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—Parece que has pasado un rato agradable con David Hunter. ¿De qué hablabais?

—De nada de particular —contestó Lynn.

Capítulo V

—¿David, ¿cuándo volveremos a Londres? ¿O por qué no vamos a América?

Mesa de por medio. David Hunter miró sorprendido a Rosaleen.

—Creo que no hay prisa todavía. ¿Tiene, acaso, algo malo esta casa?

Dirigió una inquisitiva mirada alrededor de la salita donde tomaban el desayuno. Furrowbanks fue construida sobre la ladera de una colina y desde sus ventanas podía contemplarse el panorama sin límites de la mística campiña inglesa. El verde declive del jardín estaba cubierto por millares de narcisos silvestres y un dorado manto cubría completamente la hierba.

Desmenuzando el pan que tenía sobre el plato. Rosaleen murmuró:

—Me dijiste que iríamos a América... pronto. Tan pronto como lo permitiesen las circunstancias.

—Y te lo vuelvo a repetir. Pero eso es más complicado de lo que puedas imaginar. Existe eso que llaman «prioridad» y no tenemos razones comerciales que aducir en nuestro abono. Todo es extremadamente difícil después de una guerra.

Se sentía irritado sin saber por qué. Las razones expuestas, aunque fundadas, tenían un marcado sabor a excusa y se preguntaba si la mujer sentada frente a él lo interpretaría del mismo modo. ¿Y por qué ese súbito afán de ir a América?

—Me dijiste que nos detendríamos aquí sólo unos días —volvió a insistir Rosaleen—. No que íbamos a residir en Warmsley Vale.

—¿Pero qué es lo que pasa en Warmsley Vale o en Furrowbanks?

—Nada. Me refiero a ellos..., ¡a todos ellos!

—¿Los Cloade?

—Sí

—¡Pero si son los que más me divierten! Me gusta ver sus relamidas caras comidas por la envidia y la malicia. No me guardes rencor por eso, Rosaleen.

—No me gusta oír expresarte de ese modo —dijo ella con voz alterada—. No me gusta.

—Ten ánimo, mujer. Bastante hemos sufrido tú y yo en el mundo. Los Cloade han llevado siempre una vida regalada, a costa del viejo Gordon, por supuesto, y les ha llegado la hora de saber lo que son las amarguras. Mentiría si dijera que no les odio.

—No es bueno odiar a nadie —replicó ella, vivamente.

—¿No te odian acaso ellos? ¿Han sido alguna vez cariñosos para contigo?

—Tampoco me han hecho mal.

—Pero te lo harán en cuanto puedan, criatura. Sólo esperan la ocasión.

Se rió atolondradamente y prosiguió:

—Si no estuviesen tan encariñados con su propia piel, no sería extraño que un día amanecieses con un puñal clavado en la espalda.

Un violento estremecimiento recorrió el cuerpo de Rosaleen.

—No digas esas barbaridades.

—Y si no un cuchillo, una buena dosis de estricnina en la sopa.

Ella le miró con labios trémulos por el terror.

—Estás de broma...

David volvió a ponerse serio.

—No te atormentes, Rosaleen. Velaré por ti, y si intentan algo, tendrán que vérselas conmigo.

Ella contestó como tropezando con sus propias palabras:

—Si es verdad lo que dices... acerca de su odio..., del odio que me tienen..., ¿por qué no nos marchamos a Londres? Allí estaríamos más seguros... y más lejos de ellos, como es natural.

—El campo es bueno para ti, querida. Sabes lo mal que te sienta Londres.

—Esto era cuando había peligro de las bombas..., ¡las bombas!

Se puso a temblar como una azogada y cerró los ojos.

—No lo olvidaré nunca —prosiguió—. Nunca.

—Sí, lo olvidarás —dijo David, cogiéndola por los hombros y sacudiéndola cariñosamente—. Desecha esos pensamientos. Fue un fuerte choque para ti, pero ya pasó. Ya no hay bombas. No vuelvas a pensar en ellas. No te esfuerces en recordar. El doctor dijo que necesitabas pasar una larga temporada en el campo, y esa es la razón de que me muestre refractario a volver a Londres.

—¿Es ésa en realidad la causa, David? Creí por un momento que...

