—Tanto —prosiguió— como humanamente pueda conocerse a un hombre. Usted no lo conoció, ¿verdad, Hunter?
—No.
—Es mejor, que sea así.
—¿Qué quiere usted decir?
—Querido amigo —dijo Arden, con melosidad—, quiero decir que eso simplifica notablemente la cuestión. Le pido perdón por haberle ocasionado la molestia de tener que venir a esta casa, pero...
Se detuvo un breve instante.
—Me pareció el único modo —continuó— de evitar que llegara a conocimiento de Rosaleen. Hubiera sido una crueldad innecesaria.
—Al grano.
—A él voy. ¿No se le ha ocurrido a usted pensar alguna vez..., cómo lo diremos..., que había algo sospechoso en la muerte de Underhay?
—¿Quiere usted acabar de una vez con sus circunloquios?
—Lo haré así. Underhay, como supongo no ignora, tenía una idea muy particular de las cosas. Por razones de caballerosidad, o por otras quizá de índole muy diferente, le convino hace algunos años que el mundo le tuviera por muerto. Era muy hábil en el manejo de las gentes que trabajaban a sus órdenes y nada le hubiese costado hacer circular una historia que corroborase la veracidad de este detalle. Todo lo que Underhay tuvo que hacer es aparecer a unas mil millas de distancia, bajo un nombre diferente, por supuesto.
—Todo eso me parece algo fantástico —replicó David.
—¿Ah, sí? ¿De veras?
Arden se inclinó hacia delante y le dio unas ligeras palmadas en las rodillas.
—Supóngase por un momento, Hunter, que fuese verdad lo que digo. ¿Me entiende? Que fuese verdad.
—Exigiría primero una prueba convincente de ello.
—¿Qué tal le parecería la de que Underhay en persona se presentase en Warmsley Vale?
—Al menos, sería concluyente —contestó David, con sequedad.
—Sí, sí, concluyente, ¡qué duda cabe!, pero un poco desagradable para la viuda de Gordon Cloade, que automáticamente dejaría de serlo, ¿no le parece?
—Mi hermana —atajó David— se volvió a casar con perfecta buena fe.
—No digo lo contrario ni lo he puesto en duda un solo instante. De nada podría culparse a su hermana, y estoy seguro de que el juez compartiría esa misma opinión.
—¿El juez? —contestó David, con aspereza—. ¿Qué tiene aquí que ver el juez?
—No, no, nada —contestó Arden, como tratando de excusarse—. Lo decía por lo de la bigamia.
—¿Quiere usted decir de una vez lo que pretende? —estalló David, con violencia.
—No se excite, por favor. Lo que quiero es que arrimemos todos un poco el hombro y veamos la forma de sacar el mayor provecho de la situación. En especial por lo que concierne a su hermana. A nadie le gusta cierta clase de publicidad, y Underhay ha sido siempre un perfecto caballero.
Y añadió después de una pausa:
—Y sigue siéndolo.
—¿Que sigue siéndolo?
—Eso he dicho.
—¿Dice que Robert Underhay vive? ¿Dónde está?
Arden se incorporó ligeramente y habló con tono confidencial.
—¿Tiene usted verdadero empeño en saberlo? ¿No sería mejor, acaso, que lo ignorase, de momento? Tratemos de razonar. Para usted y para Rosaleen, Underhay ha muerto en África. Demos esto como sentado. Pero si vive, nada debe saber del nuevo matrimonio de su esposa, pues de otro modo se habría presentado inmediatamente, máxime sabiendo, como quizá ya sepa, que ésta había heredado una cuantiosa fortuna. Underhay es hombre con un rígido concepto del honor y es probable que no le guste la idea de que su esposa herede un dinero que en justicia no le corresponde.
Se detuvo.
—Es posible también —añadió— que Underhay nada sepa acerca del segundo matrimonio de su esposa. El pobre, por lo que supongo, debe estar en las últimas.
—¿A qué llama usted «las últimas»?
Arden movió la cabeza con pesimismo.
—Mal de dinero y de salud. Necesita atención médica, tratamientos especiales. Todo, como es natural, costosísimo.
Esta última palabra, pronunciada con toda sencillez, parecía encerrar la clave de aquel aparente misterio. Era la palabra por la que había estado esperando ansiosamente David.
