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¡Qué gusto tan bueno dejan en la boca los piñones tostados, Platero! ¡Dan un brío, un optimismo! Se siente uno con ellos seguro en el sol de la estación fría, como hecho ya monumento inmortal, y se anda con ruido, y se lleva sin peso la ropa de invierno, y hasta echaría uno un pulso con León, Platero, o con el Manquito, el mozo de los coches…

Capítulo ciento seis El toro huido

Cuando llego yo, con Platero, al naranjal, todavía la sombra está en la cañada, blanca de la uña de león con escarcha. El sol aún no da oro al cielo incoloro y fúlgido, sobre el que la colina de chaparros dibuja sus más finas aulagas… De cuando en cuando, un blando rumor ancho y prolongado me hace alzar los ojos. Son los estorninos, que vuelven a los olivares, en largos bandos, cambiando en evoluciones ideales…

Toco las palmas… El eco… ¡Manuel!… Nadie… De pronto, un rápido rumor grande y redondo… El corazón late con un presentimiento de todo su tamaño. Me escondo, con Platero, en la higuera vieja…

Sí, ahí va. Un toro colorado pasa, dueño de la mañana, olfateando, mugiendo, destrozando por capricho lo que encuentra. Se para un momento en la colina y llena el valle, hasta el cielo, de un lamento corto y terrible. Los estorninos, sin miedo, siguen pasando con un rumor que el latido de mi corazón ahoga, sobre el cielo rosa.

En una polvareda, que el sol que asoma ya toca de cobre, el toro baja, entre las pitas, al pozo. Bebe un momento, y luego, soberbio, campeador, mayor que el campo, se va, cuesta arriba, los cuernos colgados de despojos de vid, hacia el monte, y se pierde, al fin, entre los ojos ávidos y la deslumbrante aurora, ya de oro puro.

Capítulo ciento siete Idilio de noviembre

Cuando, anochecido, vuelve Platero del campo con su blanca carga de ramas de pino para el horno, casi desaparece bajo la amplia verdura rendida. Su paso es menudo, unido, como el de la señorita del circo en el alambre, fino, juguetón… Parece que no anda. En punta las orejas, se diría un caracol debajo de su casa.

Las ramas verdes, ramas que, erguidas, tuvieron cuervos- ¡qué horror!, ¡ahí han estado, Platero!-, se caen, pobres, hasta el polvo blanco de las sendas secas del crepúsculo.

Una fría dulzura malva lo nimba todo. Y en el campo, que va ya a diciembre, la tierna humildad del burro cargado empieza, como el año pasado, a parecer divina…

Capítulo ciento ocho La yegua blanca

Vengo triste, Platero… Mira; pasando por la calle de las Flores, ya en la Portada, en el mismo sitio en que el rayo mató a los dos niños gemelos, estaba muerta la yegua blanca del Sordo. Unas chiquillas casi desnudas la rodeaban, silenciosas.

Purita, la costurera, que pasaba, me ha dicho que el Sordo llevó esta mañana la yegua al moridero, harto ya de darle de comer. Ya sabes que la pobre era tan vieja como don Julián y tan torpe. No veía, ni oía, y apenas podía andar… A eso del mediodía, la yegua estaba otra vez en el portal de su amo. El, irritado, cogió un rodrigón y la quería echar a palos. No se iba. Entonces la pinchó con la hoz. Acudió la gente y, entre maldiciones y bromas, la yegua. salió, calle arriba, cojeando, tropezándose. Los chiquillos la seguían con piedras y gritos… Al fin, cayó al suelo y allí la remataron. Algún sentimiento compasivo revoló sobre ella: “¡Dejadla morir en paz!”, como si tú o yo hubiésemos estado allí, Platero; pero fue como una mariposa en el centro de un vendaval.

