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Los agudos ojos de recluso de Dave captaron el revelador bulto con una sola mirada.

– Te estoy contando todo esto por una razón -explicó fríamente-. Te lo cuento para que sepas en lo que valoro tus jodidas posibilidades de robarme.

– Te has equivocado de tío, Delano. ¿Quién dijo nada de robarte tu culo de mierda?

Dave dio un paso atrás. La lengua casi se le salía de la boca al hombre cuando hablaba. Dave había sentido la rociada de saliva como si fuera lluvia. Los ojos se le quedaron un momento detenidos en esa lengua, fascinados por su grotesco aspecto. En el mejor de los casos, parecía la carátula que Andy Warhol había diseñado para el disco de los Rolling Stones. Sticky Fingers. Aún lo conservaba. Eso si su hermana no lo había vendido, claro. En el peor, la lengua parecía algún tipo de repugnante medusa rosa dentro de un círculo de amarillo rojizo. La campanilla del ascensor volvió a sonar al llegar al piso que Willy había escogido, sólo que él no le prestó ninguna atención.

El tío había dicho su nombre. Llevaba artillería y lo había seguido dentro del ascensor. ¿Qué más necesitaba saber? Desenroscó la tapa de la pluma.

– ¿Has acabado de enseñarme todas tus pertenencias?

– Sólo una cosa más -insistió Dave-. Aquí está la pluma. Es una Mont Blanc Meisterstuck. Se llama Mont Blanc porque el plumín de catorce quilates lleva escrito la altura del Mont Blanc. Es la montaña más alta de Francia. Adelante, échale una mirada.

Dave levantó la pluma para que Willy la viera.

– Cuatro mil ochocientos diez metros de altura. Adelante, mírala, porque te la voy a dar como regalo.

Willy miró.

Dave no dudó ni un instante, y clavó la punta en forma de mitra de su pluma tamaño Cohiba en el blanco del ojo del hombretón, salpicando al mismo tiempo con una galaxia de manchas de tinta la cara, el cuello y la camisa de Willy.

Willy aulló de dolor, apretando las dos manos sobre el ojo herido y dando a Dave la oportunidad de golpearlo libremente en los riñones, como si estuviera entrenándose con el saco en el gimnasio de la prisión. Tras propinarle tres puñetazos, remató la faena con un gancho a las pelotas de Willy que iba cargado con toda la fuerza de su hombro y que fue tan despiadado que Willy sintió como si le estuvieran desgarrando la carne con unas tenazas al rojo vivo. Las puertas del ascensor se abrieron de nuevo con un suspiro de aire que era como el eco del sonido que salía de la malformada boca de Willy. Encogido, con una mano en las pelotas y otra en el ojo, Willy parecía más pequeño ahora y más fácil de manejar. Dave vio que no había necesidad de volver a golpearlo. Pero había unas preguntas que necesitaban respuesta. Y aplicando la suela de piel auténtica de un elegante mocasín nuevo en la rabadilla de Willy, Dave lo lanzó al pasillo. Willy cayó de barriga sobre la tupida alfombra, dio con la cabeza contra un extintor colgado de la pared y luego se desmayó.

Dave recogió su pluma del suelo del ascensor y salió rápidamente antes de que se cerraran las puertas. Miró a ambos lados. No había nadie. Agarró a Willy por las piernas y lo arrastró por el pasillo hasta su suite.

Una vez seguro al otro lado de la puerta, Dave registró a Willy concienzudamente; pudo aliviarle de un Ruger Security-Six, que llevaba en un cinturón por dentro de los pantalones y que imaginaba que era sobre todo para alardear, y debajo de una correa sobre la barriga, una 22 automática, más pequeña y silenciosa, que era la que probablemente hacía el trabajo. Dave descargó el revólver y dejó la 22 a mano para cuando el tipo volviera en sí. El nombre que aparecía en el carnet de conducir que encontró en la sudada cartera era Willy Barizon. Dave nunca había oído hablar de él. Había una Mastercard, ochenta dólares, un ticquet del servicio de aparcamiento del Sheraton, un boleto de apuestas por un perro en Hollywood y una tarjeta profesional de una puta con un número de la zona 305. «Foxy Blonde. Belleza joven y voluptuosa. Servicio a domicilio.» Al reverso había un nombre: «Tia». Dave tiró la tarjeta a la basura.

