– El compañero de celda se llamaba Einstein Gergiev -informó Figaro-. Lo llamaban Einstein porque había sido físico y experto en informática antes de liarse con las mafias en Rusia, y luego aquí, en Florida.
– Un hijo de puta listo, ¿eh?
– Tenía montado algún tinglado con eso de las dos ciudades gemelas.
– ¿Qué dos ciudades?
– Las dos San Petersburgo.
– La del Golfo de México la conozco, pero ¿dónde está la otra?
– En Rusia, al norte de Rusia.
– No lo sabía.
– Fue todo un fraude, según me han dicho. Le costó a la ciudad de San Petersburgo, la de Florida, varios millones de dólares.
– ¿De veras?
– De cualquier modo, a Gergiev lo soltaron hace seis meses y lo deportaron a Rusia. Pero no sabía que tuviera amigos en Nueva York.
– Todos esos rusos, los rojos, se encuentran allí. Playa Brighton. Tendrías que verlo. El hogar de los jodidos rusos lejos de su hogar. Little Odesa, lo llaman. Los contactos los tienen allí o en Israel, en Tel Aviv. La mitad de los judíos que se fueron de Rusia están relacionados. Para empezar, así es como consiguieron el dinero para largarse -Nudelli se encogió de hombros-. Tengo un primo en Tampa. A lo mejor él puede averiguar algo de ese Einstein rojo. ¿Dónde está Delano?
– Dijo que iba a alojarse en el Sheraton de Bal Harbor.
– Es un buen hotel de la playa. Con clase. Puedes olvidarte del Fontainebleau.
Nudelli se enderezó en la silla. Había encontrado al camarero.
– ¡Eh, tú, Elias! Ven aquí.
Al ver a Toni Nudelli, el camarero retrocedió hacia la puerta del restaurante como un quarterback buscando a uno de sus receptores. Un segundo después había salido por la puerta y corría a través del patio de estilo Mediterráneo, en dirección a Biscayne Bay.
– Joder -dijo Nudelli echándose a reír-. ¿Qué coño he dicho?
5
Dave había echado de menos el mar, incluso un mar tan lleno de gente y barcos como el de Miami Beach. Metido entre el cielo azul pálido y el polvo de rocas rojas que hacía las veces de arena, el mar, del color gris de la piel de una serpiente, llegaba hasta él haciendo garabatos de espuma. En Homestead siempre soñaba con volver a contemplar ese paisaje. Pero no era esa recuperada vista del mar lo que servía para subrayar su libertad, sino aquel olor a sal y aquel sonido visceral, como una respiración, que la acompañaba. Esa parte la había olvidado. Entre las cuatro paredes de la suite del hotel, por lujosa que fuera, era demasiado fácil revivir la pesadilla de estar dentro de su celda otra vez, del mismo modo que alguien a quien le han amputado una pierna sigue sintiéndola como si aún la tuviera. Sólo tenía que cerrar los ojos y escuchar el silencio dotado de aire acondicionado. Pero aquí, en la playa, con sus sonidos y olores penetrándole en la conciencia, la sensación del viento en su pelo bien cortado y del sol de la tarde calentando su cara bien rasurada, como si fuera la placa de un fogón gigante, era imposible confundir el lugar donde estaba con nada que no fuera el mundo exterior. Dave se tumbó en la toalla de playa y respiró profundamente con la vista fija en el cielo. Ni siquiera leyó. Sus otros sentidos, tan descuidados, no le permitirían concentrarse en nada excepto en dónde estaba y lo que eso significaba. Unos cuantos días de descanso en Bal Harbor le ayudarían a derrumbar los muros que seguían en pie dentro de su cabeza. Después, podría ponerse a trabajar.
