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La agitada voz continuó sonando unos minutos. Lynn escuchaba distraída, interpolaba algún que otro comentario y murmuraba frases de consuelo que eran contestadas con otras de sincero agradecimiento.

—No sabes el descanso que me proporcionan tus palabras. ¡Qué buena eres, Lynn! No comprendo cómo haya podido armarme todo este lío.

Tampoco podía imaginárselo Lynn. La capacidad de la tía Kathie para embrollar las cosas se había elevado casi a la categoría de lo genial.

—Pero muchas veces creo —prosiguió la voz— que son las cosas las que se complican por sí solas. Juzga por ti misma si quieres. Nuestro aparato está estropeado y he tenido que hacer uso de este teléfono público. Pues bien, al llegar aquí me encuentro con que sólo tengo monedas de medio penique en vez de las de uno, que son las que se utilizan para las llamadas. ¡Otro viajecito, como comprenderás!

Al fin terminó la conferencia y colgando el auricular se volvió de nuevo a la sala.

Adela Marchmont, alerta, preguntó:

—¿Era acaso...?

Lynn respondió con prontitud:

—Era tía Kathie.

—¿Qué quería?

—Nada. Me contaba uno de sus tantos atolladeros.

Cogió un libro, y después de echar una furtiva mirada al reloj, se sentó en uno de los sillones. En realidad calculó, era todavía temprano para lo que ella esperaba. A las once y cinco se repitió la llamada. Se levantó con calma creyendo que a la tía Kathie le habría quedado aún algo en el tintero...

Pero no fue así.

—¿Warmsley Vale, 34? ¿Podría la señorita Lynn Marchmont ponerse al aparato? Es una llamada desde Londres.

Su corazón se detuvo por una fracción de segundo.

—La señorita Lynn Marchmont al habla.

—Un momento, por favor.

Esperó. Oyó voces confusas. Luego un silencio. Por lo visto el servicio de teléfonos iba de mal en peor. Siguió esperando. Agitó el soporte del auricular repetidamente. Otra voz, femenina, indiferente, fría, habló con displicencia.

—Tenga la bondad de colgar. Volveremos a llamar más tarde.

Repuso el receptor en su sitio. Había andado sólo unos pasos cuando el timbre repiqueteó de nuevo.

—¿Quién?

Esta vez era una voz de hombre.

—¿Warmsley Vale, 34? Una llamada personal para la señorita Lynn Marchmont desde Londres.

—La señorita Lynn al habla.

—Un momento, por favor.

Luego oyó la misma voz, que en un tono apagado decía:

—Hable, Londres. Está usted comunicando.

Y de pronto, la voz de David.

—Lynn, ¿eres tú?

—¡David!

—Tenía precisión de hablarte.

—Di...

—Oye, Lynn. Quiero ser sincero contigo.

—¿Qué quieres decir?

—Que debo marcharme de Inglaterra sin pérdida de tiempo. La cosa es fácil por demás. He intentado hacer creer que no lo era para Rosaleen, sencillamente, y esto lo sabes tú mejor que nadie, porque había algo que me retenía con fuerza en Warmsley Vale. Pero, ¿para qué empeñarse en lo imposible? Ni tú ni yo hemos nacido el uno para el otro. Tú eres una mujer encantadora, Lynn. Yo..., yo tengo mucho de rufián. Lo he tenido siempre. Y no alimentes la esperanza de que quizá lograses cambiarme. Tal vez lo intentaría..., pero en balde. Me conozco. Créeme, Lynn; tu puesto está al lado de Rowley. Jamás te dará un solo día de inquietud. En cambio, a mi lado..., tu vida sería siempre un infierno.

Lynn permaneció inmóvil, sin articular palabra.

—Lynn, ¿estás ahí?

—Sí...

—¿Por qué no hablas?

—¿Qué quieres que te diga?

—Algo... Lo que sea...

¡Con qué claridad percibía a través de la distancia la excitación y el apremio que David ponía en sus palabras!

Él masculló en voz baja unas cuantas imprecaciones y estalló súbitamente, diciendo:

—¡Al diablo con todo!

