Viajan sin dinero y sin maletas: mudan de casa cuando se les antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y so tienen que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no saben de lunes ni de sábados; se bañan en todas partes, a cada momento; aman el amor sin nombre, la amada universal.
Y cuando las gentes ¡las pobres gentes!, se van a misa los domingos, cerrando las puertas, ellos, en un alegre ejemplo de amor sin rito, se vienen de pronto, con su algarabía fresca y jovial, al jardín de las casas cerradas, en las que algún poeta, que ya conocen bien, y algún burrillo tierno-¿te juntas conmigo?-los contemplan fraternales.
Capítulo sesenta y cuatro Frasco Vélez
Hoy no se puede salir, Platero. Acabo de leer en la plazoleta de los Escribanos el bando del alcalde:
“Todo Can que transite por los andantes de esta Noble Ciudad de Moguer, sin su correspondiente Sálamo o bozal, será pasado por las armas por los Agentes de mi Autoridad.”
Eso quiere decir, Platero, que hay perros rabiosos en el pueblo. Ya ayer noche he estado oyendo tiros y más tiros de la Guardia municipal, nocturna consumera volante, creación también de Frasco Vélez, por el Monturrio, por el Castillo, por los Trasmuros.
Lolilla, la tonta, dice alto por las puertas y ventanas que no hay tales perros rabiosos, y que nuestro alcalde actual, así como el otro, Vasco, vestía al Tonto de fantasma, busca la soledad que dejan sus tiros para pasar su aguardiente de pita y de higo. Pero ¿y si fuera verdad y te mordiera un perro rabioso? ¡No quiero pensarlo, Platero!
Capítulo sesenta y cinco El verano
Platero va chorreando sangre, una sangre espesa y morada, de las picaduras de los tábanos. La chicharra sierra un pino, que nunca llega… Al abrir los ojos, después de un inmenso sueño instantáneo, el paisaje de arena se me torna blanco, frío en, su ardor. espectral.
Están los jarales bajos constelados de sus grandes flores vagas, rosas de humo, de gasa, de papel de seda, con las cuatro lágrimas de carmín; y una calina que asfixia, enyesa los pinos chatos. Un pájaro nunca visto, amarillo con lunares negros, se eterniza, mudo, en una rama.
Los guardas de los huertos suenan el latón para asustar a los rabúos, que vienen, en grandes bandos celestes, por naranjas… Cuando llegamos a la sombra del nogal grande rajo dos sandías, que abren su escarcha grana y rosa en un largo crujido fresco. Yo me como la mía lentamente, oyendo, a lo lejos, las vísperas del pueblo. Platero se bebe la carne de azúcar de la suya como si fuese agua.
Capítulo sesenta y seis Fuego en los montes
La campana gorda!… Tres…, cuatro toques… ¡Fuego! Hemos dejado la cena, y, encogido el corazón por la negra angostura de la escalerilla de madera hemos subido, en alborotado silencio afanoso, a la azotea.
– ¡En el campo de Lucena! -grita Anilla, que ya estaba arriba, escalera abajo, antes de salir nosotros a la noche… -¡Tan, tan, tan, tan! Al llegar afuera-¡qué respiro!-, la campana limpia su duro golpe sonoro y nos amartilla a los oídos y nos aprieta el corazón.
