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Lynn se volvió y se alejó lentamente en dirección a la Casa Blanca.

—¿No puedes devolver ese dinero, mamy?

—Imposible. Me fui derecha al Banco, cobré y me faltó tiempo para pagar a Arthurs, a Bodgham y a Kanebworth. Este último se estaba poniendo ya muy impertinente. ¡Qué alivio, querida! Hacía días que no lograba pegar los ojos. He de reconocer que Rosaleen se portó conmigo como nunca me lo hubiese esperado.

—Y supongo que continuarás visitándola ahora —añadió Lynn, con amargura.

—No creo que sea ya necesario, hija mía. Sabes muy bien que trataré de economizar cuanto pueda. Claro que todo está muy carísimo y va de mal en peor.

—Como forzosamente ha de ocurrimos a nosotros, que no tendremos otro remedio que continuar mendigando.

Un vivo rubor cubrió las mejillas de Adela Cloade.

—No creo que sea la forma más apropiada de describir nuestra situación, Lynn. Le expliqué a Rosaleen que siempre habíamos dependido de Gordon.

—Cosa que nunca debiéramos haber hecho, y mucho menos decirlo. Tiene derecho a despreciarnos.

—¿Quién?

—¿Quién ha de ser? Ese odioso David Hunter.

—¿De veras? —dijo la señora Marchmont con dignidad—. ¿Y qué puede importarnos a nosotros su opinión? Afortunadamente no estaba en Furrowbanks esta mañana, porque de otro modo no cabe duda que hubiese tratado de sugestionar a esa muchacha. La tiene completamente dominada.

Lynn desvió el curso del tema.

—¿Qué quisiste dar a entender, mamy, cuando en la primera mañana de mi llegada a esa casa me dijiste, hablando de éclass="underline" «Eso, admitiendo que fuese su hermano.»

—¿Eso? —la señora Marchmont parecía un tanto desconcertada—. Pues..., nada, rumores que corrieron por la localidad.

Lynn seguía escuchando en silencio. La señora Marchmont carraspeó unos instantes y prosiguió:

—Este tipo de mujeres, de aventureras, acostumbran siempre ir acompañadas de un hombre de dudosos antecedentes. Supongamos que ella dijera a Gordon que tenía un hermano en Canadá, o donde fuera, y que quería telegrafiarle comunicándole su casamiento. Este hombre se presenta. ¿Cómo podía saber Gordon, infatuado como estaba, si era en realidad su hermano? Así las cosas, no vacila en aceptarle en su compañía y juntos viajan y juntos hacen su aparición en Londres.

—No lo creo. ¡No lo creo! —atajó Lynn con firmeza.

La señora Marchmont levantó la mirada.

—¿Ah, no...? —interrogó irónicamente.

—No —contestó Lynn, levantando aún más el tono de su voz—. Ninguno de ellos es como dices. Y aun suponiendo que ella fuese una de tantas hembras frívolas como hay por el mundo, habrás de admitir que tiene un corazón bondadoso por demás.

La señora Marchmont se limitó a replicar con dignidad:

—No es preciso que chilles tanto para defenderla.

Capítulo VIII

Una semana después de los acontecimientos que acabamos de relatar, el tren de las 5'20 se detenía en la estación Warmsley Heath y de él se apeaba un hombre alto y bronceado con una mochila sobre sus espaldas.

En la plataforma opuesta, un grupo de jugadores de golf esperaban el tren ascendente. El alto y barbudo forastero entregó su billete y salió de la estación. Permaneció indeciso unos instantes, miró después a uno de los postes indicadores en el que se leía: «Sendero para Warmsley Vale», y se encaminó resuelto en aquella dirección.

En Long Willows, Rowley Cloade acababa de servirse una taza de té cuando una sombra que se dibujó precisa sobre la mesa en que tenía el servicio, le hizo levantar la vista.

Si por un momento creyó que la figura que tenía ante sí era la de Lynn, al contemplarla se disipó su duda. Era la de Rosaleen Cloade.

Vestía una blusa de estilo campestre con anchas y vivas franjas de color naranja y verde, estudiada simplicidad que le había servido para conquistar más dinero que el que Rowley hubiese podido nunca imaginarse.

