Una brisa seca, embalsamada de derretida jara, me acaricia el sudoroso despertar. Las grandes hojas, levemente movidas, del blando árbol viejo, me enlutan o me deslumbran. Parece que me mecieran suavemente en una cuna que fuese del sol a la sombra, de la sombra al sol.
Lejos, en el pueblo desierto, las campanas de las tres suenan las vísperas, tras el oleaje de cristal del aire. Oyéndolas, Platero, que me ha robado una gran sandía de dulce escarcha grana, en pie, inmóvil me mira con sus enormes ojos vacilantes, en los que le anda una pegajosa mosca verde.
Frente a sus ojos cansados, mis ojos se me cansan otra vez… Torna la brisa, cual una mariposa que quisiera volar y a la que, de pronto, se le doblaran las alas… las alas…, mis párpados flojos, que, de pronto, se cerraran…
Capítulo setenta y seis Los fuegos
Para septiembre, en las noches de velada, nos poníamos en el cabezo que hay detrás de la casa del huerto, a sentir el pueblo en fiesta desde aquella paz fragante que emanaban los nardos de la alberca. Pioza, el viejo guarda de viñas, borracho en el suelo de la era, tocaba cara a la luna, hora tras hora, su caracol.
Ya tarde, quemaban los fuegos. Primero eran sordos estampidos enanos; luego, cohetes sin cola, que se abrían arriba, en un suspiro, cual un ojo estrellado que viese, un instante, rojo, morado, azul el campo; y otros, cuyo esplendor caía como una doncellez desnuda que se doblara de espaldas, como un sauce de sangre que gotease flores de luz ¡Oh, qué pavos reales encendidos, qué macizos aéreos de claras rosas, qué faisanes de fuego por jardines de estrellas¡
Platero, cada vez que sonaba un estallido, se estremecía, azul, morado, rojo en el súbito iluminarse del espacio; y en la claridad vacilante, que agrandaba y encogía su sombra sobre el cabezo, yo veía sus grandes ojos negros que me miraban asustados.
Cuando, como remate, entre el lejano vocerío del pueblo, subía al cielo constelado la áurea corona giradora del castillo, poseedora del trueno gordo, que hace cerrar los ojos y taparse los oídos a las mujeres, Platero huía entre las cepas, como alma que lleva el diablo, rebuznando enloquecido hacia los tranquilos pinos en sombra.
Capítulo setenta y siete El vergel
Como hemos venido a la capital, he querido que Platero vea El Vergel… Llegamos despacito, verja abajo, en la grata sombra de las acacias y de los plátanos, que están cargados todavía. El paso de Platero resuena en las grandes losas que abrillanta el riego, azules de cielo a trechos, y a trechos blancas de flor caída, que, con el agua, exhala un vago aroma dulce y fino.
¡Qué frescura y qué olor salen del jardín, que empapa también el agua, por la sucesión de los claros de yedra goteante de la verja! Dentro, juegan los niños. Y entre su oleada blanca pasa, chillón y tintineador, el cochecillo del paseo, con sus banderitas moradas y su toldillo verde; el barco del avellanero, todo engalanado de granate y oro, con las jarcias ensartadas de cacahuetes y su chimenea humeante; la niña de los globos, con su gigantesco racimo volador, azul, verde y rojo; el barquillero, rendido bajo su lata roja… En el cielo, por la masa de verdor tocado ya del mal otoño, donde el ciprés y la palmera perduran, mejor vistos, la luna amarillenta se va encendiendo, entre nubecillas rosas…
Ya en la puerta, y cuando voy a entrar en El Vergel, me dice el hombre azul que lo guarda con su caña amarilla y su gran reloj de plata:
– Er burro no pué’entrá, zeñó.
– ¿El burro? ¿Qué burro?- le digo yo, mirando más allá de Platero, olvidado, naturalmente, de su forma animal.
– ¡Qué burro ha de zé, zeñó; qué burro ha de zéee…!
Entonces, ya en la realidad, como Platero no pude entrar por ser burro, yo, por ser hombre, no quiero entrar, y me voy de nuevo con él, verja arriba, acariciándolo y hablándole de otra cosa…
Capítulo setenta y ocho La luna
Platero acababa de beberse dos cubos de agua con estrellas en el pozo del corral, y volvía a la cuadra, lento y distraído, entre los altos girasoles. Yo le aguardaba en la puerta, echado en el quicio de cal y envuelto en la tibia fragancia de los heliotropos.
