Y añadió, espantada al consultar su reloj:
—¡No sabía que fuese tan tarde! David llegará en el tren de las 5'20 y se sorprenderá si no me encuentra en casa. ¡Me voy!
Y añadió tímidamente antes de salir:
—Le aseguro que he pasado un buen rato, Rowley.
Y debió de ser verdad, pensó. Quizá, después de largo tiempo, había conseguido, aunque sólo fuese unos instantes, encontrarse de nuevo a sí misma. Tenía miedo a David, eso era evidente. David era el cerebro de la familia. Pero al fin había conseguido tener una tarde de asueto, ¡ésta era la expresión!, ¡de asueto!, como la hubiese podido tener una criada cualquiera. ¡Ella! ¡La acaudalada viuda de Gordon Cloade!
Una especie de mueca, que nuevamente intentaba revestir los caracteres de una sonrisa, se dibujó en la cara de Rowley al contemplar desde la puerta cómo Rosaleen se alejaba apresuradamente colina arriba, en dirección a Furrowbanks. Un momento antes de que ella llegara a remontar el portillo que había en el camino, un hombre apareció en él, más alto y corpulento, que David, y a quien Rosaleen cedió el paso, acelerando después su marcha hasta convertirse casi en una carrera frenética.
Sí; ella había conseguido al fin tener una tarde libre, pero él, Rowley, había perdido lamentablemente más de una hora de su valioso tiempo. «Bien —pensó—, puede que, después de todo, no haya sido tan perdida como en principio pudiera parecer.» Rosaleen le había mostrado cierta simpatía y quién sabe si más tarde esta simpatía habría de serle de alguna utilidad. ¡Era muy linda, qué duda cabía!, como también lo eran las ternerillas que había llevado aquella mañana... ¡pobres diablillos!
Recostado en la entrada y absorto en sus pensamientos le sorprendió el sonido de una voz que le hizo levantar la cabeza con prontitud.
Un hombretón, tocado con un sombrero de fieltro de anchas alas y una pesada mochila colgada de sus espaldas, estaba en pie, junto a la puerta del jardín.
—¿Es éste el camino para Warmsley Vale?
Ante el aparente desconcierto de Rowley, hubo de repetir la pregunta. Hizo éste un esfuerzo, como tratando de recordar, y contestó:
—Sí, siga usted vereda adelante hasta llegar a los próximos campos. Tome usted después hacia la izquierda hasta llegar al camino vecinal; éste le conducirá en menos de tres minutos a la aldea.
Con aquellas mismas palabras había contestado a esa pregunta centenares de veces. La gente acostumbraba a tomar el sendero al salir de la estación, lo seguía colina arriba, pero perdía la fe en él cuando al traspasar la cumbre no veían rastro alguno de su lugar de destino, ya que Warmsley Vale estaba en una hondonada y totalmente oculto por la arboleda de Blackwell Copse, que sólo dejaba ver la aguja del campanario de la iglesia.
—¿Hay algún lugar donde alojarse en el pueblo?
Esta última pregunta le hizo mirar con más detenimiento al hombre que tenía ante sí. En estos días los viajeros acostumbraban a encargar sus habitaciones con anticipación.
El hombre era alto, barbudo, de tez bronceada y ojos muy azules. Tendría unos cuarenta años y no mal parecido, aunque con aire de aventurero y bravucón. No era su cara lo que pudiera llamarse agradable en su totalidad.
—Sí, una hostería.
Seguramente llegado de allende el mar, pensó Rowley. Quizá fuese ilusión, pero en sus palabras parecía haber un ligero acento colonial. Y cosa curiosa: aquella cara no le era del todo desconocida.
¿Dónde había visto antes una cara así?
Mientras trataba de recordar, el forastero le sorprendió al hacer la pregunta siguiente:
—¿Podría usted decirme si hay una casa llamada Furrowbanks por esos alrededores?
Rowley respondió lentamente:
—Sí, sí. Allí, en la cima de la colina. Ha debido usted pasar muy cerca de ella, quiero decir, si ha seguido usted esta vereda desde la estación.
—Es precisamente lo que he hecho.
Se volvió mirando en la dirección citada por Rowley,
—Ah, ¿conque era ésa? ¿Ese caserón blanco y nuevo?
