—Me gustaría saber —se dijo Adela para sus adentros— si fue la explosión la causante de ello, o es que en realidad nació así.
Rosaleen balbució al hablar:
—¡Oh, bu-bu-buenos días! ¿Hay algo en que pueda...? Siéntese, por favor.
—¡Qué hermosa mañana!, ¿verdad? —principió diciendo la señora Marchmont—. Todos mis tulipanes tempranos han florecido ya. ¿Y los suyos?
Rosaleen le miró vacuamente.
—No lo sé —contestó.
«¿Qué va uno a hacer —pensó Adela— con una persona que no sabe hablar de flores o de perros, que es un tema casi obligado en una conversación rural?»
Y añadió en voz alta, incapaz de reprimir el tono de acidez que puso en sus palabras:
—Claro que, teniendo tantos jardineros, son ellos los que se ocupan de estos menesteres.
—No lo crea usted. No tenemos tantos como usted se figura. El viejo Mullard me pide que contrate dos hombres más. Parece que se nota todavía una gran demanda de braceros.
Las palabras brotaban de su boca con un automatismo de loro bien amaestrado o de un niño que repite lo que ha oído decir a una persona mayor.
Sí, naturalmente, era una niña. ¿Sería acaso esto su verdadero encanto? ¿Lo que había logrado atraer la atención de un viejo cuco y obstinado como Gordon, cegándole al extremo de no ver su estupidez y falta de buena crianza? La suposición de que sólo sus prendas físicas habrían contribuido al logro de su victoria, carecía de base. Eran muchas las mujeres hermosas que habían tratado vanamente de atraparle.
Pero el infantilismo, para un hombre de sesenta y dos años, podía muy bien ser un motivo de atracción. ¿Sería en realidad real, o sólo una «pose» cuyo cultivo había llegado a constituir en ella una segunda naturaleza?
—David ha salido y me temo que... —estaba diciendo Rosaleen.
El sonido de su voz hizo volver a la señora Marchmont de su ensimismamiento. Hunter podría volver inesperadamente. Esta era su oportunidad y no debía desperdiciarla. Las palabras parecían negarse a su garganta, pero haciendo un esfuerzo, consiguió desprenderlas y propuso:
—No sé si usted querría ayudarme...
—¿Ayudarla?
Rosaleen le miró sorprendida sin acertar a comprender.
—Sí. La vida se ha hecho tan difícil que, ¡no sé cómo decírselo...! La muerte de Gordon ha sido una gran desgracia para todos nosotros.
—¡Imbécil! —añadió para sus adentros—. ¡Parece que te complaces en martirizarme! ¡Sabes perfectamente lo que quiero decir! Debes saberlo. Después de todo, la pobreza no es nada nuevo para ti...
En aquel momento odiaba a Rosaleen. La odiaba porque ella, Adela Marchmont, se veía obligada a solicitar una limosna de una advenediza.
«¡No puedo! ¡No puedo hacerlo!», pensó.
En un instante todas las largas horas de meditación, de tormento y de un vago planear cruzaron por su cerebro con la viveza y celeridad de un relámpago.
Vender la casa. E irse, ¿dónde? No había casas pequeñas en venta..., y mucho menos, baratas. ¿Aceptar huéspedes? (Pero, ¿cómo encontrar el servicio? ¿Atender ella sola a la cocina y al trajín que un negocio así supondría? ¡lmposible! Lynn iba a casarse con Rowley.) ¿Resignarse a vivir al amparo de su hija y de su yerno? (¡Jamás haría una cosa semejante!) Trabajar. ¿En qué? ¿Quién aceptaría los servicios de una vieja, inútil por añadidura?
Y casi sin darse cuenta, oyó el sonido de su propia voz que con una beligerancia hija sólo del profundo desprecio que por sí misma sentía, dijo:
—Necesito dinero.
—¿Dinero? —contestó Rosaleen, ingenuamente sorprendida como si fuese «dinero» la última palabra que hubiese esperado oír mencionar de aquellos labios.