– Me parece que no irás al domicilio de Willy durante un tiempo -dijo, recordando la fuerza con que le había golpeado los huevos al hombretón. Dave fue al baño y volvió con los cinturones de los dos albornoces, que empleó para atarle primero las manos a la espalda y luego los tobillos. Se preparó una bebida y reunió algunos libritos de cerillas que cogió del bar mientras Willy iba recuperando la conciencia entre gruñidos. Dave se sentó sobre la parte posterior de los muslos de Willy, de cara a los pies, y empezó a quitarle los zapatos y los calcetines. Echando una mirada por encima del hombro dijo:

– ¿Qué tal va por ahí, Moose? ¿Listo para un diálogo socrático? Eso quiere decir que yo digo una cosa, tú dices otra y yo llego a una conclusión.

Dave echó a un lado con asco los calcetines de Willy y tomó otro sorbo del vaso.

– ¿Nunca has oído hablar de Sócrates, Moose? Fue un filósofo griego, al que condenaron a muerte por corromper a los jóvenes de Atenas. Eso fue antes de la televisión, claro. Los chavales de hoy tienen cable, así que probablemente ya estén corrompidos, ¿no? Al tal Sócrates lo obligaron a tomar cicuta. Es una especie de veneno. Pariente del perejil, por si te interesa, así que ve con cuidado con tus aliños. Sea como sea, cuando leí esto, en un libro de Platón, empecé a preguntarme cómo haces para obligar a alguien a envenenarse por voluntad propia. Quiero decir, no es igual que si te atan a una camilla y te ponen una inyección letal como hacen en la trena. No, él se sentó con unos cuantos amigos y se lo bebió él mismo. No te jode. Y yo me pregunté por qué.

– Que te fodan -gruñó Willy.

– Bueno, mira, pues resulta que aquellos antiguos griegos – los muy cabrones- te daban una alternativa a que te envenenaras tú mismo. ¿Sabes cuál era? Un tío venía y te torturaba hasta la muerte. Lo hacía de la siguiente manera: te ataba y te daba alguna clase de droga para que se te relajara el culo. Amilnitrato, o su equivalente antiguo, lo más probable. Lo mismo que hacen esos gays del S &M. Esos tipos se hacen todo tipo de porquerías unos a otros, cosas que yo no puedo ni imaginar. Cuando el torturador pensaba que ya estabas preparado, te metía todo el brazo por el ojete, al estilo de Robert Mapplethorpe, y seguía para arriba hasta que te agarraba el corazón. Cuando lo hacía -y ésa era la parte más exquisita de la tortura- iba estrujándolo lentamente con la mano, como si fuera una jodida esponja o algo así. ¿Puedes imaginártelo? Para que hablemos de que nos duele el pecho. Joder. Los verdaderos expertos podían hacerlo durar un rato, como los amantes experimentados. Y eso, eso era la alternativa al veneno, no te engaño. Un polvo de puño fatal. No es de extrañar que el viejo Sócrates decidiera hacer mutis por sí mismo, ¿eh?

– Hijoputa.

– Exacto. Otro escritor… vas a oírme hablar de un montón de figuras literarias, si te quedas un rato conmigo, Moose: los últimos cinco años no he hecho más que leer. Y hacer ejercicio. Pero eso ya lo debes saber, ¿no? Siento haber tenido que darte tan fuerte. Pero eres un tío muy grande, Moose. A lo que íbamos, este otro escritor, se llamaba Samuel Johnson, decía que la perspectiva de que te cuelguen ayuda a la gente a concentrarse de una forma extraordinaria. Y yo sospecho que lo mismo pasa con la tortura.

– Que te fodan… mi ojo… didé nada… cabrón…

Dave tiró de los pies de Willy.

– Moose, Moose, deberías cuidarte mejor esos pies. Tienes el peor caso de pie de atleta que he visto. ¿Te secas bien entre los dedos? Tendrías que hacerlo, ¿sabes? El tuyo es ya un caso crónico, me parece. Jodidamente difícil de erradicar. La mayoría de esas preparaciones antihongos no funcionan ¿sabes? Pero tengo un remedio infalible para liquidar a ese diminuto microbio que causa esta dolencia quiropódica tan poco comprendida. En realidad es un secreto, aunque no me importa compartirlo con alguien como tú, Moose.