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– Creo que se ve más bien como una especie de agente defensor de la ley y el orden -dijo gritando.

El cañón disparó de nuevo. Esta vez la bala cayó lo bastante cerca para enviar una nube de espuma por encima de la proa.

– Por los clavos de Cristo -dijo Al-. Ésa casi nos da.

Con gran sorpresa por su parte, Dave estalló en carcajadas.

– ¿Qué te divierte tanto? -preguntó Al.

– Han fallado, ¿no?

– Si uno de esos cagarros de plomo nos alcanza, no creo que te haga tanta gracia. Por si lo has olvidado, el papel moneda no es impermeable.

– Tranquilo, Al. No es el Nimitz el que está disparando contra tu multimillonario culo. Es lord Horatio Nelson apuntando sus cañones contra ti. Es historia, tío. Los últimos que recibieron esas balas trabajaban para Napoleón.

Pero Al no estaba de humor para calmarse.

– Ya arreglaré yo a esos cabrones -rugió y, subiéndose encima de los sacos de dinero, agarró su metralleta, la cargó y la apuntó a las figuras que estaban de pie en la proa del Duke.

Dave no tenía tiempo de decir nada. Lo último que quería era que muriera nadie más, y mucho menos Kate. Y Al no estaba de humor para hacerle caso. Lo único que podía hacer era virar fuerte a babor y luego de nuevo a estribor, haciendo que Al perdiera el equilibrio y rebotara de un lado al otro de la cubierta de proa, disparando la metralleta al aire de forma inofensiva. Cuando Al se levantó de la cubierta, el Duke estaba fuera de alcance y el tercer disparo de cañón se hundía a bastante distancia de la estela amplia y espumosa del Britannia.

– ¿Por qué coño lo has hecho?

– Una acción evasiva. Un zigzag.

– Iba a matar a ese maricón inglés, hijo de puta.

– Veamos, ¿por qué querría alguien con tus indudables ventajas hacer algo así? Un hombre tan rico como tú. Las armas ya no son una solución. A partir de ahora, si quieres dejar algo claro, echas mano de la cartera, no de la pistola. Y recuerda, es el grueso lo que cuenta.

Al sonrió, cuando empezó a comprender que ahora poseía una enorme fortuna.

– Joder, tienes razón. Soy rico ¿eh? Coño, puede que me deje crecer las uñas y el pelo de verdad y que almacene mi mierda en botellitas como aquel otro tío multimillonario. El que se inventó las tetas de Jane Russell.

– Howard Hugues.

– Eso.

– Al, puedes hacer todo lo que te pase por los huevos ahora que eres rico. Pero en este preciso momento te necesito abajo, listo para remover el combustible. Si oyes que los motores tartamudean, le das la vuelta a la cuchara.

– Eso está hecho. ¿Cuánto falta para el punto de encuentro?

Dave miró la consola y apretó el botón Mark en el ordenador. En la pantalla apareció la trayectoria y la interfaz con el gráfico punteado y, por encima de esta información, un mapa electrónico. El ordenador ya había establecido un círculo para indicar lo cerca que estaban de su próximo objetivo.

– Aún tenemos que navegar un poco -dijo Dave-. La tormenta nos llevó más allá de donde se suponía que teníamos que estar. Tardaremos entre cincuenta minutos y una hora en llegar al punto de encuentro.

– Estupendo -dijo Al y volvió al interior. Le quedaba el tiempo justo para cagar y tomar una cerveza antes de volver a subir para matar a Dave.

Cuando hubieron disparado la tercera y última bala de cañón y Jellicoe acabó de renegar, Kate dijo que tenían que ir a ver cómo le iba a Jock con la combinación de la caja fuerte del

Juarista.

Encontraron a Bert Ross tecleando combinaciones, bajo la atenta mirada de Jock.

– Acabo de calcular cuánto tiempo nos llevará esto -dijo Jock-. El primer número era nueve. Cuesta unos diez segundos probar cada combinación, empezando con 9000, luego 9001 y así sucesivamente. Eso significa que si acabamos teniendo que comprobar cada una de las 999 combinaciones, tardaremos dos horas y cuarenta y seis minutos.

