Выбрать главу

Capítulo XVI

El superintendente Spence miraba pensativamente, con la mesa de por medio, a Beatrice Lippincott, que estaba sentada con los labios fuertemente apretados y con aire reflexivo.

—Gracias, señorita Lippincott —dijo—. ¿Es eso todo lo que puede recordar? Haré que lo pongan en limpio para que usted lo lea, y, si es tan amable, lo firme después.

—Bien, bien; pero..., espero que no me obligarán a ir a Jefatura a declarar...

El superintendente Spence sonrió, afable.

—No creo que tengamos necesidad de llegar a ello —añadió con un dejo de falsía en la voz.

—Puede tratarse de un suicidio —argumentó Beatrice, aferrándose a la esperanza de pasar inadvertida en la investigación.

El superintendente Spence se abstuvo de decir que una lesión profunda en la parte posterior del cráneo, producida por unas pesadas tenazas de acero, difícilmente traía a la imaginación la idea de un suicidio. Se limitó a replicar en el mismo tono displicente y cortés:

—No es conveniente adelantarse a establecer conclusiones. Gracias, señorita Lippincott. Ha sido usted muy amable en venir voluntariamente a comunicarme su información.

Cuando ella hubo salido, el superintendente se puso a meditar acerca de lo que acababa de oír. Conocía al detalle la vida y milagros de Beatrice Lippincott y la cantidad de crédito que podía darse a sus palabras. Un tanto por ciento no despreciable, por una conversación genuinamente oída y bien impresa en la memoria. Un pequeño extra, por los aditamentos dimanados en la propia excitación, y otro breve extra, si cabe, por haberse cometido el crimen precisamente en el cuarto número 5. Pero aun no dando carácter de veracidad alguna a estos «extras», lo que quedaba de la declaración era suficientemente feo y sugestivo para considerarlo como punto de partida en la tarea de reconstruir los hechos.

El superintendente Spence miró a la mesa que tenía frente a sí. Sobre ella había un reloj de pulsera con el cristal roto, un pequeño encendedor de oro con iniciales, una barrita para los labios con estuche dorado, y un par de fuertes tenazas, de las que se usan para avivar la lumbre en las chimeneas, con visibles manchas de sangre en su pesado mango.

El sargento Graves se asomó a la puerta y anunció que el señor Rowley Cloade estaba esperando. A un gesto de Spence, fue introducido en su despacho.

Si el superintendente se preciaba de conocer bien a Beatrice Lippincott, otro tanto podía decir de Rowley Cloade. Estaba seguro de que cuando éste se presentaba en la estación de policía, era porque algo sólido y escueto tendría que comunicar. Algo que a buen seguro valdría la pena de oír. Al propio tiempo, y conociendo su proverbial ingenuidad y circunspección, sabía que la conferencia se prolongaría más allá de los límites ordinariamente establecidos. Nada conseguiría con tratar de darle prisa. Sólo enojosas repeticiones de lo manifestado y la pérdida consiguiente de tiempo.

—Buenos días, señor Cloade. Encantado de verle por aquí. ¿Puede usted arrojar alguna luz sobre el problema que tenemos entre manos? Me refiero a la muerte de ese hombre que se hospedaba en «El Ciervo».

Con gran sorpresa de Spence, Rowley preguntó a su vez:

—¿Han identificado, en primer lugar, a ese sujeto?

—No —contestó lentamente Spence—. En realidad, no. Todo lo que sabemos es que estamos inscritos en el hotel con el nombre de Enoch Arden. Nada encontramos en su posesión que pudiera corroborarlo.

Rowley frunció el entrecejo.

—¿No le parece a usted... algo raro?

Aún siéndolo, consideraba el superintendente que no era Rowley la persona indicada para juzgar los méritos de las pruebas que en pro o en contra se fuesen presentando. En vez de contestar a la pregunta, le dijo con cuanta afabilidad era capaz:

—Permítame, señor Cloade, que sea yo quien haga las preguntas. Tengo entendido que ayer noche estuvo usted a ver al difunto. ¿Con qué objeto?

—¿Conoce usted a Beatrice Lippincott, superintendente? ¿La dueña de la posada?

—¡Claro que la conozco! Y —añadió éste creyendo haber encontrado un atajo que habría de abreviarle multitud de explicaciones— me ha contado ya todo cuanto sabía del caso.

Rowley suspiró como aquel a quien quitan un gran peso de encima.

—Bien. Temí, que no le gustara verse complicada en embrollos de la policía. Usted sabe lo rara que es cierta clase de gente.

El superintendente quedóse un momento pensativo y asintió con un gesto.

