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Al volvió a mirar por la borda.

– ¿Qué profundidad hay ahí abajo? -preguntó.

Dave observaba el cielo. El sol estaba saliendo. Iban un poco retrasados, pero se alegraba. No le entusiasmaba la idea de sumergirse en el agua del dique flotante del Duke en la oscuridad.

– Unos seis metros -dijo, y comprobó el suministro de aire en la boquilla. Confiaba que fueran seis metros. El oxígeno era tóxico por debajo de los diez metros.

– Bueno -dijo Al y bebió otro trago de vodka-, mejor tú que yo. Es lo único que puedo decir.

Dave escupió en la máscara y frotó el cristal con la saliva.

– Al, voy a hacer una suposición arriesgada -dijo riendo-. No sabes nadar ¿verdad?

– Mucha gente no sabe nadar.

– Claro, y mucha gente muere ahogada cada año.

Al le devolvió la sonrisa.

– No, si no van a nadar. Por lo que yo sé, son casi siempre los que saben nadar y van a nadar los que se ahogan. Déjame que te pregunte algo. ¿Quién de nosotros dos es más probable que se ahogue en este momento, tú o yo?

– Ahí tengo que darte la razón.

– Es que la tengo. Y eso es así porque tú eres el capullo retrasado mental que sabe nadar y utilizar ese Scuba, ¿o no?

– Es una idea consoladora -admitió Dave y recogió la linterna y el cuchillo.

– Q.E.D. -dijo Al, con un encogimiento de hombros.

– ¿Q.E.D.? -repitió Dave sonriendo.

– Sí, es otro de esos jodidos acrónimos. Significa la clase de mierda que habla por sí misma.

– Sé lo que significa -dijo Dave, retrocediendo hacia la popa del barco y subiéndose a la escalera-. Sólo me preguntaba si sabías qué significaban las letras.

– Claro que sí. Puede que no lea libros, pero no soy lo que se dice un ignorante. Quieren decir «Que se emplea sin destreza». Como pasa con los capullos que saben qué coño hacen en el agua y se creen James Bond o algo así y pueden acabar con sus cuerpos terrenales más ahogados que la ciudad perdida de la Atlántida. ¿Entiendes lo que digo? Ten cuidado allá abajo. Si metes el culo en un agujero de problemas, no esperes que salte y te ayude. Y tampoco esperes que lo haga Pamela Anderson. El único vigilante que hay por estos contornos es el Baywatch que llevas en la muñeca.

– Si me ahogo, es para ti -dijo Dave mirando su reloj.

– Ya, como que yo voy a bajar a buscarlo. ¿Es sumergible?

– Claro, es un auténtico taquímetro.

– Tú lo has dicho, tío. Es el medidor de tiempo más de tíos tiquismiquis que he visto en mi vida -Al se echó a reír-. Nada, te lo quedas tú. Yo ya tengo bastante basura.

Sonriendo, Dave se deslizó al agua. Estaba mucho más fría de lo que esperaba y se alegró de llevar el traje de neopreno. Se detuvo un momento y miró hacia arriba a las altas paredes del buque y al montón de navíos que le rodeaba. No era sólo de la luz del día de lo que se alegraba; también de que el mar estuviera más en calma. Meterse en el dique flotante del Duke durante la tormenta habría sido mucho más peligroso. Encendió la linterna, se ajustó la máscara, sujetó la boquilla entre los dientes y luego se sumergió en las aceitosas aguas.

Mientras nadaba por debajo del casco lleno de lapas del buque, la sensación de estar encerrado amenazó por un momento con desembocar en el pánico. Era como estar otra vez en Homestead. Otra vez en su celda, empapado en el sudor de su peor pesadilla, ahogándose en las profundidades insondables de su condena de cinco años. Armándose de valor, se impulsó con los pies hacia el soporte submarino soldado al fondo del muelle del Duke, al cual estaba firmemente sujeto el Britannia. Sólo tenía que cortar las cuerdas para que el barco flotara libre. De no ser porque Al lo ignoraba todo de la navegación y del funcionamiento de un yate moderno, ésta era la etapa del plan en la que más nervioso habría estado Dave por miedo a que su socio lo traicionara. Porque, una vez cortadas las cuerdas, Al sólo tenía que soltar los cables de babor que amarraban el Britannia al Duke y el barco flotaría libremente. Un rápido acelerón de los motores marcha atrás y el barco estaría en medio del Atlántico por sí mismo. La falta de conocimientos marítimos de Al nunca le había parecido tan tranquilizadora como en aquel momento.