Y colgó el aparato.

La señora Marchmont preguntó:

—¿Era acaso...?

—No. Se habían equivocado de número...

A continuación se dirigió escaleras arriba.

Capítulo XV

Era costumbre en la hostería de «El Ciervo» que los huéspedes fuesen llamados, a la hora por ellos designada, por el simple sistema de un fuerte golpe dado en la puerta y acompañado por las sacramentales palabras de «Las ocho y media, señor», o «Las ocho», según fuese el caso. También servían el té, si así se estipulaba previamente, que era depositado, con un ruidoso entrechocar de cubiertos y vajillas, sobre la alfombrilla colocada frente a cada una de las puertas.

En la mañana del miércoles que nos ocupa, la joven Gladys, cumpliendo su rutina, se detuvo frente al cuarto señalado con el número 5, anunció su consabido «Las ocho, señor» y dejó caer con estrépito la bandeja de servicio que llevaba entre las manos, haciendo que se derramase parte del contenido de la lechera. Después de llamar también a otros huéspedes, prosiguió con sus interrumpidos quehaceres.

Eran ya las diez cuando se dio cuenta de que el té que dejara sobre la alfombrilla del cuarto número 5 seguía intacto.

El ocupante del cuarto número 5 no era de los que acostumbraban a levantarse tarde y recordó que frente a su ventana había un bajo tejadillo que muy bien podría ser utilizado subrepticiamente por cualquiera que desease abandonar el hotel sin pasar por el doloroso proceso de tener que satisfacer el importe de su cuenta.

Pero el huésped inscrito en el registro de la posada con el nombre de Enoch Arden no debía ser de éstos. Yacía inmóvil y boca abajo en el centro mismo de la alcoba. Sin tener conocimiento alguno de medicina, dedujo Gladys, a primera vista, que aquel hombre estaba muerto.

Le miró con espantados ojos y lanzando agudos chillidos, salió disparada en busca de su ama.

—¡Señorita Lippincott...! ¡Señorita Lippincott...! —aulló bajando las escaleras de dos en dos.

Beatrice Lippincott estaba en su gabinete privado haciéndose vendar una mano por el doctor Lionel Cloade, que se volvió irritado al ver esta ruidosa intromisión.

—¡Oh, señorita...!

—¿Qué le sucede, Gladys? —preguntó Beatrice.

—El caballero del cuarto número 5, señorita... Está tumbado en el suelo..., ¡muerto!

El doctor miró primero a la muchacha y después a la asombrada señorita Lippincott.

—Esto debe ser una fantasía de esta chiquilla...

—No, doctor. Le aseguro que está muerto.

Y añadió con la fruición que produce él aporte de una noticia sensacionaclass="underline"

—Tiene la cabeza machacada...

—Entonces creo que lo mejor es... —dijo, mirando fijamente a la señorita Lippincott.

—Sí, doctor, vaya usted, se lo suplico. Es que no lo puedo creer...

Todos se dirigieron escaleras arriba con Gladys al frente. El doctor observó atentamente la inmóvil figura y luego se arrodilló para auscultarla.

Después miró a Beatrice. Sus modales se habían vuelto abruptos, autoritarios.

—Mejor será que telefonee usted inmediatamente a la Jefatura de Policía —dijo.

Beatrice Lippincott salió seguida por Gladys.

—¡Oh, señorita! ¿Cree usted que es un asesinato? —susurró esta última con terror.

Beatrice se alisó los rizos de su «pompadour», con experta mano, y contestó:

—Más vale que tenga usted un poco quieta esa lengua, Gladys. Mencionar la palabra asesinato antes de haber sido dictaminado así por el Juzgado, es ilegal, y puede acarrearle serias complicaciones con la policía. Además, que nada sale ganando «El Ciervo» con esa clase de chismografías.

Y añadió con graciosa condescendencia:

—Puede usted ir a tomarse una taza de té. Creo que la necesita.

—Sí, señorita; la tomaré. Tengo el estómago revuelto. Y, de paso, traeré otra para usted.

Beatrice contestó con un silencio que equivalía a una admisión.