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El agua debe de ser tan alegre como el sol. Mira, si no, cuál corren, felices, los niños bajo ella, recios v colorados, al aire las piernas. Ve cómo los gorriones se entran todos, en bullanguero bando súbito, en la yedra, en la escuela, Platero, como dice Darbón, tu médico.

Llueve. Hoy no vamos al campo. Es día de contemplaciones. Mira cómo corren las canales del tejado. Mira cómo se limpian las acacias, negras ya y un poco doradas todavía; cómo torna a navegar por la cuneta el barquito de los niños, parado ayer entre la hierba. Mira ahora, en este sol instantáneo y débil, cuán bello el arco iris que sale de la iglesia y muere, en una vaga irisación, a nuestro lado.

Capítulo ciento diecinueve Leche de burra

La gente va más deprisa y tose en el silencio de la mañana de diciembre. El viento vuelca el toque de misa en el otro lado del pueblo. Pasa vacío el coche de las siete… Me despierta otra vez un vibrador ruido de los hierros de la ventana… ¿Es que el cielo ha atado a ella otra vez, como todos los años, su burra?

Corren presurosas las lecheras arriba y abajo, con su cántaro de lata en el vientre, pregonando su blanco tesoro en el frío. Esta leche que saca el ciego a su burra es para los catarrosos.

Sin duda, el ciego, como es ciego, no ve la ruina, mayor, si es posible, cada día, cada hora, de su burra. Parece ella entera un ojo ciego de su amo… Una tarde, yendo yo con Platero por la cañada de las Animas, me vi al ciego dando palos a diestro y siniestro tras la pobre burra, que corría por los prados, sentada casi en la hierba mojada. Los palos caían en un naranjo, en la noria, en el aire, menos fuertes que los juramentos que, de ser sólidos, habrían derribado el torreón del Castillo… No quería la pobre burra vieja más advientos, y se defendía del Destino vertiendo en lo infecundo de la tierra, como Onán, la dádiva de algún burro desahogado… El ciego, que vive su oscura vida vendiendo a los viejos por un cuarto, o por una promesa, dos dedos del néctar de los burrillos, quería que l a burra detuviese, en pie, el don fecundo, causa de su dulce medicina.

Y ahí está la burra, rascando su miseria en los hierros de la ventana, farmacia miserable, para todo otro invierno, de viejos fumadores, tísicos y borrachos…

Capítulo ciento veinte Noche pura

Las almenadas azoteas blancas se cortan secamente sobre el alegre cielo azul, gélido y estrellado. El norte silencioso acaricia, vivo, con su pura agudeza.

Todos creen que tienen frío, y se esconden en las casas y las cierran. Nosotros, Platero, vamos a ir despacio, tú con tu lana y con mi manta, yo con mi alma, por el limpio pueblo solitario.

¡Qué fuerza de adentro me eleva, cual si fuese yo una torre de piedra tosca con remate de plata libre! ¡Mira cuánta estrella! De tantas como son, marean. Se diría el cielo un mundo de niños, que le está rezando a la tierra un encendido rosario de amor ideal.

¡Platero, Platero! ¡Diera yo toda mi vida y anhelara que tú quisieras dar la tuya por la pureza de esta alta noche de enero, sola, clara y dura!

Capítulo ciento veintiuno La corona de perejil

A ver quien llega antes!

El premio era un libro de estampas, que yo había recibido la víspera, de Viena.

– ¡A ver quién llega antes a las violetas!… A la una… A las dos… A las tres!

Salieron las niñas corriendo, en un alegre alboroto blanco y rosa al sol amarillo. Un instante, se oyó en el silencio que cl esfuerzo mudo de sus pechos abría en la mañana, la hora lenta que daba el reloj de la torre del pueblo. el menudo cantar de un mosquitito en la colina de los pinos, que llenaban los lirios azules, el venir del agua en el regato… Llegaban las niñas al primer naranjo, cuando Platero, que holgazaneaba por allí, contagiado del juego, se unió a ellas en su vivo correr. Ellas, por no perder, no pudieron protestar ni reírse siquiera…

Yo les gritaba: “¡Que gana Platero! ¡Que gana Platero!”

Sí; Platero llegó a las violetas antes que ninguna, y se quedó allí, revolcándose en la arena.

