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Rowley le preguntó con discreta curiosidad:

—Bien. ¿Qué ocurre?

—Usted conoce al caballero que se hospeda en casa, ¿verdad? Me refiero al señor Arden..., aquel por quien me preguntó usted el otro día...

—Sí.

—A la noche siguiente de venir usted, apareció el señor Hunter pidiendo verle.

—¿El señor Hunter?

Esto parece interesante, debió de pensar Rowley, que se incorporó en su asiento.

—Sí, señor Rowley. Número 5, dije yo, y el señor Hunter se encaminó escaleras arriba. Como usted comprenderá, esto me sorprendió, pues creía que el señor Arden era forastero y que no conocía a nadie en Warmsley Vale. El señor Hunter venía con cara de pocos amigos, detalle al que, de momento, no presté atención.

Se detuvo para tomar aliento, mientras Rowley se limitaba a seguir escuchando sin pronunciar palabra. No era hombre que gustara de dar prisas a nadie. Quien quisiese tomar su asiento, podría hacerlo sin la menor objeción por parte de él.

Beatrice continuó con aire digno:

—Poco más tarde tuve ocasión de subir al cuarto número 4 para inspeccionar las toallas y la ropa de cama. Éste está precisamente al lado del número 5 y da la circunstancia que entre ambos existe una puerta de comunicación que no se ve desde el cuarto número 5 por estar oculta por un guardarropa que la cubre por completo. De ordinario esta puerta permanece cerrada, pero no sé por qué circunstancias aquella noche la encontré entreabierta.

Rowley seguía escuchando impasible, haciendo sólo pequeños gestos de asentimiento.

«Fue Beatrice, sin duda, quien debió abrirla —pensó—, como fue la curiosidad y no las toallas y las sábanas lo que la impulsó a subir y enterarse de lo que ocurría en el cuarto número 5.»

—Y así fue, señor Rowley, como, sin querer, hube de enterarme de toda la conversación que medió entre los dos. Créame que me hubiesen podido ahogar con un cabello...

«Un respetable cabello», pensó Rowley para sí.

Beatrice hizo una sucinta relación de cuanto había oído y Rowley escuchó con la expresión bovina que le era peculiar. Al terminar, quedóse aquélla mirándole.

Pasaron sus buenos dos minutos antes que Rowley volviera del ensimismamiento en que había quedado sumido. Después se levantó para marcharse.

—Gracias, Beatrice —dijo—. Un millón de gracias.

Y sin añadir comentario alguno, abandonó la habitación, dejando a Beatrice como un globo que de pronto empezara a desinflarse.

Capítulo XII

Al salir de «El Ciervo», la fuerza de la costumbre llevaba automáticamente a Rowley en dirección a su casa cuando, de pronto, se detuvo y, cambiando de opinión, desanduvo lo andado.

Las ideas tardaban en cuajar en su cerebro, pero al asombro primero que las palabras de Beatrice le causaron, debió suceder una visión clara y precisa de su verdadero significado. Si la versión de lo oído era correcta, y no había razón alguna para suponer que en esencia no lo fuera, un nuevo estado de cosas, que concernían a todos los miembros de la familia Cloade, acababa de suscitarse. La persona más indicada para ventilarlo era, sin ningún género de duda, tío Jeremy. Como abogado, Jeremy Cloade sabría qué trámites seguir y el modo de sacar el mejor partido posible a tan valiosa información.

Aunque Rowley hubiese preferido iniciar una acción expedita y personal, comprendía, no sin cierta repugnancia, que lo mejor era dejar el asunto en manos de un experto jurisconsulto. Cambió, pues, de rumbo y encaminó sus pasos a casa de tío Jeremy, situada en High Street.

La diminuta sirvienta que salió a abrir la puerta, le informó que el señor y la señora Cloade estaban sentados a la mesa. Se ofreció a acompañarle hasta el comedor, pero Rowley prefirió esperar en el despacho. No le gustaba la idea de incluir a Frances en este coloquio. Hasta que no se hubiese fijado un curso determinado de acción, cuantas menos personas lo supiesen, mejor.

Se paseaba inquieto mirando repetidamente cuanto encontraba en la habitación. Sobre la mesa escritorio había una caja de metal con un rótulo que decía: «William Jessamy, fallecido». Los anaqueles estaban atestados de gruesos volúmenes y de las paredes colgaba un antiguo retrato de Frances en traje de noche y otro del padre de ésta, lord Edward Trenton. Sobre la mesa había también la fotografía de un joven con el uniforme del ejército inglés. Era la de Anthony, hijo de Jeremy, muerto en el frente.