—Pues sí —prosiguió Rowley—; Beatrice me puso al corriente de lo que oyó aquella noche, y... no sé si a usted le sucederá lo mismo, porque al fin y al cabo no es de la familia ni le mueve en esto interés particular alguno, me pareció todo así como algo sospechoso.

El superintendente volvió a mover la cabeza en señal de conformidad. A decir verdad, compartía en su interior el sentir general de la localidad en el sentido de que la familia Cloade había recibido, con la muerte de su tío Gordon, un trato verdaderamente injusto. También la de que la viuda de Gordon no era en realidad «una señora», y su hermano sólo uno de esos perdularios que si bien encuentran múltiples aplicaciones en tiempos de guerra, han de ser tratados con toda clase de reservas en tiempo de paz.

—Creo innecesario tener que decirle, superintendente, la gran diferencia que supondría para nosotros, los Cloade, saber que el primer marido de Rosaleen vivía aún. La historia que me contó Beatrice fue la primera indicación que tuve de que tal estado de cosas pudiese ser una realidad. Ni por sueños se me hubiese ocurrido pensar una cosa así. Tenía el convencimiento de que era viuda. Fue una noticia inesperada que tardé algún tiempo en poder digerir.

Spence volvió a asentir. Le parecía ver a Rowley rumiando el asunto y dándole vueltas y más vueltas en su cabeza.

—Lo primero que pensé fue en hacérselo saber a mi tío, el abogado.

—¿El señor Jeremy Cloade?

—El mismo. Me fui a su casa. Debían ser aproximadamente las ocho, o las ocho y cuarto. Estaban cenando y preferí esperar en el despacho, único modo de poder seguir entregado a mis cavilaciones. Finalmente llegué a la conclusión de que no estaría de más que yo hiciera primero unas cuantas diligencias preliminares. Me he convencido, superintendente, de que los abogados están todos cortados con el mismo patrón. Muy lentos, muy cautos, y han de estar completamente seguros de los hechos antes de que se decidan a dar un solo paso. La información que yo tuve había sido poco menos que de segunda mano y dudaba que a mi tío le mereciera el suficiente crédito para determinarle a actuar. Pensé que lo mejor seria irme primero a la fonda y entrevistarme con aquel sujeto.

—¿Y lo hizo usted?

—Sí, me fui derecho a «El Ciervo».

—¿A qué hora fue eso?

—Pues verá usted —dijo Rowley reflexionando—, debí llegar a casa de Jeremy a eso de las ocho y veinte u ocho y veinticinco... Añadamos otros cinco minutos de espera... No lo tome usted a mal si me equivoco, Spence, pero debió ser a eso de las ocho y media o nueve menos veinte.

—Siga usted, señor Cloade.

—Sabía el número del cuarto que ocupaba, Bea me lo había mencionado con anterioridad, y me fui derecho a él. Llamé y una voz me contestó: «Adelante.» Entré.

Rowley se detuvo.

—Creo que no supe manejar el asunto como era debido —prosiguió—. Me figuré al entrar que de los dos era yo el más fuerte, pero pronto me convencí de lo contrario. Nuestro hombre no tenía pelo de tonto y por más que hice no conseguí obtener de él una sola admisión definitiva y precisa. Creí asustarle cuando le mencioné la palabra chantaje, pero por lo visto no conseguí sino regocijarle, pues me preguntó «si estaba yo también en el mercado». Al contestarle que yo no entendía de bajezas semejantes y que nada tenía que ocultar, me dijo con todo el cinismo que no le había entendido bien o que quizás él no se hubiese expresado con la suficiente claridad. Que lo que él quería saber era simplemente si estaría yo interesado en comprar algo que él tenía y que a su juicio era de suma importancia para mí. «Sigo sin entender», le dije. «Que cuánto daría usted, o su familia —me aclaró— por tener una prueba definitiva de que Robert Underhay, dado por muerto en África, estaba en realidad vivo y coleando.» «Y, ¿por qué hemos de dar nada?», le pregunté. Se echó a reír y me contestó: «Porque tengo otro cliente, que precisamente ha de venir esta noche, y que, por el contrario, pagará gustoso una suma considerable a cambio de una prueba positiva de la muerte de Robert Underhay.» Creo que en aquel momento perdí la cabeza y con muy malos modos le dije que ninguno de mi familia estaba acostumbrado a apelar a aquella clase de sucios manejos. Si Underhay estaba vivo, me dije, fácil nos sería establecer el hecho. Me dirigía ya a la puerta cuando de nuevo oí su voz que me decía con tono sarcástico y burlón: «No olvide que nada podrá usted probar sin contar con mi cooperación.»