colgándole un palmo fuera de la boca. Ese hombre tiene una libido más grande que su barco. Aunque seguramente él cree que la libido es algo que usan los franceses para lavarse los pies.

Dave se echó a reír y empezó a andar por la pasarela que llevaba hacia la zona de alojamientos.

– ¿Tú y él…?

– Por todos los santos, no. ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza?

– A decir verdad, él.

– ¿Cómo? Te estás quedando conmigo.

– Es sólo un comentario que hizo. Nada concreto. Pero parecía dar a entender que había algo entre él y tú.

– Ese cabrón. Lo único que hay entre nosotros son el montón de gilipolleces que tengo que aguantarle. -¿A qué se dedica?

– ¿Quieres decir cuando no ejerce de capullo? Kate había pensado bastante en la tapadera de Bowen. Él quería decir que era algo fascinante, algo como directivo de la industria cinematográfica o incluso escritor. Pero Kate había logrado convencerlo para que fuera sólo algo que conociera de verdad. Quizás pudiera convencerle también de que se tirara por la borda y le ahorrara el trabajo de hacerlo ella.

– Tiene una cadena de tiendas donde vende artículos de seguridad y contravigilancia. Ya sabes. Micros que parecen enchufes eléctricos y pequeñas cajas fuertes que van dentro de una lata ficticia de Coca Cola. Basura paranoica para una época paranoica.

Kate se detuvo para encender un cigarrillo y luego siguió a Dave hasta la proa del buque. La tumbona estaba todavía allí, pero la nevera y Jellicoe ya habían desaparecido.

– Quiere abrir una cadena de tiendas para espías por toda Europa -dijo mintiendo sin dificultad-. Tech Direct; así es como se llaman las tiendas en Estados Unidos. Bueno, pues dentro de dos o tres semanas, hay en Barcelona una gran feria comercial para toda clase de artilugios electrónicos. Algo así como «cada hombre, su propio James Bond». Y hacia allí vamos, después de Mallorca.

Dave asintió, preguntándose si aquello podía explicar por qué Kent Bowen había estado utilizando un scrambler digital en su radio. Entretanto, Kate decidió que había llegado el momento de cambiar de tema.

– Y a ti, ¿qué te lleva a Europa? -preguntó. -El Gran Premio de Mónaco -mintió Dave con igual facilidad-. Me gustan las carreras de coches. Y después navegaremos hasta Cap d'Antibes. He alquilado una casa para pasar el verano. -¿Tú solo?

– Es probable que se presenten algunos amigos míos. De Inglaterra.

Una suave brisa despeinó el cabello de Kate y Dave extendió la mano para tocarlo. Tenía un tacto como la seda. Y además estaba su perfume. Después de Homestead, a Dave le parecía que todas las mujeres olían bien. Pero Kate olía especialmente bien. Como algo rico y suntuoso.

– Tendrías que venir tú también -dijo Dave-. Es decir, si puedes librarte de Q., miss Moneypenny.

– Me gustaría saber a cuántas chicas habrás invitado.

– Eres la primera. En asuntos amorosos soy un dulce principiante.

– Eso sí que no me lo creo.

– Me alimento de la incertidumbre de la esperanza.

Kate se contuvo, al darse cuenta de que, de nuevo, estaba recitando algo.