Rowley acabó por sentarse y se quedó mirando distraídamente el cuadro que representaba al elegante lord Edward Trenton.

En el comedor, Frances decía a su marido:

—¿Qué es lo que le pasará a Rowley?

—Nada —contestó con voz perezosa Jeremy—. Seguramente habrá contravenido alguna de las disposiciones gubernamentales. Es raro encontrar hoy un agricultor que conozca todos los requisitos que la Ley exige. Rowley es un hombre consciente y estará preocupado; eso es todo.

—Es un gran muchacho —añadió Frances—, pero terriblemente calmoso. Tengo una sospecha de que sus relaciones con Lynn no van todo lo bien que podría suponer.

Jeremy murmuró distraídamente:

—¿Lynn has dicho...? Sí, sí..., ¡claro! Perdóname, Frances. Se me hace difícil serenarme. Estoy como atontado, lleno de preocupaciones.

—No pienses más en eso, Jeremy —dijo rápidamente Frances—. Te he dicho que todo se resolverá a medida de nuestros deseos.

—Es que hay veces que me asustas, Frances. ¡Eres tan impetuosa! ¿No comprendes que...?

—Sí, hombre, sí; lo comprendo todo. Y no me asusta. Al contrario. Me divierte.

—Esto es precisamente el motivo de mi ansiedad.

—Vamos —le dijo con acento casi maternal—. No hagas esperar a ese joven bucólico. Enséñale cómo debe rellenarse el formulario mil ciento noventa y nueve..., o el que sea...

Al salir del comedor llegó a sus oídos el ruido que produjo la puerta de entrada al cerrarse y la doncella vino a anunciarles que el señor Rowley no podía esperar y que el asunto que le traía, tampoco era de gran importancia.

Capítulo XIII

En aquel preciso martes, Lynn había decidido salir a dar un largo paseo. Consciente de sus inquietudes y descontenta consigo misma, sentía la necesidad imperiosa de caminar y de tratar de poner en orden sus pensamientos.

Hacía días que no veía a Rowley. Después de la borrascosa separación del día en que fuera a pedirle prestadas las quinientas libras, habían continuado viéndose con regularidad. Lynn comprendía que su demanda había sido irrazonable y que Rowley había obrado con sensatez al negárselas. La sensatez, no obstante, era palabra que, a su juicio, no debería ocupar ningún lugar preeminente en el diccionario de los enamorados. Aparentemente, sus relaciones con Rowley seguían siendo cual siempre fueron. En realidad... ya no estaba tan segura. Los últimos días habían sido para ella de una monotonía insoportable, si bien no quería reconocer que la repentina partida de David Hunter y de su hermana a Londres tuviera algo que ver con su presente estado de perturbación. David —se veía obligada a reconocerlo— era un hombre que ejercía una diabólica fascinación.

En cuanto a sus parientes, los encontraba a todos pesados por demás. Su madre disfrutaba de un excelente buen humor y en su comida de aquel día había estado mortificándola con el anuncio de que se veía en la precisión de contratar los servicios de un nuevo jardinero. «El viejo Tom no puede ya en realidad atender a todo el trabajo que tiene en casa.»

—Pero, ¿no ves que no estamos en condiciones de hacerlo? —había exclamado Lynn.

—No digas tonterías. De lo que sí estoy convencida es de que Gordon no hubiese visto con buenos ojos el estado de abandono en que hoy está nuestro jardín. Sabes lo meticuloso que era en este respecto. Le gustaban los bordes bien delineados, la hierba bien cortada y los caminos limpios y bien conservados. Lo haré así, aun cuando para conseguirlo me vea precisada a recurrir de nuevo a esa viuda. Te he dicho además que ésta no ha podido ser más amable para conmigo, y casi puedo decirte que desde el primer instante se hizo cargo de todos mis puntos de vista. Me queda también, por si te conviene saberlo, una bonita suma en el Banco después de haber pagado todas mis deudas, y creo que la adquisición de un segundo jardinero habría de reportarnos una gran utilidad. Piensa sólo en la cantidad de hortalizas que resultarán por las tres libras semanales que representarían su sueldo. Eso sin contar que dado el número de ex combatientes que hoy están sin trabajo, no nos sería difícil encontrar alguno que se ofreciera a trabajar por menos de la cantidad que te he mencionado.