—Exactamente.
—Hermosa residencia. Ha de costar una buena suma de dinero el sostenerla.
—«Enorme» —dijo—.
Un arrebato de cólera le hizo perder por un momento la noción de dónde estaba...
Al volver en sí vio al forastero que miraba en dirección a la cúspide del monte con especulativa curiosidad.
—¿Quién vive allí? —dijo—. ¿No es una tal señora Cloade?
—La misma —respondió Rowley—. La viuda de Gordon Cloade.
Al forastero la noticia pareció regocijarle.
—¡Ah! —exclamó—. ¿La viuda de Gordon Cloade? ¡Qué suerte!
Después movió la cabeza de arriba abajo en señal de apreciación y dijo:
—Gracias, amigo.
Afianzó bien el paquete que llevaba a las espaldas y se puso en marcha en dirección a Warmsley Vale.
Rowley se encaminó lentamente hacia la corraliza. Una sola idea parecía bullir en su cerebro. ¿Dónde diablos había visto aquella cara con anterioridad?
A eso de las nueve y media de aquella misma noche, Rowley limpió la mesa de la cocina de los cachivaches que la cubrían y se puso en pie. Miró abstraídamente el retrato de Lynn que había sobre la repisa de la chimenea y, frunciendo el ceño, abandonó la casa.
Diez minutos más tarde empujaba la puerta que daba acceso al bar de la hostelería del «Ciervo». Beatrice Lippincott, tras el mostrador, le acogió con la más encantadora de sus sonrisas. El señor Rowley Cloade, a su juicio, era una gallarda figura de varón. Frente a un gran vaso de licor de raíces amargas, Rowley intercambió sus impresiones con todos los presentes. Se hicieron comentarios bastantes desfavorables acerca del Gobierno, del tiempo y de las perspectivas que ofrecía la nueva cosecha.
Después, incorporándose ligeramente, consiguió articular en voz baja en el oído de Beatrice:
—¿Ha recibido usted por casualidad a un forastero? ¿Un hombre alto y fornido con sombrero de alas anchas?
—Sí, señor Rowley. Uno que llegó a eso de las seis. ¿Se refiere a ése?
Rowley asintió con un movimiento de cabeza.
—Se paró junto a mi casa pidiendo que le enseñase el camino.
—Debe ser el mismo.
—Me gustaría saber quién es —dijo Rowley Cloade.
Miró a Beatrice y sonrió. Ésta devolvió la sonrisa.
—Nada más fácil, señor Rowley. Espere unos momentos.
Desapareció bajo el mostrador, reapareciendo a los pocos instantes con un enorme libro con cubiertas de cuero, donde anotaba todos sus registros. Lo abrió en la página en que estaban hechos sus más recientes inscripciones. En la última línea decía así:
Enoch Arden. Ciudad de El Cabo. Británico
Capítulo IX
Hacía una hermosa mañana. Los pájaros cantaban en lo alto de las ramas y Rosaleen, bajando a tomar su desayuno, ataviada con un sencillo traje campestre, se sentía feliz.
Las dudas y temores que en los últimos días le asaltaran parecían haberse desvanecido. David estaba de buen humor, riendo y bromeando constantemente. Su visita a Londres el día precedente debió haber dado resultado satisfactorio. Al terminar el suculento refrigerio llegó el correo.
Traía siete u ocho cartas para Rosaleen. Facturas, peticiones para obras pías, alguna que otra invitación local... nada digno de especial mención.
David apartó dos cartas que hacían referencias a pequeñas cuentas y abrió una tercera.
Tanto el texto de la carta como la dirección del sobre estaban a máquina. Decía así:
«Mi querido señor Hunter:
Ante el temor de que el contenido de esta carta pudiese afectar profundamente a "la señora Cloade", he juzgado prudente comunicárselo primero a usted. Quiero decirle, en pocas palabras, que he tenido noticias del capitán Robert Underhay, cosa que, como espero, ha de ser motivo de regocijo para su hermana. Estoy hospedado en el mesón "El Ciervo", y si usted se digna venir aquí esta noche, tendré sumo gusto en hablar con usted sobre el particular.