Como la popa del Duke estaba abierta al océano, había peces nadando en el agua del dique. En su mayor parte eran mújoles y roncadores, y apenas reparó en ellos mientras nadaba con fuerza por debajo del casco del barco y asía la clavija. La cuerda era gruesa y utilizó el filo de sierra de su cuchillo de submarinismo para cortarla. Incluso así, tardó varios minutos en lograrlo y poder desanudar el extremo atado a la clavija para que no se enredara en la hélice cuando se pusieran en marcha. Entretanto, el extremo amarrado al soporte del muelle se hundía en el agua y asustó a un pequeño banco de mújoles. Confundiendo la cuerda con alguna especie de depredador, una anguila, quizás, los peces se dieron la vuelta y pasaron al lado de Dave, casi rozándole la cara, como si quisieran utilizarlo para protegerse. Todavía se maravillaba de su velocidad y belleza y se felicitaba por la facilidad con que había completado su tarea, cuando vio la auténtica razón de la súbita huida de los mújoles. No era la cuerda en absoluto, sino la aerodinámica silueta de color azul plateado de una gran barracuda. El sobresalto que tuvo al verla hizo que se le cayera la linterna.

Rápida y potente, con sus dos aletas dorsales bien separadas, su mandíbula inferior prominente y su enorme boca llena de afilados dientes, la barracuda de casi dos metros era un pez aterrador y Dave conocía lo suficiente su fama de animal agresivo como para desconfiar enormemente de ella. En Florida las barracudas eran responsables de más ataques a los nadadores que los tiburones. Y aunque nunca devoraban a la gente, podían infligirles las heridas más graves. Instintivamente, Dave empezó a alejarse de ella nadando suavemente, dirigiéndose hacia la proa del Britannia y, curioso, el gran pez le siguió. Se decía que las barracudas se sentían atraídas por los objetos brillantes y Dave no estaba seguro de si la hoja del cuchillo que llevaba en la mano era un recurso de defensa o la causa de que estuviera en peligro. Nadaba de espaldas, no queriendo perder de vista a la criatura por si decidía atacarlo. No es que pensara que el pez pudiera matarlo, pero los dientes afilados como cuchillas de algunas barracudas estaban impregnados de una substancia tóxica que podía envenenarte. Lo último que Dave necesitaba en mitad del Atlántico era una mordedura infectada.

Se sumergió más profundamente para evitar golpearse la cabeza contra los cascos de los otros barcos. Y la barracuda lo siguió lentamente, desapareciendo a veces en la oscura sombra de un barco para reaparecer como un brillante rato de plata cuando entraba de nuevo en aguas iluminadas por el sol. Dave pensó tan fríamente como pudo que era como si te siguiera un perro peligroso y algo cobarde que sólo esperara la oportunidad adecuada que le volvieras la espalda para atacar por ejemplo. Y por más que Dave se impulsara en el agua, la barracuda mantenía la distancia de tres metros entre ellos agitando sin el menor esfuerzo su cola de aspecto furtivo.

Dave se arriesgó a mirar el reloj. Estaba perdiendo un tiempo precioso. Y cuando vio que ya había recorrido todo el largo del Duke y que estaba bajo la proa del Jade, a proa del dique flotante, supo que tendría que hacer algo pronto, o su pequeña reserva de oxígeno se agotaría. Nadando en un círculo soleado, Dave miró hacia arriba y vio la escala de proa del Jade tocando el agua a unos tres metros por encima de su cabeza. Al impulsarse a una posición más vertical con los pies vio cómo el sol daba en su reloj y, al mismo tiempo, la barracuda se volvía ligeramente hacia la pequeña explosión de luz. Sólo podía hacer una cosa. A regañadientes, Dave se quitó el reloj y lo pasó a la mano donde sostenía el cuchillo. Durante un par de segundos dejó que el sol espejeara en el conjunto de brillante metal de su mano. Sólo cuando estuvo seguro de que la barracuda observaba los dos objetos, los soltó. Cuando se hundían hacia el fondo del dique, la barracuda, con un golpe de la cola, se lanzó tras ellos. Las mandíbulas del animal, una trampa para hombres, se abrían y cerraban sobre la plata, como de escamas de pez, de la pulsera metálica del reloj.