El sargento Graves se contuvo de decir: Cherchez la femme. Tenía un buen acento francés, pero no quería irritar al superintendente llamándole la atención acerca de este punto. El sargento Graves era lo que podríamos llamar «un joven circunspecto».
Capítulo XVII
El superintendente Spence contempló el Shepherd's Court, Mayfair, antes de penetrar a través de su alegre portal. Situado modestamente al lado del mercado de Shepherd, tenía un aspecto discreto, recatado y suntuoso al propio tiempo.
Dentro del edificio los pies de Spence se hundieron confortablemente en una mullida alfombra. En el vestíbulo había un amplio sofá forrado de terciopelo y frente a él una jardinera llena de floridas plantas. En el fondo un pequeño ascensor automático y a su lado una escalera que conducía a los pisos superiores. A la derecha una puerta con un rótulo que decía: «Oficina». Spence empujó la puerta de ésta y penetró en su interior. Se encontró en una pequeña habitación con un mostrador tras el cual habla una mesa, una maquinilla de escribir y dos sillas. Una de ellas estaba colocada junto a la mesa y la otra, en forma más bien decorativa, formando ángulo junto a la ventana. No parecía haber nadie en esta especie de despacho.
Viendo un timbre incrustado en el tablero de caoba del mostrador, lo oprimió sin vacilar. Como nadie parecía darse por enterado, volvió a repetir la operación. Esta vez fue más afortunado. Por la puerta situada en el fondo apareció un hombre enfundado en un brillante uniforme. Su aspecto era el de un general extranjero o posiblemente un mariscal de campo, pero su lenguaje era el de un puro londinense, y no de los más finos, precisamente.
—¿Qué desea?
—¿La señora Gordon Cloade?
—Tercer piso, señor. ¿Desea que le anuncie?
—¿Está en casa? —dijo Spence, fingiendo admiración—. Me alegro. Temí que se hubiese marchado al campo.
—No, señor; está aquí desde el sábado pasado.
—¿Y el señor David Hunter?
—El señor Hunter también está.
—¿No ha salido de Londres?
—No, señor.
—¿Estuvo aquí ayer noche?
—¡Oiga! —dijo amoscado el «mariscal de campo»—, ¿es que quiere usted saber la vida y milagros de todo el mundo?
Spence mostró su carnet. El «mariscal de campo» se desinfló como un neumático que ha sufrido un fuerte pinchazo e inmediatamente se avino a mostrarse más comunicativo.
—Perdone —añadió—. Cumplía sólo con mi obligación.
—Admitido. ¿Quiere usted contestarme ahora si Hunter estuvo aquí la noche pasada?
—Sí, señor, estuvo.
—¿Está usted seguro de que no salió?
—No podría decírselo con seguridad. Al menos nada me dijo a mí.
—¿Acostumbra usted a enterarse de las entradas y salidas de los huéspedes?
—En absoluto, no. Las señoras y los caballeros acostumbran a decirme si han de estar ausentes y me dan instrucciones acerca de las cartas o de las posibles llamadas telefónicas que pudiese haber.
—Estas llamadas, ¿se hacen a través de este teléfono de la oficina?
—No, señor. Casi todos los departamentos tienen sus propias líneas privadas. Hay uno o dos huéspedes, sin embargo, que prefieren no tenerla, y a éstos se les notifica, bajan, y contestan desde el vestíbulo en caso de llamada exterior.
—La señora Cloade es de las que tiene teléfono en sus habitaciones, ¿verdad?
—Así es, señor.
—Dígame algo acerca de las comidas. ¿Se sirven aquí mismo?
—Sí, señor. Hay restaurantes en la casa, pero la señora Cloade y el señor Hunter acostumbran hacerlas fuera.
—¿Y el desayuno?
—Éste se sirve en las mismas habitaciones.
—¿Puede usted averiguar si ambos lo tomaron esta mañana?
—Creo que puedo hacerlo, preguntando a la encargada del servicio.
—Pues, bien, hágalo y dígame lo que sea cuando baje. Yo subo ahora mismo a verlos.
