El alquilado por la viuda de Gordon Cloade estaba en el tercer piso. Consistía en un gabinete provisto de sus correspondientes aparadores y un soberbio cuarto de baño de brillantes azulejos y guarniciones de hierro cromado. En el gabinete, David se paseaba de un lado a otro de la habitación. Rosaleen, sentada en un cuadrado sofá, le contemplaba en silencio. Parecía pálida y aterrorizada.
—¡Chantaje...! —murmuró él entre dientes—. ¡Chantaje! ¿Será posible que un hombre como yo se deje amilanar por estas patrañas?
Ella movió la cabeza con visible gesto de aguda preocupación.
—¡Si pudiese saber...! —decía David con desesperación—. ¡Si sólo consiguiese saber...!
De la garganta de Rosaleen brotó un mal contenido sollozo.
Él prosiguió:
—¡Es esta incertidumbre lo que me vuelve loco!
De pronto se volvió y, mirando fijamente a Rosaleen, preguntó:
—¿Llevaste aquellas esmeraldas a casa del viejo Greatorex?
—Si.
—¿Cuánto te dieron?
—Cuatro mil. Cuatro mil libras. Me dijo que si no las vendía, había que asegurarlas de nuevo.
—Sí, las joyas han doblado hoy su valor. ¡Bien! Creo que podremos levantar ese dinero. Lo malo es que esto no será sino el principio de una serie interminable de peticiones. Acabará por chuparnos hasta la última gota de sangre.
—¿Por qué no nos marchamos de Inglaterra? —suplicó llorando Rosaleen—. ¿No podemos ir acaso a Irlanda, a América o a donde sea?
—Veo que no tienes espíritu de lucha, Rosaleen —le dijo—. Tirar la piedra y correr, ese parece tu lema.
—No tenemos razón alguna, David —exclamó gimoteando—. Hemos sido malos, muy malos...
—No me vengas ahora con sentimentalismos. No los puedo soportar. Por primera vez en la vida nos ha sonreído la fortuna y no voy a permitir que al primer contratiempo la dejemos escapar como unos tontos de entre las manos. ¿No comprendes que todo ello pudiera ser un mero desplante? Lo más probable es que Robert Underhay siga enterrado en África como siempre hemos creído.
Ella se estremeció.
—No sigas, David —gimió—. Te lo suplico.
Al ver éste la expresión que el terror había impreso en las facciones de Rosaleen, intentó serenarse.
—No temas —le dijo—. Yo me encargo de todo, pero tú haz siempre lo que yo te diga. ¿Me obedecerás?
—Siempre te he obedecido, David. Tú lo sabes.
El se echó a reír.
—Pues levanta ese espíritu. Ya encontraré el modo de parar el golpe de ese granuja de Enoch Arden.
—¿Te acuerdas de la predicción de las cartas en que hablaban de la aparición de un hombre...?
El cortó en seco su divagación.
—Sí, sí, me acuerdo, pero no temas. Yo llegaré al fondo de todo este misterio.
—No te olvides de que hoy es martes. ¿Vas a llevarle el dinero?
David asintió con un gesto.
—Cinco mil. Le diré que no me ha sido posible conseguir el resto. Lo primero que debo impedir es que se entreviste con los Cloade. Probablemente se trata sólo de una amenaza, pero no está de más asegurarse.
Se detuvo y entornó los ojos como tratando de escudriñar en el infinito. Tras ellos, su mente trabajaba febrilmente, barajando posibilidades.
Después lanzó una sonora carcajada. Era una risa a la vez alegre y feroz. Una risa que a hombres enterrados hoy bajo una losa no les hubiera sido difícil reconocer...
La risa que más de una vez empleara al entrar en acción en los campos de batalla.
—Rosaleen —le dijo—, ¡gracias a Dios que tengo en ti a una persona en quien poder confiar!
—Confiar..., ¿en qué?
—En que harás exactamente cuanto te diga. Ese es el secreto de cualquier operación.
Y añadió riendo:
—Esta vez, operación al estilo Enoch Arden.
Capítulo XI
No sin cierta sorpresa, Rowley se decidió a abrir el sobre malva que sostenía entre las manos. «¿Quién demonios, se preguntaba, podía escribirle empleando aquella clase de papel que desde los comienzos de la guerra había desaparecido por completo?»
«Querido señor Rowley», leyó.
«Espero me perdonará la libertad que me tomo al dirigirle estas líneas, pero he creído conveniente hacerlo, pues me ocurren cosas que no dudo le ha de gustar conocerlas.»
Observó lo subrayado con curiosidad.
«Recuerde que la otra noche estuvo usted en mi casa preguntando por cierta persona. Si se sirve usted darse un salto por "El Ciervo", tendré sumo gusto en darle a usted recientes informaciones acerca de ella. Todos los de por aquí hemos comentado con disgusto la suerte que al fallecimiento de su pobre tío Gordon corrió su fortuna.
«Vuelvo a repetirle que perdone mi atrevimiento, en la seguridad de que no ha de pesarle lo que le indico.
»Suya siempre,
Beatrice Lippincott.»
Rowley se quedó mirando la misiva, su mente ardiendo en un mar de especulaciones. ¿De qué demonios querría hablar la buena Bea? Conocía a Beatrice Lippincott desde su niñez. Había comprado siempre el tabaco en la tienda de su padre y sostenido largas conversaciones con ella tras el mostrador. Aún recordaba ciertos rumores que habían corrido acerca de ella con motivo de una larga ausencia suya de Warmsley Vale. Había estado fuera cosa de un año, y a la gente le dio por decir que fue a ocultar el estado en que quedó a consecuencia de unos ilegítimos amores. Verdad o no, lo cierto es que su conducta fue siempre irreprochable y que gozaba en el pueblo de respetuosa popularidad.
Rowley consultó su reloj. Habla decidido acudir a la cita de «El Ciervo» y saber qué era lo que Beatrice estaba tan animosa de comunicarle.
Eran sólo minutos después de las ocho cuando Rowley penetraba en el mesón por la puerta que comunicaba con el salón de bebidas. Después de los consabidos saludos e inclinaciones de cabeza, se dirigió resueltamente al mostrador y pidió una cerveza. La señorita Beatrice no tardó en acercársele radiante de satisfacción.
—Me alegro de verle por aquí, señor Rowley Cloade.
—Buenas noches, Beatrice. Gracias por su mensaje.
Ella le dirigió una mirada significativa.
—Estaré con usted dentro de unos momentos, señor Rowley.
Él asintió con un ligero movimiento de cabeza, y se entretuvo en beber a cortos sorbos el contenido de su vaso mientras Beatrice acababa de servir a sus parroquianos. Luego ésta dio una señal de llamada y acudió Lily a reemplazarla en sus funciones.
Beatrice murmuró en voz baja:
—¿Quiere usted seguirme, señor Rowley?
Le condujo a lo largo de un corredor y penetraron en una pequeña habitación en cuya puerta había un rótulo que decía: «Privado». Su interior estaba exageradamente recargado con sillones de felpa, una radio, que funcionaba a toda voz, una multitud de objetos de porcelana y un pierrot, bastante desvencijado, por cierto, que parecía columpiarse sobre una de las butacas.
Beatrice Lippincott cerró la radio y ofreció a Rowley uno de sus felpudos asientos.
—Me alegro de que haya venido, señor Rowley —principió diciendo—, pues tengo que comunicarte algo que espero ha de ser para usted de sumo interés conocerlo.
Pronunciaba las palabras con una satisfacción que a las claras indicaba la gran trascendencia de cuanto habría de seguir a este significativo preámbulo.