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Capítulo ochenta y dos El pastor

En la colina, que la hora morada va tornando oscura y medrosa, el pastorcillo, negro contra el verde ocaso de cristal, silba en su pito, bajo el temblor de Venus. Enredadas en las flores, que huelen más y ya no se ven, cuyo aroma las exalta hasta darles forma en la sombra en que están perdidas, tintinean paradas, las esquilas claras y dulces del rebaño, disperso un momento, antes de entrar al pueblo, en el paraje conocido. -Zeñorito, zi eze gurro juera mío…

El chiquillo, más moreno y más idílico en la hora dudosa, recogiendo en los ojos rápidos cualquier brillantez del instante, parece uno de aquellos mendiguillos que pintó Bartolomé Esteban, el buen sevillano.

Yo le daría el burro… Pero ¿qué iba yo a hacer sin ti, Platero?

La luna, que sube, redonda, sobre la ermita de Montemayor, se ha ido derramando suavemente por el prado, donde aún yerran vagas claridades del día; y el suelo florido parece ahora de ensueño, no sé qué encaje primitivo y bello; y las rocas son más grandes, más inminentes y más tristes; y llora más el agua del regato invisible…

Y el pastorcillo grita, codicioso, ya lejos:

– ¡Ayn! Zi eze gurro juera míooo…

Capítulo ochenta y tres El canario se muere

Mira, Platero, el canario de los niños ha amanecido hoy muerto en su jaula de plata. Es verdad que el pobre estaba ya muy viejo… El invierno último, tú te acuerdas bien, lo pasó silencioso, con la cabeza escondida en el plumón. Y al entrar esta primavera, cuando el sol hacía jardín la estancia abierta y abrían las mejores rosas del patio, él quiso también engalanar la vida nueva, y cantó pero su voz era quebradiza y asmática, como la voz de una flauta cascada.

El mayor de los niños, que lo cuidaba, viéndolo yerto en el fondo de la jaula, se ha apresurado, lloroso, a decir:

– ¡Puej no l’a faltao na: ni comida, ni agua!

No. No le ha faltado nada, Platero. “Se ha muerto porque sí”, diría Campoamor, otro canario viejo…

Platero, ¿habrá un paraíso de los pájaros? ¿Habrá un vergel verde sobre el cielo azul, todo en flor de rosales áureos, con almas de pájaros blancos, rosas, celestes, amarillos?

Oye, a la noche, los niños, tú y yo bajaremos el pájaro muerto al jardín. La luna está ahora llena, y a su pálida plata, el pobre cantor, en la mano cándida de Blanca, parecerá el pétalo mustio de un lirio amarillento Y lo enterraremos en la tierra del rosal grande.

A la primavera, Platero, hemos de ver al pájaro salir del corazón de una rosa blanca. El aire fragante se pondrá canoro, y habrá por el sol de abril un errar encantado de alas invisibles y un reguero secreto de trinos claros de oro puro.

Capítulo ochenta y cuatro La colina

¿No me has visto nunca, Platero, echado en la colina, romántico y clásico a un tiempo?

…Pasan los toros, los perros, los cuervos, y no me muevo, ni siquiera miro. Llega la noche, y sólo me voy cuando la sombra me quita. No sé cuándo me vi allí por vez primera y aún dudo si estuve nunca. Ya sabes qué colina digo; la colina roja aquella que se levanta, como un torso de hombre y de mujer, sobre la viña vieja de Cobano.

En ella he leído cuanto he leído y he pensado todos mis pensamientos. En todos los museos vi este cuadro mío, pintado por mí mismo: yo, de negro, echado en la arena, de espaldas a mí, digo a ti o a quien mirara, con mi idea libre entre mis ojos y el Poniente.

Me llaman, a ver si voy ya a comer o a dormir, desde la casa de la Piña. Creo que voy, pero no sé si me quedo allí. Y yo estoy cierto, Platero, de que ahora no estoy aquí, contigo, ni nunca en donde esté, ni en la tumba ya muerto; sino en la colina roja, clásica a un tiempo y romántica, mirando, con un libro en la mano, ponerse el sol sobre el río…

Capítulo ochenta y cinco El otoño

Ya el sol, Platero, empieza a sentir pereza de salir de sus sábanas, y los labradores madrugan más que él. Es verdad que está desnudo y que hace fresco.