—Muy bien, señor.
Spence entró en el ascensor y oprimió el botón del tercer piso. Había dos puertas, una a cada lado. Spence tocó el timbre de la señalada con el número 9.
La abrió el propio David Hunter. No conocía al superintendente ni de vista; así es que preguntó con brusquedad:
—¿Qué desea?
—¿El señor Hunter?
—El mismo.
—Soy el superintendente Spence de la policía del condado de Oastshire, y deseaba hablar con usted unos instantes.
—¡Ah, perdón, superintendente! —sonrió—. Creí que era usted uno de esos latosos que vienen a molestar a las gentes.
Le condujo a un moderno y encantador saloncito. Rosaleen Cloade estaba en pie junto a la ventana.
—El superintendente Spence, Rosaleen —presentó Hunter—. Siéntese, superintendente. ¿Qué quiere usted tomar?
—Nada, muchas gracias.
Rosaleen había inclinado ligeramente la cabeza. Después se sentó de espaldas a la ventana, cruzando las piernas y con las manos entrelazadas sobre la rodilla.
—¿Un cigarrillo? —ofreció David, presentando una cajita.
—Sí, gracias.
Spence tomó uno, esperó..., observó que David introdujo la mano en uno de sus bolsillos como tratando de buscar algo, que volvió a sacarla vacía después de fruncir el entrecejo, que miró a su alrededor, que al fin encontró una caja de fósforos sobre una de las mesas y que encendió uno de los palitos apresurándose a acercarlo a su cigarrillo.
—Bien —dijo David despreocupadamente después de haber encendido a su vez el suyo—. ¿Qué tripa se les ha roto a los de Warmsley Vale? ¿Ha cogido a mi cocinera traficando en el mercado negro? La comida que nos sirve es excelente y siempre he sospechado que habría algo de siniestro en sus maquinaciones.
—No, es algo más serio que todo eso —contestó el superintendente— Un hombre murió ayer en la posada de «El Ciervo». Quizá lo hayan leído ya en la Prensa.
—No, no lo hemos leído. ¿De qué se trata?
—De que no se cree que muriera, sino que fue muerto. Tenía la cabeza machacada como consecuencia de un fortísimo golpe.
Una mal reprimida exclamación brotó de los labios de Rosaleen. David interpuso con rapidez:
—Por favor, superintendente, no extreme el relato de los detalles. Mi hermana está delicada y no me extrañaría que se desmayase a la sola mención de la sangre.
—¡Oh, perdone! —dijo afablemente Spence—. A decir verdad, no hubo sangre, pero se trata de un asesinato. De eso no hay duda alguna.
Se detuvo. Las cejas de David se enarcaron y preguntó con toda naturalidad:
—¿Y puede saberse qué es lo que tenemos que ver nosotros con ello?
—Esperábamos que usted podría darnos alguna información acerca de ese hombre, señor Hunter.
—¿Yo?
—Tengo entendido que estuvo usted a verle el último sábado por la noche. Su nombre, o al menos el que aparece en el registro, es Enoch Arden.
—Sí, sí. Es cierto lo que usted dice.
David hablaba sin mostrar la menor perplejidad.
—Entonces, usted dirá, señor Hunter.
—Superintendente, me temo que mis informes no habrán de servirle de gran utilidad. Apenas si conozco a este hombre.
—¿Se llamaba, en realidad, Enoch Arden?
—No lo sé, pero lo dudo.
—¿Por qué fue usted a verle?
—Una de tantas cosas raras que suceden en el mundo. Me mencionó ciertos lugares, hechos de armas, gentes que me eran conocidas.
David se encogió de hombros.
—Me temo que todo era una añagaza —prosiguió— para sacarme dinero.
—¿Y se lo dio usted?
—Cinco libras. Para que no se fuera sin nada. Me convencí que había estado en la guerra.
—¿Dice usted que le mencionó gentes que le eran... conocidas?
—Sí.
—¿Sería acaso una de ellas... el capitán Robert Underhay?