—¿Costosísimo?
—Sí. Desgraciadamente, todo cuesta dinero en estos tiempos. Underhay, ¡pobre diablo!, está prácticamente en la miseria.
Y añadió después de una pequeña pausa:
—Nada tiene, con excepción de lo que pudiera esperar de...
No terminó la frase. David echó una inquisitiva mirada a su alrededor y no vio más bagajes que la pesada mochila que colgaba de una de las sillas.
—No sé por qué se me figura —dijo con voz un tanto desagradable— que Robert Underhay no es el caballero que ha pretendido usted pintarme.
—Lo fue al menos —aseguró el otro—. Es la vida la que muchas veces nos convierte en cínicos.
Volvió a detenerse.
—Gordon Cloade —prosiguió con repugnante melosidad— era lo que podía llamarse en realidad un hombre acaudalado, y el espectáculo de la exagerada riqueza suele despertar los instintos más bajos del hombre.
David Hunter se levantó.
—He encontrado ya la respuesta que debo darle —dijo—. Que no me interesan sus lamentos y que puede usted repetírselos, si quiere, a su amigo.
Sin el más ligero asomo de contrariedad, contestó Arden, sonriente:
—Me figuré que diría usted algo por el estilo.
—No es usted sino un vulgar chantajista y no me asustan sus baladronadas.
—Muy bien. Quiere decir que no teme a las consecuencias que la divulgación de la noticia podría acarrearle, ¿verdad? Quizá tenga que arrepentirse de su precipitada determinación. Pero no tema, no pienso divulgarlo. Me limitaré a dirigirme a quienes me recibirán con los brazos abiertos. A los Cloade. Suponga por un momento que vaya a ellos y les diga: "¿Les gustaría saber que el difunto Robert Underhay se encuentra vivo y gozando de excelente salud?" ¿No cree usted que saltarían de gozo al oírlo?
David le respondió desdeñosamente:
—Si espera usted sacar dinero de ellos, está aviado. Ni aun exprimiéndoles lograría usted un solo chelín.
—Pero podría conseguir de ellos una especie de pacto compromisario. Una cantidad en metálico el día que se probara que Robert Underhay estaba vivo, que la viuda de Gordon Cloade seguía siendo la señora Underhay y que, en consecuencia, el testamento de Gordon Cloade, hecho antes de su muerte, seguía siendo válido ante los ojos de la Ley...
—¿Cuánto?
La contestación vino con la misma precisión y claridad.
—Veinte mil.
—Ni pensarlo. Rosaleen sólo dispone de una renta vitalicia y no puede tocar el capital.
—Entonces, diez mil. Eso lo puede encontrar con facilidad. Tendrá infinidad de alhajas, como es natural.
David se sentó, pensativo.
—Está bien —dijo de pronto.
Su interlocutor pareció desconcertarse un instante. Su victoria había sido en extremo fácil.
—¡Nada de cheques...! —atajó— todo en billetes de Banco.
—Tendrá usted que darnos tiempo para conseguir el dinero.
—Le daré cuarenta y ocho horas.
—Hágalo usted hasta el próximo martes.
—Es usted bastante precavido por lo que veo.
—Depende de la persona con quien me juego los cuartos.
David abandonó la habitación y se dirigió escaleras abajo con la cara congestionada por la cólera.
Beatrice Lippincott salió del cuarto señalado con el número 4. Había una puerta de comunicación entre éste y el 5, hecho que difícilmente podía ser notado por el ocupante del 5, debido al guardarropa colocado precisamente frente a ella.
La señorita Lippincott tenía los ojos brillantes y las mejillas arreboladas. Con mano trémula se dio unos toques en su complicado peinado.
Capítulo X
Shepherd’s Mayfair era un gran bloque de lujosos departamentos. Salvado milagrosamente de la devastación causada por los ataques aéreos del enemigo, no había logrado, sin embargo, mantener la reputación de lujo y confort de que gozara en los tiempos de la preguerra. El servicio dejaba algo que desear. Donde hubo dos porteros uniformados sólo quedaba uno. El restaurante seguía sirviendo comidas, pero con excepción del desayuno, éstas no eran enviadas a los departamentos.