Todavía, cuando la he visto, las piedras yacían a su lado, fría ya ella como ellas. Tenía un ojo abierto del todo, que, ciego en su vida, ahora que estaba muerta parecía como si mirara. Su blancura era lo que iba quedando de luz en la calle oscura, sobre la que el cielo del anochecer, muy alto con el frío, se aborregaba todo de levísimas nubecillas de rosa…

Capítulo ciento nueve Cencerrada

Verdaderamente, Platero, que estaban bien. Doña Camila iba vestida de blanco y rosa, dando lección, con el cartel y el puntero, a un cochinito. El, Satanás, tenía un pellejo vacío de mosto en una mano y con la otra le sacaba a ella de la faltriquera una bolsa de dinero. Creo que hicieron las figuras Pepe el Pollo y Concha la Mandadera, que se llevó no sé qué ropas viejas de mi casa. Delante iba Pepito el Retratado, vestido de cura, en un burro negro, con un pendón. Detrás, todos los chiquillos de la calle de Enmedio, de la calle de la Fuente, de la Carretería, de la plazoleta de los Escribanos, del callejón de tío Pedro Tello, tocando latas, cencerros, peroles, almireces, gangarros, calderos, en rítmica armonía, en la luna llena de las calles.

Ya sabes que doña Camila es tres veces viuda y que tiene sesenta años, y que Satanás, viudo también, aunque una sola vez, ha tenido tiempo de consumir el mosto de setenta vendimias. ¡Habrá que oírlo esta noche detrás de los cristales de la casa cerrada, viendo y oyendo su historia y la de su nueva esposa, en efigie y en romance!

Tres días, Platero, durará la cencerrada. Luego, cada vecina se irá llevando del altar de la plazoleta, ante el que, alumbradas las imágenes, bailan los borrachos, lo que es suyo. Luego seguirá unas noches más el ruido de los chiquillos. Al fin, sólo quedarán la luna llena y el romance…

Capítulo ciento diez Los gitanos

Mírala, Platero. Ahí viene, calle abajo, en el sol de cobre, derecha, enhiesta, a cuerpo, sin mirar a nadie… ¡Qué bien lleva su pasada belleza, gallarda todavía, como en roble, el pañuelo amarillo de talle, en invierno, y la falda azul de volantes, lunareada de blanco! Va al Cabildo, a pedir permiso para acampar, como siempre, tras el cementerio. Ya recuerdas los tenduchos astrosos de los gitanos, con sus hogueras, sus mujeres vistosas y sus burros moribundos, mordisqueando la muerte, en derredor.

¡Los burros, Platero! ¡Ya estarán temblando los burros de la Friseta, sintiendo a los gitanos desde, los corrales bajos! (Yo estoy tranquilo por Platero, porque para llegar a su cuadra tendrían los gitanos que saltar medio pueblo, y, además, porque Rengel, el guarda, me quiere y lo quiere a él.) Pero, por amedrentarlo en broma, le digo, ahuecando y poniendo negra la voz:

– ¡Adentro, Platero, adentro! ¡Voy a cerrar la cancela, que te van a llevar!

Platero, seguro de que no lo robarán los gitanos, pasa, trotando, la cancela, que se cierra tras él con duro estrépito de hierro y cristales, y salta y brinca, del patio de mármol al de las flores y de éste al corral, como una flecha, rompiendo-¡brutote!-, en su corta fuga, la enredadera azul.

Capítulo ciento once La llama

Acércate más, Platero. Ven… Aquí no hay que guardar etiquetas. El casero se siente feliz a tu lado, porque es de los tuyos. Allí, su perro, ya sabes que te quiere. Y yo, ¡no te digo nada, Platero!…! ¡Qué frío hará en el naranjal! Ya oyes a Raposo: “¡Dioj quiá que no je queme nesta noche muchaj naranja!”

¿No te gusta el fuego, Platero? No creo que mujer desnuda alguna pueda poner su cuerpo con la llamarada. ¿Qué cabellera suelta, que brazos, qué piernas resistirían la comparación con estas desnudeces ígneas? Tal vez no tenga la Naturaleza muestra mejor que el fuego. La casa está cerrada y la noche fuera y sola; y, sin embargo,!cuánto más cerca que el campo mismo estamos, Platero, de la Naturaleza, en esta ventana abierta al antro plutónico! El fuego es el universo dentro de casa. Colorado e interminable, como la sangre de una herida del cuerpo, nos calienta y nos da hierro, con todas las memorias de la sangre.

Platero, ¡qué hermoso es el fuego! Mira cómo Alí, casi quemándose en él, lo contempla con sus vivos ojos abiertos. ¡Qué alegría! Estamos envueltos en danzas de oro y danzas de sombras. La casa toda baila, y se achica y se agiganta en juego fácil, como los rusos. Todas las formas surgen de él, en infinito encanto: ramas y pájaros, el león y el agua, el monte y la rosa. Mira: nosotros mismos, sin quererlo, bailamos en la pared, en el suelo, en el techo.