Kate se golpeó la palma de la mano con el puño.

– Mierda -dijo abatida-, necesitamos la llave de la sala de radio.

– Suponiendo que realmente esté aquí -dijo Jellicoe-. Suponiendo que nueve sea realmente el primero de los cuatro números de esta maldita caja. Podía ser una manera como otra de hacernos perder el tiempo. Puede que tiraran la llave por la borda.

– No lo creo -dijo Kate-. Conozco a ese tipo y no creo que hiciera eso. Pero tendrán que aceptar mi palabra. ¿Puedo sugerir que continúen con la caja?

– ¿Y qué hacemos mientras tanto? -preguntó Jock.

– Sólo hay una cosa que podamos hacer, y es ir tras ellos.

– Quince nudos es nuestra máxima velocidad -dijo Jellicoe-. Ellos van mucho más rápido.

– No, señor, tendríamos que llevarnos uno de los otros barcos.

– ¿En medio del Atlántico?

– Ellos lo han hecho.

– ¿Sin radio?

– Bueno, la verdad es que no estamos solos -explicó Kate-. Hay un submarino francés en la zona. Se suponía que acudirían a un encuentro con nosotros más o menos por esta hora. Y hay dos hombres del FBI y los guardacostas de Estados Unidos esposados en el baño de mi barco. Tan pronto como encuentren las llaves, pueden enviar un mensaje al submarino. Hay que utilizar unas frecuencias y unos códigos especiales. Cosas del FBI. Entretanto, el Duke puede mantenerse en esta posición hasta que volvamos.

– Suponiendo que los alcancemos -replicó Jellicoe-, ¿qué hacemos entonces? Ellos van bien armados.

– Tal como yo lo veo, tienen dos opciones -explicó Kate-. Pueden dirigirse a las Azores y arriesgarse a que los encuentre la policía local. O pueden navegar hasta un punto de encuentro acordado previamente con otro navío más grande. Sospecho que esto es lo que harán. Transferirán la cocaína a bordo, la esconderán entre la carga que lleve el otro barco y luego hundirán el yate en el que están ahora, para borrar sus huellas. Si podemos tenerlos a la vista cuando esto suceda, por lo menos podremos establecer la identidad del otro barco y hacer que lo aborde el submarino más tarde.

Jellicoe asintió.

– Tiene razón ¿Bert?

– 9-0-2-3. No -Sacudió la cabeza y suspirando levantó la mirada de la caja-. ¿Sí, Jack?

– Deja que Jock se encargue de abrir la caja.

– Sí, señor.

Jock se arrodilló en el vestidor del Juarista y empezó a marcar la siguiente combinación numérica.

– 9-0-2-4 -dijo.

– Dile a Frank que recoja su equipo de submarinismo y se reúna con nosotros en la popa. Sea cual sea el barco más cercano a mar abierto, quiero que esté desamarrado dentro de cinco minutos. Tan pronto como saques las llaves de la caja, puedes soltar a esos otros tipos del FBI. Y llevarlos a la radio.

– Sí, señor.

Kate ya había salido del Juarista y subido al flanco de estribor del Duke. El Britannia, con Dave y las drogas, estaba ya a quinientos metros a estribor y se alejaba rápidamente. Se volvió, buscando a Jellicoe.

– Vamos -chilló-. El hijo de puta se escapa.

23

¿Les importaría decirme exactamente qué coño está pasando aquí? ¿Es que el barco ha chocado con un iceberg? ¿Somos los únicos supervivientes? Espero que sí, porque me fastidia que la gente pilote mi barco, lo cual en parte tiene que ver con el pequeño detalle de que vale un millón de dólares. Pero, sobre todo, es debido al hecho de que para manejar no uno ni dos, sino tres, tres motores diesel Man, cada uno con 2.300 revoluciones, y tres propulsores Arneson de superficie, por lo general hay que saber con bastante precisión qué leches se está haciendo.

Kate se dio la vuelta en la silla del puente de mando y, al ver a un Calgary Stanford de ojos enrojecidos de pie allí, desplegó su más encantadora sonrisa.