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—Dudo que encuentres uno solo en Warmsley Heath o en Warmsley Vale —había añadido secamente Lynn.

Y aunque el asunto quedó sin decidir, la tendencia de su madre a seguir contando con la ayuda de Rosaleen había acabado por exasperarla. Revivía en su memoria las sarcásticas palabras que David tuviera para con su familia.

Así, pues, decidió que un buen paseo la ayudaría a aligerar el peso de sus múltiples preocupaciones.

Su humor no mejoró con el encuentro de su tía Kathie junto a la oficina de Correos. La tía Kathie parecía radiante de satisfacción.

—Creo, querida Lynn, que no he de tardar en poder darte buenas noticias.

—¿Qué quieres decir con eso, tía Kathie?

La señora Cloade sonrió con aire de suficiencia.

—He tenido comunicaciones verdaderamente sorprendentes que nos anuncian un pronto fin a todas nuestras tribulaciones. Tuve también un pequeño contratiempo, pero desde entonces no han cesado de repetirme: «No pierdas la fe..., sigue probando...» En fin, querida Lynn, no quiero darte esperanzas prematuras, pero tengo casi la absoluta seguridad de que todo se ha de resolver satisfactoriamente... y en plazo muy breve. Estoy verdaderamente preocupada por la salud de tu tío. Trabajó mucho durante la guerra y necesitaría un buen reposo y dedicarse luego a sus estudios especiales. Claro que esto no lo puede hacer a menos de tener una renta que le permitiese disponer de su tiempo. A veces sufre una especie de ataques que me tienen con el alma en un hilo.

Lynn asentía a todo pensativamente. El cambio experimentado en Lionel Cloade no se había escapado a su perspicacia, así como tampoco la curiosa alteración en su modo de proceder. Sospechaba que si no tenía un hábito, no dejaría de recurrir de vez en cuando al uso de los estupefacientes. Esto explicaría la razón de sus períodos de irritabilidad. La tía Kathie no era, ni con mucho, lo tonta que aparentaba ser, y quizá se había dado cuenta también de esta posible contingencia.

Caminando a lo largo de High Street acertó a ver a su tío Jeremy en el momento en que éste entraba en su domicilio. Había envejecido visiblemente en aquellas tres últimas semanas, pensó Lynn.

Aceleró el paso. Quería salir de Warmsley Vale y respirar el aire puro de las colinas y campos. Daría un paseo de seis o siete millas que le proporcionaría el tiempo suficiente para entregarse a su meditación. Recordó que había sido siempre una mujer resuelta y con una clara percepción de las cosas. Que sabía exactamente su posición y lo que quería o dejaba de querer. Sólo ahora había empezado a experimentar en su alma vacía, el navegar a la deriva en el mar de su vida...

¡Esto era, sí! ¡Navegar al garete! Una forma de vivir sin estímulo ni finalidad que era la que transcurría monótona desde que abandonó el servicio para regresar a su hogar. Sentía levantarse en su interior una especie de ola nostálgica que le traía el recuerdo de aquellos cruentos, pero vibrantes días de las campañas de Italia y el Norte de África. Días en que los deberes estaban claramente definidos; en que la vida había de sujetarse a un previo y bien ordenado plan; en que el peso de la opinión individual carecía en absoluto de valor. Y, al propio tiempo, un invencible horror de sí misma. ¿Serían éstos, en realidad, los sentimientos que se ocultarían en el fondo de todos los corazones, la secuela acaso que inevitablemente habría de traer la guerra? No se trataba precisamente del peligro material, de las minas en el mar, de las bombas que caían del aire, de las balas de los rifles que silaban amenazadoras al menor intento de abandonar los escondrijos. No. Se trataba del peligro espiritual de creer que la vida se convertía en algo fácil y llevadero, con sólo dejar de pensar... Ella, Lynn Marchmont, no era ya la muchacha inteligente y resuelta que un día se decidiera a abandonar su terruño en busca de aventuras y de emoción. Su inteligencia había sido especializada y encauzada por bien definidos canales, y al verse de nuevo dueña y señora de su vida y de su persona, se asombraba de su incapacidad de poder resolver acertadamente sus propios asuntos.

Con una amarga sonrisa en los labios, Lynn pensó para sí: «Quizá tengan razón los que dicen que ha sido la guerra lo que más poderosamente ha contribuido a descubrir nuestra tan cacareada "mujer hogar".» La que había hecho mujeres acostumbradas a pensar, a planear, a decidir, a improvisar y a desarrollar verdaderos caudales de ingenuidad y de espíritu de sacrificio. Mujeres que, en último término, serían las únicas capaces de andar solas por el mundo y de tener bien desarrollado el sentido de responsabilidad.

Y, sin embargo, ella, Lynn Marchmont, de educación esmerada e inteligencia poco común, y habiendo desempeñado satisfactoriamente cargos en los que se exigía gran pericia y espíritu de disciplina y orden, se encontraba como barco sin timón y sometido al furioso embate de las olas, navegando al garete.

¿Y qué decir de aquellos que habían preferido quedarse cómodamente en sus casas, como Rowley, por ejemplo?

Al llegar a este punto su mente, cesó de vagar por entre generalidades y descendió al terreno personal. Ella y Rowley. Éste era el problema, el verdadero problema, el único problema. ¿Deseaba ella en realidad casarse con Rowley?

La oscuridad iba haciéndose cada vez más densa en su cerebro.

Se sentó junto a unos matorrales y permaneció largo tiempo inmóvil con los codos apoyados sobre las rodillas y la barbilla hundida en el cuenco de las manos. Parecía haber perdido la noción del tiempo y aun el deseo de volver a su casa. A lo lejos, un poco a la izquierda, y a sus pies, estaba Long Willows. Su nuevo hogar, en el caso de que se decidiese a contraer matrimonio con Rowley.

¡Siempre lo mismo! En el caso de que...

Un pájaro salió de un vecino bosquecillo, lanzando un estridente chillido. Un chorro de humo que se escapaba de la chimenea de una locomotora, se elevaba en el aire formando un gigantesco signo de interrogación.

—¿Me casaré con Rowley? ¿Quiero en realidad, casarme con Rowley? ¿Lo he deseado alguna vez? ¿Sería para mí un rudo golpe si dejara de hacerlo?

El tren detenido en la estación se puso en marcha en dirección al valle y el humo, impulsado por el violento resoplido de la caldera, se disipó rápidamente en la atmósfera.

Pero el signo de interrogación que antes viera, seguía impreso en su memoria.

Había amado a Rowley antes de su partida. .«Pero yo he cambiado —pensó—. No soy la misma Lynn.»

Un versículo de una poesía flotó unos instantes en su mente.

«Vida y mundo, y aun yo mismo, hemos cambiado...»

¿Rowley? ¿No sería acaso Rowley quien hubiese cambiado?

No. Rowley seguía siendo el mismo que ella dejara unos pocos años antes.

¿Sentía deseos de casarse con Rowley? Si no, ¿qué era lo que ella deseaba en realidad?

Oyó el crujir de unas ramas y la voz de un hombre que, lanzando imprecaciones, trataba de abrirse paso a través de la maleza.

—¡David! —gritó.

—¡Lynn! —contestó sorprendido, pues era él en realidad—. ¿Qué demonios hace aquí?

La alteración de su voz daba a entender que había venido corriendo.