A Willy Four Breakfasts Barizon le venía el apodo de la vez que se comió cuatro desayunos completos -dos huevos fritos, dos lonjas de beicon, una salchicha, y patatas y cebollas fritas en cada uno- en un Denny de la Avenida Lincoln. Con casi 1,85 de estatura, pesaba alrededor de 105 kilos desnudo y cerca de 115 vestido. Los diez kilos de diferencia eran debidos principalmente a las dos pistolas que llevaba debajo de su holgada camisa hawaiana. La lengua le venía dos tallas grande a su cara, lo que hacía que hablara por un lado de la boca, que siempre parecía húmeda, igual que si todavía guardara uno de aquellos desayunos en el otro carrillo, como si fuera una mascada de tabaco. Tenía el pelo negro y con rizo natural, aunque el corte que llevaba hacía que pareciera como si acabaran de hacerle la permanente, con aquellos pequeños rizos que le caían por encima de sus orejas de elefante, como si fuera un judío hasídico. Con el aspecto de gigante de tamaño reducido que tenía, era difícil que Willy Barizon pasara inadvertido. Además, hacía tiempo que no se encargaba de aquel tipo de trabajos, y había olvidado cómo actuar con sutileza. El negocio del transporte de hielo era todo fachada. Mostrar un aspecto duro cuando iba a recaudar el dinero era lo único que se necesitaba. Era raro tener que llegar a zurrar a alguien.
Dave detectó a Willy al momento de verlo. O mejor dicho, detectó la mirada que el hombretón recibió del botones cuando Dave salió del restaurante del hotel y fue a pedirle al recepcionista que enviara el fax que había escrito en pulcras mayúsculas cirílicas mientras cenaba. Cinco años vigilando que no le dieran por el culo habían hecho que le salieran ojos en el cogote. Era como si el botones hubiera proyectado una flecha de neón al pecho del hombretón, una flecha que decía: «Ese es tu blanco. A por él».
Dave entró en el ascensor al lado de una mujer con un peinado tan alto como el gorro de un chef. ¿Qué les pasaba a las mujeres de Miami con los peinados altos? Con un ojo en el peinado y en la marchita muñeca que había debajo, apretó el botón de su piso y se situó al fondo mientras ella apretaba el del suyo. Luego fue ella la que se apartó al entrar Willy. Pasaron uno o dos segundos antes de que él pensara en apretar también un botón, lo cual confirmó más o menos la sospecha de Dave de que el tipo había estado esperando para seguirlo hasta su habitación. Pero la cuestión del motivo seguía intrigándole. No era un poli, de eso estaba seguro. Un poli lo hubiera agarrado en el vestíbulo. ¿Y por qué motivo? ¿Sospecha de robo de un gran coche? Mientras se cerraban las puertas, Dave se volvió hacia Willy Barizon y estiró el brazo para que se viera el reloj que había comprado en el centro comercial de Bal Harbor aquella misma tarde.
– ¿Ves este reloj, tío?
– ¿Qué?
– El reloj. Es un Breitling Chronometer. El mejor reloj del mundo.
Cara de Muñeca hizo como si él no existiera.
– Olvídate del Rolex. Eso es sólo para las películas. Y para el National Geographic. Esto, esto es un instrumento de precisión cojonudo. Me costó 5.000 dólares.
– ¿Y a mí que mierda me cuentas? -gruñó Willy.
– Espera, no he acabado. ¿Quieres ver mi billetera?
Dave sacó su cartera y la abrió.
– ¿Ves esto? Piel de primera. ¿No es una belleza? Y además con 1.000 dólares dentro.
– Estás pirado.
Sonó una campanilla cuando el ascensor llegó al piso de Cara de Muñeca.
– Realmente -dijo, pisando con garbo sobre sus altos tacones-. Algunos no saben como llevarlo, ¿verdad?
– Tiene usted toda la razón, señora -asintió Willy.
Dave devolvió la cartera al bolsillo de la chaqueta de su traje de lino y sacó su nueva estilográfica mientras las puertas volvían a cerrarse.
– Y además tengo esta pluma.
– Que te den, tío, y que le den también a tu pluma -dijo Willy, y palpó instintivamente una de las dos herramientas que llevaba debajo del cinturón.