¡Cómo sopla el Norte! Mira, por el suelo, las ramitas caídas; es el viento tan agudo, tan derecho, que están todas paralelas, apuntadas al Sur.

El arado va, como una tosca arma de guerra, a la labor alegre de la paz, Platero; y en la ancha senda húmeda, los árboles amarillos, seguros de verdecer, alumbran, a un lado y otro, vivamente, como suaves hogueras de oro claro, nuestro rápido caminar.

Capítulo ochenta y seis El perro atado

La entrada del otoño es para mí, Platero, un perro atado, ladrando limpia y largamente, en la soledad de un corral, de un patio o de un jardín, que comienzan con la tarde a ponerse fríos y tristes… Dondequiera que estoy, Platero, oigo siempre, en estos días que van siendo cada vez más amarillos, ese perro atado, que ladra al sol de ocaso…

Su ladrido me trae, como nada, la elegía. Son los instantes en que la vida anda toda en el oro que se va, como el corazón de un avaro en la última onza de su tesoro que se arruina. Y el oro existe apenas, recogido en el alma avaramente y puesto por ella en todas partes, como los niños cogen el sol con un pedacito de espejo y lo llevan a las paredes en sombra, uniendo en una sola las imágenes de la mariposa y de la hoja seca…

Los gorriones, los mirlos, van subiendo de rama en rama en el naranjo o en la acacia, más altos cada vez con el sol. El sol se torna rosa, malva… La belleza hace eterno el momento fugaz y sin latido, como muerto para siempre aún vivo. Y el perro le ladra, agudo y ardiente, sintiéndola tal vez morir, a la belleza…

Capítulo ochenta y siete La tortuga griega

Nos la encontramos mi hermano y yo volviendo, un mediodía, del colegio por la callejilla. Era en agosto- ¡aquel cielo azul Prusia, negro casi, Platero!-, y para que no pasáramos tanto calor, nos traían por allí, que era más cerca… Entre la hierba de la pared del granero, casi como tierra, un poco protegida por la sombra del Canario, el viejo familiar amarillo que en aquel rincón se pudría, estaba, indefensa. La cogimos, asustados, con la ayuda de la mandadera y entramos en casa anhelantes, gritando: “¡Una tortuga, una tortuga!” Luego la regamos, porque estaba muy sucia, y salieron, como de una calcomanía, unos dibujos en oro y negro…

Don Joaquín de la Oliva, el Pájaro Verde y otros que oyeron a éstos, nos dijeron que era una tortuga griega. Luego, cuando en los Jesuítas estudié yo Historia Natural, la encontré pintada en el libro, igual a ella en un todo, con ese nombre; y la vi embalsamada en la vitrina grande, con un cartelito que rezaba ese nombre también. Así, no cabe duda, Platero, de que es una tortuga griega.

Ahí está, desde entonces. De niños hicimos con ella algunas perrerías: la columpiábamos en el trapecio, le echábamos a Lord, la teníamos días enteros boca arriba… Una vez, el Sordito le dio un tiro para que viéramos lo dura que era. Rebotaron los plomos, y uno fue a matar un pobre palomo blanco que estaba bebiendo bajo el peral.

Pasan meses y meses sin que se la vea. Un día, de pronto, aparece en el carbón, fija, como muerta. A veces, un nido de huevos hueros, son señal de su estancia en algún sitio; come con las gallinas, con los palomos, con los gorriones, y lo que más le gusta es el tomate. A veces, en primavera, se enseñorea del corral, y parece que ha echado de su seca vejez eterna y sola una rama nueva; que se ha dado a luz a sí misma para otro siglo…

Capítulo ochenta y ocho Tarde de octubre

Han pasado las vacaciones y, con las primeras hojas amarillas, los niños han vuelto al colegio. Soledad. El sol de la casa, también con hojas caídas, parece vacío, En la ilusión suenan gritos lejanos y remotas risas…