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El camarero se retiró a toda prisa.

– Me parece que será mejor que no pida postre -dijo Figaro riéndose.

A una parte de él le gustaba que Toni Nudelli usara aquel lenguaje rudo. Mientras no fuera a él a quien le tocara recibirlo. Le daba un escalofrío de placer sentir, aunque fuera de forma indirecta, el poder que ejercía Nudelli.

– ¿Estás de broma? Aquí tienen el mejor pastel de nueces de pecán.

– Pensaba que a lo mejor querría tratar de vengarse de alguna forma convincentemente comestible pero repugnante.

– Hay quien ha acabado muerto por mucho menos de eso.

– Él no lo sabe.

– Tienes razón, Jimmy. Ese maricón de mierda podría meter de matute cualquier cosa dentro de un pastel de nueces.

Con un fuerte chasquido de los dedos, Nudelli llamó al maître a la mesa.

– ¿Todo bien, señor Nudelli?

– Louis, querríamos dos trozos de pastel de nueces. Y querría que nos los sirvieras tú mismo. ¿De acuerdo?

– Sí, señor. Enseguida. Será un placer.

El maître desapareció en dirección a la cocina.

– Jimmy, deja que te pregunte una cosa.

– Claro, Tony. -Soltó una risita cuando vio al acobardado camarero-. Soy todo oídos.

Nudelli echó una furiosa mirada hacia el mismo sitio.

– Marica de mierda. ¿Qué coño pasa con los camareros de este país? No es bastante darles una propina. Quieren que les jures sobre la Biblia que no los desprecias por lo que hacen para ganarse un dólar.

– No me hables de los camareros. El otro día pedí un bistec en Delano. Y cuando el camarero lo trae me dice que las verduras sólo tardarán unos minutos. Y le digo: «¿Qué pasa? ¿Es que se supone que tengo que comer a plazos?».

Figaro se rió de su propia anécdota y más aún cuando vio que Nudelli la había encontrado divertida. Sólo que deseó haber pensado en sustituir el nombre por el de otro restaurante. Era uno de los más elegantes de South Beach, el preferido de Madonna y Stallone, pero el nombre no contribuyó precisamente a que Nudelli se olvidara de lo que más le obsesionaba en aquel momento, es decir, de Dave Delano.

– ¿Qué es lo que me querías preguntar, Tony? Antes de que empezáramos con los camareros de mierda.

– Sólo una cosa. ¿Qué dice la Ley de Prescripción sobre el asesinato?

– No hay Ley de Prescripción para eso.

– Pues de eso se trata justamente. Supón que Delano se decide a hablar con los federales.

– Tranquilo, Tony. Delano no es un chivato.

– Espera, Jimmy, espera hasta que termine como un buen abogado. Supón que lo hace, por la razón que sea. Pongamos por caso que piensa que yo soy responsable del tiempo que ha pasado en prisión. Después de todo, la cárcel hace cosas raras con los hombres. Los vuelve maricas. Los vuelve vengativos. Quizás quiera quedarse con mi cuarto de millón y con mi libertad de paso. Quiero decir, ¿qué se lo impide? Contéstame a eso, ¿quieres?

– Es probable que piense que yo soy más responsable que nadie -dijo Figaro, encogiéndose de hombros-. Después de todo, fui yo quien lo representó ante el jurado. Pero no va a hacerlo, Tony.

– No, no, no estamos haciendo predicciones ahora. Estamos abordando una situación hipotética, ¿entiendes? Como si fuéramos dos filósofos en una sauna romana. ¿Qué datos concretos tenemos para decir que Dave Delano nunca va a decidirse a delatarme? Espera, espera. Tengo una idea; supongamos que comete un delito. Y lo arrestan. Le va a caer una buena, pero puede que no quiera volver a la cárcel. ¿Y quién podría criticarlo después de haber pasado cinco años en la trena? No seré yo, seguro. Pero puede que, sabiendo esto, a los federales se les ocurra meterle el miedo en el cuerpo para que les cuente lo que les tendría que haber contado antes. Su culo a cambio del mío.

Nudelli dio una fuerte palmada en la mesa, como si matara una mosca, justo cuando llegaba el maître con los dos trozos de pastel.

– ¿Qué va a impedírselo, eh, Jimmy?

– Aquí tiene, señor Nudelli. Pastel de nueces.

