– Tienes razón. Has tenido una vida interesante.
– Es como te he dicho, Kate. Todos tenemos momentos de cine que recordamos. Y éste puede ser uno de ellos. Si tú quieres que lo sea.
– Puede que tengas razón -dijo Kate-. Pero, como tú mismo has dicho, necesito un poco más de tiempo para pensar cómo voy a representar esta escena en concreto.
– No tardes demasiado -apremió Dave-. Dentro de unos días empezamos a rodar.
17
Los invitados que llegaban a bordo del Jade entraban en un atrio donde había una escultura de tamaño natural que representaba a una mujer desnuda a la que penetraban por ambos lados dos hombres bien dotados. La escultura, que era además el logo de Jade Films, estaba realizada con un considerable detalle anatómico. Junto a la escalera «orgánica» que la rodeaba, era el punto central del yate. Tras ser recibidos por Rachel Dana y su tripulación en la espectacular zona de recepción frente al atrio, a los invitados se les entregaba una copa de cristal y se les informaba de que había sesión continua de películas en la sala especial que se encontraba al final de la curvada escalera de caoba.
Tan pronto como Al vio la escultura tuvo la certeza de que era una fiesta en la que iba a disfrutar. Con su sonrisa depredadora extendiéndose por sus turbias facciones, le dijo a Dave:
– Echa una mirada a esa obra de arte. Es la leche. Cómo me gustaría que Tony pudiera verla. Es un auténtico amante del arte. Compra esculturas y todo. Le entusiasmaría tener eso en su colección.
– Suena como si Tony fuera un Solomon Guggenheim -dijo Dave-. Apuesto a que tiene norman rockwells, dalís, tretchikopfs, de todo.
– Sabe lo que le gusta, ¿te enteras?
– Cuando se trata de comprar arte, casi todo el mundo tiene el mismo problema -dijo Dave.
Otros que iban llegando a la fiesta y veían la escultura parecían estar menos seguros de pasarlo bien, entre ellos Kate y el capitán Jellicoe.
– Es de Evelyn Bywater -explicaba Rachel-. Una artista inglesa.
– ¿No querrá decir proctóloga? -dijo Kate.
– Su obra es muy conocida en toda Europa y el Extremo Oriente. Es casi una institución en Japón.
– ¿Quiere decir igual que institución mental? -dijo Kate y se alejó del lado de Jellicoe para ir a hablar con Sam Brockman.
– ¿Qué coño le pasa? -preguntó Rachel-. Se diría que nunca ha visto un cuerpo desnudo antes. Y a usted, capitán, ¿le gusta nuestra obra de arte?
– Bueno -dijo Jellicoe y tragó saliva-, yo no sé nada de arte. Se ve muy poco de eso en la Marina Mercante. Pero tengo algunos grabados muy bonitos en mi camarote. Viejas goletas, clípers, y barcos de guerra británicos. Pero nada como esto. No, en absoluto -Jellicoe frunció las cejas-. ¿Qué clase de películas hace su compañía?
– Ahora están pasando una arriba, si le interesa.
– No parece un comportamiento muy sociable marcharse arriba directamente -dijo Jellicoe, muy estirado-. Ya sabe lo que dicen, que la televisión mata el arte de la conversación y todo eso. Acabo de llegar.
Rachel lo cogió del brazo y dijo:
– Venga conmigo. Creo que le interesará. La mayoría de personas cree que nuestras películas ayudan a conversar. Como una especie de terapia, ¿sabe? No es en absoluto como la televisión. Y no habrá visto ninguna de nuestras películas en televisión. Se lo garantizo. Nuestro cine está más orientado al vídeo.
Acompañó a Jellicoe escaleras arriba a la sala de proyección bajo la envidiosa mirada de Kent Bowen.
– No pasa nada -le dijo Kate-. Sólo lo lleva a la sala de proyección, no a su dormitorio.
– ¿Están pasando películas ahí arriba? ¿Películas de Jade?