Hasta este momento la había visto siempre ataviada con lujosas indumentarias que llevaba con esa artificial desenvoltura que muestran las modelos al exhibir los últimos figurines de la moda.

En la tarde a que hacemos referencia, y bajo aquellas brillantes tonalidades, creyó ver a una nueva Rosaleen Cloade. El contraste entre sus oscuros y ensortijados cabellos y el claro azul de sus pupilas hacía resaltar su indudable origen céltico. Su misma voz tenía una suave inflexión irlandesa en vez de la estudiada y pulcra que de ordinario empleaba.

—Hacía una tarde tan estupenda —dijo— que me decidí a dar un pequeño paseo. David ha marchado a Londres.

El tono delictivo con que dijo estas palabras le hizo sonrojar.

Sacó después una pitillera de su bolso y ofreció un cigarrillo a Rowley, que hizo un gesto negativo con la cabeza y se volvió como buscando algo con qué encender el que Rosaleen acababa de ponerse en los labios. Ésta hacía esfuerzos inútiles por hacer funcionar un bonito encendedor de oro que tenía en una de sus manos. Rowley lo tomó y con un brusco movimiento consiguió que se encendiera. Al inclinarse ella hacia la llama pudo observar sus largas y curvadas pestañas, que al parpadear se asemejaban a un abanico de finas plumas que acariciase suavemente sus mejillas.

Y pensó para sí:

—El viejo Gordon sabía lo que se hacía.

Rosaleen retrocedió un paso y exclamó casi con admiración:

—Es bonita la vaquilla que tiene usted paciendo en el prado.

Animado por este inesperado interés, Rowley empezó a hablarle de la granja, y su asombro subió de punto al ver el caudal de conocimientos que Rosaleen poseía en materias agrícolas y en el arte de elaborar quesos y mantecas.

—Sería usted una gran esposa para un granjero —dijo Rowley, sonriendo.

La animación que había en las facciones de Rosaleen desapareció de pronto. Y dijo:

—También nosotros teníamos una granja en Irlanda antes de venir aquí, antes de...

—¿De dedicarse al teatro...?

—No hace tanto tiempo de esto... Lo recuerdo como si fuese ayer.

Señaló con un arranque de genialidad:

—Estoy segura de que podría todavía ordeñar sus vacas, Rowley.

—Esto era algo nuevo en Rosaleen. ¿Habría aprobado David Hunter estas fortuitas referencias a un pasado humilde y relacionado con la agricultura? Con seguridad que no, pensó Rowley. Su impresión era de que pertenecían a una modesta familia de labriegos irlandeses. La versión de Rosaleen debía aproximarse bastante a la realidad. Primero las faenas del campo, duras y primitivas. Después la fascinación de la escena, la marcha a África del Sur con una Compañía teatral, la boda, su aislamiento en el África Central, su escapatoria, una laguna en el curso de su vida, y finalmente su casamiento con un millonario de Nueva York.

Sí, Rosaleen Hunter debía haber corrido mucho mundo desde la última vez que ordeñaba una de sus famosas vacas de Kerry. Y, sin embargo, al mirarla, nadie la hubiese creído capaz de tanta aventura. Su cara tenía el aspecto inocente y bobalicón de una mujer sin historia y no representaba, ni con mucho, los veintiséis años que al decir de su hermano tenía.

Había en ella algo atrayente parecido a esa patética cualidad que tenían las ternerillas que aquella misma mañana había conducido a casa del carnicero. «¡Pobrecitas! —había pensado—. ¡Qué pena que vuestro final haya de ser siempre el matadero!»

Un gesto de alarma pareció reflejarse en la mirada de Rosaleen, que preguntó con desasosiego:

—¿En qué piensa usted, Rowley?

—¿Le gustaría que le enseñara la granja y las dependencias?

—¡Claro que me gustaría!

Así lo hizo, y cuando al final le suplicó que se quedara para tomar con él una taza de té, la misma expresión anterior de alarma volvió a aparecer en su semblante.

—No, no, gracias, Rowley. Será mejor que me vaya ya.