Adela prosiguió atropelladamente:
—Estoy en descubierto con el Banco y debo cuentas de reparaciones de la casa en su totalidad, cuyos intereses no han sido todavía pagados. Todo ha quedado reducido a la mitad, me refiero a mis ingresos. Supongo que debido a los impuestos. Gordon solía ayudarnos, me refiero a lo de la casa. Él se encargaba de todas las reparaciones y mejoras. Nos pasaba, además, una pensión que depositaba en el Banco a nuestro nombre cada tres meses. Decía siempre que no debíamos preocuparnos, y seguí su consejo. Todo fue bien mientras vivía, pero ahora...
Se detuvo. Estaba avergonzada, pero contenta de haber descargado su pecho. Lo peor había pasado. Si la muchacha rehusaba ahora, no sería ya por su culpa.
Rosaleen parecía preocupada.
—¡Dios mío! —dijo—. No me pude nunca imaginar... Hablaré con David tan pronto vuelva y...
Adela sujetó con fuerza los brazos de su butaca y añadió casi con desesperación:
—¿No podría usted darme un cheque... ahora?
—Sí, sí... ¡Claro que puedo!
Se levantó y se dirigió a su escritorio. Rebuscó en varios de los casilleros y encontró al fin uno de sus talonarios.
—¿Cuánto...?
—¿Consideraría usted exagerado... quinientas libras?
—Quinientas libras —repitió Rosaleen, escribiendo.
Un gran peso pareció desprenderse de las espaldas de Adela. ¡Ha sido fácil en medio de todo! Más que gratitud era descontento de sí misma lo que sentía por la facilidad con que había sido lograda la victoria. No cabía ya duda de la simpleza de Rosaleen.
La muchacha se levantó de la mesa, se acercó a Adela y le ofreció el talón que torpemente agitaba en su mano. Todo el engorro que aquélla había manifestado al iniciar la conversación, parecía haber sido transportado súbitamente a su persona.
—Creo que está bien, ¿verdad? ¡Cuánto lo siento...!
Adela cogió el cheque. Una mano infantil había escrito a lo largo del rosado papeclass="underline" «Señora Marchmont. Quinientas libras. Rosaleen Cloade.»
—¡Qué amable ha sido usted, Rosaleen! Gracias.
—¡Por Dios, señora! Debió haber partido de mí el...
—Repito mis gracias, Rosaleen.
Con el talón en el bolso, Adela Marchmont se sintió otra mujer. La muchacha no podía haber sido más complaciente, y consideraba por completo innecesaria la prolongación de la visita. Pronunció unas cuantas palabras de despedida y salió. En el jardín se cruzó con David. Le saludó afablemente y siguió su camino.
Capítulo VI
—¿Qué vino a hacer esa Marchmont en esta casa? —preguntó David al entrar.
—A pedirme un dinero que necesitaba con toda urgencia. No pude nunca imaginar que...
—Y se lo diste, por supuesto.
Acompañó estas palabras con un gesto de cómica desesperación.
—No se te puede dejar sola, Rosaleen.
—¡Oh, David, no podía negarme! Después de todo...
—Después de todo, ¿qué? ¿Cuánto?
En voz baja murmuró Rosaleen:
—Quinientas libras.
Con gran sorpresa de ella, David lanzó una sonora carcajada.
—Menos mal —soltó éste—. Ha sido una picada de mosquito.
—¿Como una picada de mosquito? Eso es una fortuna, David.
—No para nosotros, Rosaleen. ¿Cuándo acabarás de convencerte de que eres una mujer rica? Pero, de todas maneras, si en vez de quinientas, le hubieses dado doscientas cincuenta, se habría marchado tan satisfecha. Has de aprender el lenguaje de los pedigüeños.
—Lo siento, David —murmuró.
—Al fin de cuentas, el dinero es tuyo.
—No. Sabemos muy bien que no lo es.
—No empecemos otra vez con esa cantinela. La vida es un constante juego de azar en el que unos pierden y otros ganan. El viejo Gordon murió sin testar, y ganamos nosotros. Eso es todo.
—Pero no es justo...
—Vamos, vamos, Rosaleen. ¿Te das cuenta acaso de lo que todo esto significa para ti? Una hermosa casa, criados, joyas. ¿No te parece un sueño? Pues pídele a Dios que nunca tengamos que despertarnos de él.
David sabía pulsar las cuerdas sensibles del corazón humano y apagar los gritos de la conciencia.