—¿Qué creíste?

Rosaleen contestó con voz casi imperceptible:

—Creí que era ella quien te impulsaba a quedarte aquí.

—¿Ella?

—Ya sabes a quién me refiero. La muchacha de la otra noche. La que hace un tiempo prestaba servicio en las «Wrens».

—¿Lynn? ¿Lynn Marchmont?

—¿Significa ella algo para ti, David?

—¿Lynn Marchmont? Es la novia de Rowley. Del casero Rowley. De esa especie de Don Juan campestre.

—Te observé con qué animación hablabas con ella la otra noche.

—¡Por el amor de Dios, Rosaleen...!

—Y has vuelto a verla, ¿verdad?

—Me encontré con ella en la granja cuando salí el otro día a dar un paseo a caballo.

—Y volverás a encontrarla otra vez.

—¡Claro que volveré a encontrarla! Tú sabes lo pequeño que es esto. Difícilmente das dos pasos sin dar de bruces con un Cloade. Pero si te figuras que estoy enamorado de Lynn Marchmont, te equivocas. Es una mujer orgullosa, desagradable y sin pizca de educación. Que le haga buen provecho a Rowley. No, Rosaleen, no; no es ése, ni con mucho, mi tipo.

—¿Estás seguro, David? —volvió a preguntar con gesto de duda.

—¡Claro que lo estoy!

Y añadió, esta vez con timidez:

—Sé que no te gusta que me eche las cartas, pero he de reconocer que no dicen sino la verdad. Me anunciaron que una mujer vendría a traerme llanto y dolor, una mujer venida de lejanas tierras. También me dijeron que un hombre moreno se inmiscuiría en nuestras vidas con grave riesgo para los dos. Salió después la carta de la muerte y...

—Manda al diablo tus hombres morenos y tus cartas —dijo riendo David—. Eres un manojo de supersticiones. No andes con ningún moreno, ése es mi único consejo. Síguelo y, en adelante, no seas tan crédula.

Abandonó la casa riendo, pero al encontrarse lejos de ella, se nublaron de pronto sus facciones y murmuró para sí, frunciendo el entrecejo:

—¡Que mala suerte caiga sobre ti, Lynn! ¿Conque venir de tan lejos para traer nuestra desdicha, eh?

Deliberadamente buscaba el modo de encontrarse con la mujer a quien tan duramente acababa de apostrofar.

Rosaleen le siguió con la mirada mientras atravesaba el jardín y salía por una pequeña puerta a un sendero público que se perdía entre las huertas. Después subió a su alcoba y se entretuvo en revisar su bien surtido guardarropa. Le gustaba sentir el tacto de su lujoso abrigo de pieles. Se estremecía sólo en pensar que ella pudiese poseer un abrigo así. Estaba todavía en su alcoba cuando una doncella subió a anunciarle que la señora Marchmont acababa de llegar.

Adela Marchmont esperaba sentada en la sala con los labios fuertemente apretados y el corazón latiéndole a un ritmo muy superior al habitual. Durante varios días había tratado de serenarse y de cobrar el valor suficiente para decidirse a acudir a Rosaleen en solicitud de ayuda, pero su natural orgullo hacía que su propósito fuese demorándose vez tras vez. Había contribuido poderosamente a ello el incomprensible cambio efectuado en Lynn, que ahora se oponía tenazmente a que su madre hubiese de recurrir a la viuda de Gordon para que le resolviese su situación.

Sin embargo, otra carta del gerente del Banco recibida aquella misma mañana la decidió a ponerse inmediatamente en acción. Cualquier espera podía ser ya fatal. No había, además, moros en la costa. Lynn había salido a primeras horas de la mañana y la señora Marchmont había visto a David Hunter alejarse unos momentos antes por uno de los senderos. Tenía gran empeño en encontrarse a solas con Rosaleen; juzgaba, y no sin fundamento, que la ausencia del hermano facilitaría grandemente sus planes.

La espera en aquella soleada sala hizo despertar de nuevo su desasosiego, que desapareció en gran parte al ver aparecer a Rosaleen con aquella expresión de bobalicona que, a juicio de la señora Marchmont, le era peculiar y que en aquella ocasión parecía haberse acentuado notoriamente.