– Supuse que le interesaría.
Sam Brockman arqueó las cejas y dijo:
– ¿Qué están pasando?
Bowen soltó una risa obscena.
– No son reposiciones de La tribu de los Brady, de eso puedes estar seguro.
– Jade Films está en el mercado del porno duro -dijo Kate.
– ¿De verdad? -Brockman sonaba sinceramente sorprendido-. ¿Sabes una cosa? Nunca he visto una película porno.
Bowen dirigió la mirada a Kate, a punto de ridiculizar al teniente de guardacostas, pero se detuvo al darse cuenta de que aquello podía servirle como estrategia para escapar al desprecio de Kate.
– ¿Sabes una cosa, Sam? -dijo-. Yo tampoco. ¿Qué me dices si vamos y echamos una ojeada?
Kate lo taladró con la mirada. Mientras que no le costaba creer a Sam, le resultaba mucho más difícil tragarse la exhibición de inocencia de Bowen.
– Sí, vamos Kate -dijo Brockman-. Anímate. Puede ser formidable.
– Puede que ya haya visto alguna -sugirió Bowen.
– No lo he hecho -Kate estaba lo bastante bien informada sobre lo que pasaba en el auténtico porno duro para saber que la subscripción de Howard al canal de Playboy no entraba en la categoría de lo auténtico-. ¿Por quién me toma?
– Será una experiencia -insistió Brockman.
Kate pensó que el aspecto del pobre Sam se iba pareciendo cada vez más al de un adolescente con calentura. Las gafas se le habían empañado un poco y, a estas alturas, estaba claro que no había visto nunca una película porno y ardía en deseos de remediar aquel fallo.
– ¿Una experiencia? -gruñó Kate-. En general, la experiencia es algo que he aprendido a identificar con los errores de juicio.
Brockman levantó su copa de champaña.
– Entonces, brindemos por los errores de juicio -dijo-. Las cosas serían como en Ciudad Aburrida, Arizona, sin unos cuantos. Y, hasta ahora, ésa ha sido la historia de mi vida. «Sam Brockman -dirán- una carrera ejemplar. Sin errores. Pero, eso sí, ha sido el presidente de Bromuro, S.A.»
Kate sonrió comprensiva. Tenía una opinión muy parecida de su propia vida, con Howard Parmenter como su única aberración de importancia. La demanda de divorcio había sido lo más interesante que le había pasado en años. Eso, y preparar la operación secreta a bordo del Duke. Al ver acercarse a Dave percibió, de repente, una nueva dimensión en lo que Sam decía. La vida consistía en correr riesgos. Y no siempre riesgos calculados. Quizás incluso un riesgo como Dave. Desde luego, cometer un error era siempre algo desafortunado. Pero no tener la oportunidad de cometer errores era una catástrofe.
– De acuerdo -dijo-. ¿Por qué no?
– Así me gusta -dijo Brockman-. Sólo se vive una vez.
– Ésa es la teoría imperante -dijo Kate y señaló la escalera-. Empezad a subir; os alcanzo enseguida.
Observó cómo se iban y luego se volvió hacia Dave.
– Hola.
– Hola.
Por un momento ninguno de los dos habló. Luego Kate dijo:
– He estado pensando en lo que dijiste.
– ¿Has tomado una decisión?
– No he descartado nada.
– El mar es un buen lugar para dejar flotar las ideas -dijo-. Tiene que ver con la línea de carga en agua dulce.
Kate, con su aguda intuición, percibió que Dave parecía un poco preocupado.
– No me digas que el agua también tiene cargas fiscales.
– El agua dulce tiene una densidad menor que el agua de mar -explicó Dave-. Las cosas se hunden más en agua dulce. Hay una señal F en el disco Plimsoll del buque. La diferencia entre S y F se conoce como línea de carga en agua dulce. Tú y yo estamos más cerca de la S que de la F. Me sorprende que no lo supieras, siendo capitán de barco.