Las niñas volvieron protestando sofocadas, subiéndose las medias, cogiéndose el cabello:

– ¡Eso no vale!. ¡Eso no vale! ¡Pues no! ¡Pues no! ¡ Pues no, ea!

Les dije que aquella carrera la había ganado Platero, y que era justo premiarlo de algún modo. Que bueno, que el libro, como Platero no sabía leer, se quedaría para otra carrera de ellas; pero que a Platero había que darle un premio.

Ellas, seguras ya del libro, saltaban y reían, rojas:

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

Entonces, acordándome de mí mismo, pensé que Platero tendría el mejor premio en su esfuerzo, como yo en mis versos. Y cogiendo un poco de perejil del cajón de la puerta de la casera, hice una corona, y se la puse en la cabeza, honor fugaz y máximo, como a un lacedemonio.

Capítulo ciento veintidós Los Reyes Magos

¡Qué ilusión, esta noche, la de los niños, Platero! No era posible acostarlos. Al fin, el sueño los fue rindiendo: a uno, en una butaca; a otro, en el suelo, al arrimo de la chimenea; a Blanca, en una silla baja; a Pepe, en el poyo de la ventana, la cabeza sobre los clavos de la puerta, no fueran a pasar los Reyes… Y ahora, en el fondo de esta afuera de la vida, se siente como un gran corazón pleno y sano, el sueño de todos, vivo y mágico.

Antes de la cena, subí con todos. ¡Qué alboroto por la escalera, tan medrosa para ellos otras noches! ‘’A mí no me da miedo de la montera, Pepe; ¿y a ti?’’, decía Blanca, cogida muy fuerte de mi mano. Y pusimos en el balcón, entre las cidras, los zapatos de todos. Ahora, Platero, vamos a vestirnos Montemayor, tita, María Teresa, Polilla, Perico, tú y yo, con sábanas y colchas y sombreros antiguos. Y a las doce pasaremos ante la ventana de los niños en cortejo de disfraces y de luces, tocando almireces, trompetas y el caracol que está en el último cuarto. Tú irás delante conmigo, que seré Gaspar y llevaré unas barbas blancas de estopa, y llevarás, como un delantal, la bandera de Colombia, que he traído de casa de mi tío, el cónsul… Los niños, despertados de pronto, con el sueño colgado aún, en jirones, de los ojos asombrados, se asomarán en camisa a los cristales, temblorosos y maravillados. Después, seguiremos en su sueño toda la madrugada, y mañana, cuando, ya tarde, los deslumbre el cielo azul por los postigos, subirán, a medio vestir, al balcón, y serán dueños de todo el tesoro.

El año pasado nos reímos mucho. ¡Ya verás cómo nos vamos a divertir esta noche, Platero, camellito mío!

Capítulo ciento veintitrés Mons-urium

El Monturrio, hoy. Las colinitas rojas, más pobres cada día por la cava de los areneros, que, vistas desde el mar, parecen de oro y que nombraron los romanos de ese modo brillante y alto. Por él se va, más pronto que por el cementerio, al Molino de viento. Asoma ruinas por doquiera, y en sus viñas, los cavadores sacan huesos, monedas y tinajas.

…Colón no me da demasiado bienestar, Platero. Que si paró en mi casa, que si comulgó en Santa Clara, que si es de su tiempo esta palmera o la otra hospedería… Está cerca y no va lejos, y ya sabes los dos regalos que nos trajo de América. Los que me gusta sentir bajo mí, como una raíz fuerte, son los romanos, los que hicieron ese hormigón del Castillo que no hay pico ni golpe que arruine, en el que no fue posible clavar la veleta de la Cigüeña, Platero…

No olvidaré nunca el día en que, muy niño, supe este nombre: Mons-urium, Se me ennobleció de pronto el Monturrio y para siempre. Mi nostalgia de lo mejor, ¡tan triste en mi pobre pueblo!, halló un engaño deleitable. ¿A quién tenía yo que envidiar ya? ¿Qué antigüedad, qué ruina-catedral o castillo podría ya retener mi largo pensamiento sobre los ocasos de la ilusión? Me encontré de pronto como sobre un tesoro inextinguible. Moguer, Monte de oro, Platero; puedes vivir y morir contento.