El cajón parecía una bandeja para servir postres: cucharillas variadas, maquinillas de afeitar con tapa de oro, pajas de oro; toda la parafernalia del usuario habitual, como si se tratara de un Burdeos premier cru. Incluso la botella de cristal que contenía su reserva de coca llevaba una pequeña funda de oro.
– Más razón que la leche, nena -le dijo Al, mientras ponía una dosis generosa en el bloque de corte-. Es un lujo, no un modo de vida.
Cuando acabó de cortar la coca, separó el polvo en dos pulcros montones, cogió la pajita de oro y aspiró uno de los montones por las aleteantes ventanas de la nariz. La descarga le propulsó la cabeza hacia arriba y una enorme sonrisa le iluminó toda la cara.
– Esto es lo que yo llamo vitamina C -soltó una risita cloqueante y arrastró el segundo montón de coca del bloque de jade con la cuchilla, dejándolo caer en el ombligo de la chica muerta. Cogiendo la pajita de oro, apretó la cabeza contra la barriga y esnifó la droga del ombligo, lamiéndolo luego para no dejarse nada. Ya se sentía vigorizado.
– Es de buena cosecha -dijo.
Desde que Dave encontró el alijo, Al había estado pensando si habría una forma de sacarlo de allí y cargarlo en el Ercolano al mismo tiempo que transferían todo el dinero. A Tony le gustaría un regalo así. Parecía un desperdicio hundir el barco con toda aquella droga a bordo. Si toda era como la que le cosquilleaba en la nariz, tirar por la borda aquella veta madre sería una tragedia de cojones. Al lamió el ombligo de la chica otra vez, y notando que el barco empezaba a reducir la velocidad, salió al camarote principal y gritó por el hueco de la escalera:
– ¿Ya estamos?
– Calculo que éste será el sitio -gritó Dave.
Roncando feliz, Al se rascó la nariz y subió a la cocina donde había dejado sus armas, sobre la encimera. Cogió la 45 automática y destornilló el dispositivo láser de mira. No iba a necesitarlo. No a la distancia que tenía en mente. Del silenciador ya se había deshecho cuando disparó contra el que creyó un pasajero curioso. El ruido iba bien cuando se trataba de persuadir a alguien de que se quitara del jodido medio. Sacando el cargador, metió unas cuantas balas más en el interior hasta que estuvo lleno y luego volvió a meterlo en la empuñadura. No necesitaría más que una bala, pero Al era demasiado profesional para dejar nada al azar. En cuanto podías recargar, lo hacías. Nunca se sabía qué podía suceder cuando tenías que cargarte a alguien. Lo inesperado; era siempre un factor. Especialmente si se trataba de un tipo al que conocías bien. Un tipo que incluso te gustaba. Las drogas habían ayudado a Al a cambiar de opinión sobre saltarle la tapa de los sesos a Dave sin decirle ni una palabra. Eso ya no le parecía tan buena idea. Iba a tener que hablar con él. Disculparse. Decirle que no era nada personal. Que era sólo la jodida paranoia de Naked Tony, y ¿qué podía hacer él, Al, si las cosas eran así? O hacía lo que le mandaban o lo liquidaban a él. Después de todo lo que él y Dave habían pasado juntos, pedir disculpas le parecía lo mínimo que podía hacer por el hombre. Eso y un disparo rápido y sin dolor en la cabeza. La parte de atrás del cráneo, probablemente; al estilo de las SS. Pensaras lo que pensaras de su falta de moralidad personal, aquellos nazis sabían cómo despachar a la gente con una pistola. Era la eficacia nazi. Lo último en máquinas asesinas. El BMW con balas.
El propietario original del Britannia había sido muy aficionado al buceo y el barco estaba equipado con un Apelco para detectar peces. Además de ofrecer a quien observara la pantalla la mejor imagen posible de dónde se podían encontrar los peces, el Apelco estaba equipado con un transductor de frecuencia dual, el cual, al escanear cuanto había en el agua delante del barco, podía avisar con tiempo de la existencia de bancos de arena, agujeros en el lecho marino o incluso restos de naufragio que explorar. Desde la silla del piloto en el puente, Dave mantenía un ojo en el Apelco y otro en Al a través de la ventana de la lumbrera de la cocina. Sólo podía haber una razón para que Al recargara su arma. Tenía intención de usarla. Contra él. Ése era el momento que medio había estado esperando. Ahora que Dave había servido a sus fines, era el momento de la traición de Al.