– Es grande, es grande… Es un buen fuego…
Sí. En el negro horizonte de pinos, la llama distante parece quieta en su recortada limpidez. Es como un esmalte negro y bermellón, igual a aquella Caza de Piero di Cosimo, en donde el fuego está pintado sólo con negro, rojo y blanco puros. A veces brilla con mayor brío otras, lo rojo se hace casi rosa, del color de la luna naciente… La noche de agosto es alta y parada, y se diría que el fuego está ya en ella para siempre, como un elemento eterno… Una estrella fugaz corre medio cielo y se sume en el azul, sobre las Monjas… Estoy conmigo…
Un rebuzno de Platero, allá abajo, en el corral, me trae a la realidad… Todos han bajado… Y en un escalofrío, con que la blandura de la noche, que ya va a la vendimia, me hiere, siento como si acabara de pasar junto a mí aquel hombre que yo creía en mi niñez que quemaba los montes, una especie de Pepe el Pollo-Oscar Wilde moguereño-, ya un poco viejo, moreno y con rizos canos, vestida su afeminada redondez con una chupa negra y un pantalón de grandes cuadros en blanco y marrón, cuyos bolsillos reventaban de largas cerillas de Gibraltar…
Capitulo sesenta y siete El arroyo
Este arroyo, Platero, seco ahora, por el que vamos a la dehesa de los Caballos, está en mis viejos libros amarillos, unas veces como es, al lado del pozo ciego de su prado, con sus amapolas pasadas de sol y sus damascos caídos; otras, en superposiciones y cambios alegóricos, mudado, en mi sentimiento, a lugares remotos, no existentes o sólo sospechados…
Por él, Platero, mi fantasía de niño brilló sonriendo, como un vilano al sol, con el encanto de los primeros hallazgos, cuando supe que él, el arroyo de los Llanos, era el mismo arroyo que parte el camino de San Antonio por su bosquecillo de álamos cantores; que andando por él, seco, en verano, se llegaba aquí; que echando un barquito de corcho allí, en los álamos, en invierno, venía hasta estos granados, por debajo del puente de las Angustias, refugio mío cuando pasaban toros…
¡Qué encanto este de las imaginaciones de la niñez, Platero, que yo no sé si tú tienes o has tenido! Todo va y viene, en trueques deleitosos; se mira todo y no se ve, más que como estampa momentánea de la fantasía…
Y anda uno semiciego, mirando tanto adentro como afuera, volcando, a veces, en la sombra del alma la carga de imágenes de la vida, o abriendo al sol, como una flor cierta, y poniéndola en una orilla verdadera, la poesía, que luego nunca más se encuentra, del alma iluminada.
Capítulo sesenta y ocho Domingo
La pregonera vocinglería de la esquila de vuelta, cercana ya, ya distante, resuena en el cielo de la mañana de fiesta, como si todo el azul fuera de cristal. Y el campo, un poco enfermo ya, parece que se dora de las notas caídas del alegre revuelo florido.
Todos, hasta el guarda, se han ido al pueblo para ver la procesión. Nos hemos quedado solos Platero y yo. ¡Qué paz! ¡Qué pureza! ¡Qué bienestar! Dejo a Platero en el prado alto, y yo me echo, bajo un pino lleno de pájaros que no se van, a leer. Omar Khayam…
En el silencio que queda entre dos repiques, el hervidero interno de la mañana de septiembre cobra presencia y sonido. Las avispas orinegras vuelan en torno de la parra cargada de sanos racimos moscateles, y las mariposas, que andan confundidas con las flores, parece que se renuevan, en una metamorfosis de colorines, al revolar. Es la soledad como un gran pensamiento de luz.
De cuando en cuando, Platero deja de comer, y me mira… Yo, de cuando en cuando, dejo de leer, y miro a Platero…
Capítulo sesenta y nueve El canto del grillo
Platero y yo conocemos bien, de nuestras correrías nocturnas, el canto del grillo.
El primer canto del grillo, en el crepúsculo, es vacilante, bajo y áspero. Muda de tono, aprende de sí mismo y, poco a poco, va subiendo, va poniéndose en su sitio, como si fuera buscando la armonía del lugar y de a hora. De pronto, ya las estrellas en el cielo verde y transparente, cobra el canto un dulzor melodioso e cascabel libre.
Las frescas brisas moradas van y vienen; se abren del todo las flores de la noche y vaga por el llano una esencia pura y divina, de confundidos prados azules, celestes y terrestres. Y el canto del grillo se exalta, llena todo el campo; es cual la voz de la sombra. No vacila ya, ni se calla. Como surtiendo de sí propio, cada nota es gemela de la otra, en una hermandad de oscuros cristales.