Sobre el tejadillo, húmedo de las blanduras de septiembre, dormía el campo lejano, que mandaba un fuerte aliento de pinos. Una gran nube negra, como una gigantesca gallina que hubiese puesto un huevo de oro, puso la luna sobre una colina.
Yo le dije a la luna:
…Ma sola
ha questa luna in ciel, che da nessuno
cader fu vista mai se non in sogno.
Platero la miraba fijamente, y sacudía, con un duro ruido blando, una oreja. Me miraba absorto y sacudía la otra…
Capítulo setenta y nueve Alegría
Platero juega con Diana, la bella perra blanca que se parece a la luna creciente, con la vieja cabra gris, con los niños…
Salta Diana, ágil y elegante, delante del burro, sonando su leve campanilla, y hace como que le muerde los hocicos. Y Platero, poniendo las orejas en punta, cual dos cuernos de pita, la embiste blandamente y la hace rodar sobre la hierba en flor.
La cabra va al lado de Platero, rozándose a sus patas, tirando con los dientes de la punta de las espadañas de la carga. Con una clavellina o con una margarita en la boca, se pone frente a él, le topa en el testuz, y brinca luego, y baja alegremente, mimosa, igual que una mujer…
Entre los niños, Platero es de juguete. ¡Con qué paciencia sufre sus locuras! ¡Cómo va despacito, deteniéndose, haciéndose el tonto, para que ellos no se caigan! ¡Cómo los asusta, iniciando, de pronto, un trote falso!
¡Claras tardes del otoño moguereño! Cuando el aire puro de octubre afila los límpidos sonidos, sube del valle un alborozo idílico de balidos, de rebuznos, de risas de niños, de ladreos y de campanillas…
Capítulo ochenta Pasan los patos
He ido a darle agua a Platero. En la noche serena, toda de nubes vagas y estrellas, se oye, allá arriba, desde el silencio del corral, un incesante pasar de claros silbidos.
Son los patos. Van tierra adentro, huyendo de la tempestad marina. De cuando en cuando, como si nosotros hubiéramos ascendido o como si ellos hubiesen bajado, se escuchan los ruidos más leves de sus alas, de sus picos, como cuando, por el campo, se oye clara la palabra de alguno que va lejos…
Horas y horas, los silbidos seguirán pasando, en un huir interminable.
Platero, de cuando en cuando, deja de beber y levanta la cabeza como yo, como las mujeres de Millet, a las estrellas, con una blanda nostalgia infinita…
Capítulo ochenta y uno La niña chica
La niña chica era la gloria de Platero. En cuanto la veía venir hacia él, entre las lilas, con su vestidillo blanco y su sombrero de arroz, llamándolo dengosa: “¡Platero, Plateriiillo!”, el asnucho quería partir la cuerda, y saltaba igual que un niño, y rebuznaba loco.
Ella, en una confianza ciega, pasaba una vez y otra bajo él, y le pegaba pataditas, y le dejaba la mano, nardo cándido, en aquella bocaza rosa, almenada de grandes dientes amarillos; o, cogiéndole las orejas, que él ponía a su alcance, lo llamaba con todas las variaciones mimosas de su nombre: “¡Platero! ¡Platerón! ¡Platerillo! ¡Platerete! ¡Platerucho!”
En los largos días en que la niña navegó en su cuna alba, río abajo, hacia la muerte, nadie se acordaba de Platero. Ella, en su delirio, lo llamaba triste:”¡Plateriiillo!… “ Desde la casa oscura y llena de suspiros se oía, a veces, la lejana llamada lastimera del amigo. ¡Oh estío melancólico! ¡Qué lujo puso Dios en ti, tarde del entierro! Septiembre, rosa y oro, como ahora, declinaba. Desde el cementerio,!cómo resonaba la campana de vuelta en el ocaso abierto, camino de la gloria!… Volví por las tapias, solo y mustio; entré en la casa por la puerta del corral, y, huyendo de los hombres, me fui a la cuadra y me senté a pensar, con Platero.