Dave desaceleró al máximo, de forma que los motores quedaran al ralentí, cogió la metralleta Mossberg de la consola de control y se situó inmediatamente encima del hueco de la escalera que llevaba de la cocina al puente.
Al subía sigilosamente las escaleras, la pistola lista para disparar.
– ¿Ya ves el barco? -preguntó.
Dave introdujo un cartucho en el cañón a modo de respuesta y apuntó.
– Sólo tu nuca, Al -contestó.
Al reconocer el sonido distintivo de una metralleta que se pone a punto para la tarea, Al se quedó tan quieto como el mismo barco.
– Tira la pistola tan lejos como puedas. Y asegúrate de que cae al mar, o me disgustaré.
– ¿De qué coño vas? -dijo Al.
– Dímelo tú.
– ¿Estás chiflado o qué?
– La pistola, Al, o te haré una raya en el pelo con perdigones. Ya he matado a dos personas hoy. No creo que una más perjudique especialmente a mi alma inmortal. Pero a la tuya seguro que sí.
– De acuerdo, de acuerdo. De todos modos ya no la necesito.
– Tú lo has dicho.
Al tiró la pistola. Voló por los aires y cayó al océano detrás de barco con un plaf apenas audible.
– Sube aquí, muy despacio, las manos en la cabeza -le ordenó Dave, retrocediendo hasta la silla del piloto.
Al hizo lo que le mandaban. Pero al minuto siguiente, justo cuando llegaba arriba de las escaleras, el barco empezó a cabecear violentamente como si un súbito tifón o un remolino estuviera agitando el mar. Dave se cayó sentado en la silla y, mirando el Apelco, vio la silueta de algo grande en la pantalla. Comprendió por la velocidad de su ascenso que no era ni un banco de peces ni un leviatán marino. Reconocía la rúbrica electrónica de un submarino cuando la veía. Pero para entonces el submarino ya estaba saliendo a la superficie, a menos de cincuenta metros de la proa del Britannia. Y Al se arrastraba por el puente hacia él, con un cuchillo en la mano y una expresión asesina escrita en su fea cara.
Dave se volvió hacia Al, con la metralleta apuntando al cuerpo con forma de barril. Podía matarlo. Podía volarle la cabeza limpiamente. Al lo sabía, pero confiaba en la falta de agallas de Dave para matar otra vez. No podía esperar que en el último momento Dave cogería el arma por el cañón y haciendo girar la Mossberg como si fuera un bate de béisbol le golpearía en la cabeza. La culata batió el cráneo de Al con un sonoro golpe, como alguien que golpeara una vez con fuerza en una puerta de madera, y Al cayó al suelo a los pies de Dave.
La mayoría de hombres habría perdido el sentido. Al sólo se quedó allí, quejándose, durante un minuto, tiempo suficiente para que Dave le quitara el cuchillo y lo lanzara por la borda, y apartándose mientras Al se sentaba lentamente. Frotándose la cabeza con rabia, fijó la mirada en la metralleta y luego en la torreta de mando del submarino que se elevaba por encima de ellos.
– Bueno, no hay ninguna necesidad de tomárselo como algo personal. Sácanos de aquí, por los clavos de Cristo -dijo quejándose-. Sean quienes sean, no quieren preguntarnos el camino. Todavía podemos dejarlos atrás.
– ¿Dónde sugieres que vayamos?
– A cualquier sitio menos aquí.
Dave apagó las máquinas.
– ¿Es que estás majara? -preguntó Al-. Si es por este pequeño malentendido que hemos tenido tú y yo… no tengo intención de que vayamos a la cárcel por eso. Venga, vamos ya, ¿quieres? No pueden alcanzar un yate como éste.