– Gracias, Louis.

– De nada, señor. Que aproveche.

– Bueno, si lo planteas tan fríamente, Tony…

– Así de fríamente lo planteo, metido en un vaso helado con hielo dentro. ¿Qué va a impedírselo, eh?

Figaro pinchó un trozo de pastel con el tenedor, pero lo dejó en el plato un momento.

– Nada. Sólo que, quizás, te tenga más miedo a ti que a los polis.

Nudelli alzó las manos, grandes y peludas, en un gesto que a Figaro le recordó al Papa saludando, benévolo, a los fieles desde el balcón de San Pedro el día de Navidad. Pero el abogado veía que no había nada benévolo en la dirección que llevaba la conversación.

– ¿Lo ves? Quizás. Ya estamos otra vez con las dudas. Has puesto el dedo justo en la llaga, Jimmy. Quizás. Ahora ponte en mi lugar. Tengo una familia que cuidar, un negocio que dirigir, gente cuyo sustento depende de mí.

Suspiró exasperado y se metió un trozo de pastel en la boca.

– ¿Sabes cuál es el problema? El idioma. La corrupción del jodido idioma. Las palabras ya no significan lo mismo que antes, por culpa de toda esa mierda de minorías que se nos ha metido en casa -porque ya no podemos decir esto y no podemos decir eso otro- y por todos esos políticos que utilizan el idioma para no decir nada de nada. Te daré un ejemplo, Jimmy. Un tipo le dice a una chica: «¿Me dejarás follar contigo?» Bueno, si ella dice: «Quizás», sabes que hay una posibilidad real. Pero si le dijeras a un político: «¿Construirá más escuelas y más hospitales si llega al poder con nuestros votos?» y él dice: «Quizás», entonces sabes sin ninguna duda que no va a hacerlo. Para él, quizás es igual a nunca. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

Figaro no estaba seguro de entenderlo. Había veces en que pensaba que Tony Nudelli era uno de los clientes más listos que tenía, y otras en que creía que era más tonto que la televisión diurna. Esa larga disertación lo había dejado en la duda de qué había querido demostrar Nudelli. Pero de cualquier modo, cabeceó y dijo:

– Sí, claro.

Decidió tratar de desviar la conversación de la idea que, mucho se temía, Nudelli seguía teniendo en su suspicaz cabeza.

– ¿Quieres que hable con Delano, Tony? ¿Que le recalque que es absolutamente necesario que siga con la boca cerrada? Va a pasar por el despacho mañana para hablar de algunas cosas. Puedo dejárselo claro entonces, si quieres.

– Willy Barizon -dijo Nudelli, sacudiendo la cabeza.

– ¿Qué pasa con él?

– Es medio hermano de Tommy Rizzoli. El tipo que sacaste del negocio del hielo.

Figaro sonrió incómodo.

– Tony, le aconsejé que vendiera el negocio para evitar una condena de cárcel, eso es todo.

– Es lo mismo. Como sea, voy a hacer que Willy vaya a hablar con Delano.

– ¿Para darle una paliza?

Nudelli pareció dolido.

– Tendrías que comer un poco de pastel. Es el mejor que hay.

Figaro se llevó el tenedor a la boca. Tenía que admitir que era bueno.

– Odio oír a mi abogado diciendo una cosa así -dijo Nudelli con frialdad-. Pero no, no voy a hacer que le den una paliza. Sólo quiero que le recuerden, de un modo contundente, que todavía tiene que temerme.

Se lamió los labios y luego se secó la boca con la servilleta.

– Me parece que me gustaría tomar algo dulce con el postre. Una copa de moscatel, tal vez. ¿Te gusta el moscatel?

Figaro negó con la cabeza.

– ¿Y ahora dónde se ha metido ese mamón? -gruñó, buscando al camarero con la mirada.

Fijó los ojos en Figaro de nuevo.

– Además, quiero saber algo más de esos nuevos amigos suyos antes de zurrarlo. Me han dicho que en Homestead compartía celda con un iván. Y que ese iván tiene importantes relaciones en Nueva York. No me gustaría darle una paliza a Delano y encontrarme con esos cabrones rusos encima. Les gusta matar a la gente. Creo que les gusta más matar que hacer dinero. Lo llevan en la sangre, supongo. Matar lo han hecho siempre, durante toda su historia. Hacer dinero no, nunca.