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—¿Y después?

—Creo que volví a casa bastante angustiado y pensando que no había hecho sino empeorar las cosas. Que debía haber seguido mi impulso primero y haberlo dejado todo en manos del tío Jeremy, que, como abogado, estará más acostumbrado que yo a tratar con esta clase de clientes escurridizos.

—¿A qué hora salió usted de «El Ciervo»?

—No tengo la menor idea... Espere. Debió de ser poco antes de las nueve, porque recuerdo que al salir oí el vocerío de los vendedores de diarios anunciando la edición de la noche.

—¿Mencionó Arden el nombre de la persona a quien esperaba?

—No; pero pondría la mano en el fuego, seguro de que se trataba de David Hunter. ¿Quién más podía haber sido?

—¿Dio muestra alguna de temor por la perspectiva de la visita?

—Al contrario. Parecía el hombre más tranquilo y feliz del mundo esperando la visita.

Spence señaló con un pequeño gesto las tenazas.

—¿Recuerda haber visto esas tenazas alguna vez, señor Cloade?

—No, creo que no. Cuando yo estuve en la fonda, la chimenea estaba apagada.

Frunció la frente como tratando de recordar...

—Estoy seguro —prosiguió— de que había algunos hierros en el hogar, pero no podría precisar la clase a que pertenecían.

Y añadió:

—¿Fue con eso con lo que...?

Spence movió la cabeza afirmativamente.

—¡Qué raro! Hunter es de constitución más bien ligera, mientras que Arden es fornido y corpulento.

El superintendente interpuso con voz incolora:

—El informe médico dice que el ataque fue hecho por detrás y que los golpes dados con los pomos de las tenazas vinieron de arriba a abajo.

Rowley dijo reflexivamente:

—No cabe duda que ese Arden, o como se llame, parecía un hombre muy seguro de sí. Pero no hubiera sido yo quien le diera la espalda a un hombre a quien pretendiese estrujar, máxime si éste tenía el historial belicoso de que venía precedido Hunter. No debía ser muy cauto, que digamos.

—De haber sido cauto, estaría hoy tan vivo como lo estamos nosotros —dijo secamente el superintendente.

—¡Ojalá hubiese sido así! —añadió fervientemente Rowley—. De no haber perdido los estribos, como lo hice, quizá hubiese logrado sonsacarle alguna información. Debí haberle hecho creer que sí, que estábamos en el mercado, como él decía; pero..., no sé..., ¡me pareció tan ridícula la proposición...! ¿Cómo podíamos enfrentarnos con Rosaleen y David si, juntando todas nuestras fuerzas, escasamente podríamos llegar a levantar quinientas libras?

El superintendente tomó el encendedor de oro.

—¿Recuerda usted haber visto esto con anterioridad?

Una profunda arruga apareció en el entrecejo de Rowley.

—Creo que sí, que lo he visto en alguna parte —contestó—, pero no podría decirle dónde. Y hasta puedo decirle que no hace mucho tiempo, pero..., ¡nada! ¡Que no me acuerdo!

Spence volvió a dejarlo y tomó la barrita de labios, sacándola de su estuche.

—¿Y esto?

Rowley se sonrió.

—Esto no es de mi ramo, superintendente.

Éste se pintó con ella, ligeramente, el dorso de la mano. Luego inclinó la cabeza a un lado como estudiándolo detenidamente.

—Parece un color apropiado para una dama morena —observó.

—¡Qué cosas más raras tiene que aprender la policía! —dijo Rowley, levantándose.

—Entonces... —añadió—, ¿no pueden ustedes decirme con certeza quién es en realidad el muerto?

—¿Y usted, señor Rowley..., podría acaso?

—No. Me temo que no. Quería decir que este hombre era nuestra única clave para llegar a Underhay. Ahora que ha muerto... encontrar al otro es lo mismo que buscar una aguja en un pajar.

—No olvide que habrá publicidad, señor Cloade —dijo Spence—, y que mucha de ésta aparecerá a su debido tiempo en la Prensa. Si Underhay está vivo y la noticia llega a sus oídos, cabe la esperanza de que se presente.

—Es posible —respondió Rowley con marcada duda.

—¿No lo cree usted así?

—Lo único que yo creo —dijo Rowley, con ironía— es que el primer asalto de esta pelea lo ha ganado nuestro querido amigo David Hunter.

—¡Quién sabe! —contestó, displicente, Spence.

Al salir Rowley, el superintendente volvió a tomar el encendedor y miró sonriente a las iniciales «D. H.» que aparecían sobre él.

—Bonito trabajo —dijo—. ¿No le parece, sargento? Poco corriente... y fácil de identificar. Comprado seguramente en Geatorex o en alguna de esas joyerías de Bond Street. ¡Lléveselo usted para investigar!

—Sí, señor.

Luego cogió el reloj de pulsera. El cristal de éste estaba machacado y las manecillas señalaban las nueve y diez minutos.

—¿Tiene el informe sobre esto? —preguntó, mirando al sargento.

—Sí, señor. Roto el muelle.

—¿Y el mecanismo de las manecillas?

—Bien.

—¿Qué es lo que cree usted que dice este reloj, sargento Graves?

—La hora exacta en que fue cometido el crimen.

—¡Ah! —replicó Spence—. Si llevase usted el tiempo que yo llevo en la policía, sospecharía usted en seguida de la autenticidad de esta prueba. Pudiera ser genuina, pero es también un antiguo ardid. Volver las manecillas de un reloj hasta que señalen una hora determinada, romperlo después y ya tenemos probada así la coartada. Es trampa en la que no acostumbran a caer los zorros viejos. Yo sigo teniendo un criterio abierto acerca de la hora en que se cometió el crimen. El testimonio médico es: entre las ocho y las once de la noche.

El sargento Graves carraspeó para desatascar su garganta.

—Edward, el segundo jardinero de Furrowbanks, dice que vio a David Hunter salir de la casa por una puerta lateral a eso de las siete y media. Las doncellas no sabían que estuviese aquí. Le creían en Londres al lado de su hermana. Esto prueba, sin ningún género de duda, que se hallaba al menos por estos alrededores.

—Sí —contestó Spence—. Quisiera oír lo que dice Hunter acerca de sus movimientos en aquella noche.

—Parece un caso claro, señor —dijo Graves, mirando las iniciales que había en el encendedor.

—¡Hum...l —gruñó el superintendente—. Primero es preciso saber lo que significa esto.

Y señaló la barrita para los labios.

—Rodaría debajo de la cómoda, señor, y habrá estado allí durante bastante tiempo.

—He investigado este detalle —contestó Spence—, y la última vez que una mujer ocupó esta habitación fue hace tres semanas. Sé que el servicio es bastante malo en estos días pero, no al extremo de que en todo ese tiempo nadie se dignara pasar siquiera una escoba. La hostería de «El Ciervo» se distingue precisamente por su limpieza.

—No ha habido la menor insinuación de que hubiese mujer alguna mezclada en la vida de Arden.

—Lo sé —contestó el superintendente—. Eso es precisamente lo que da a esta barrita la categoría de «valor desconocido».