—Ha sucedido lo inesperado, ¿verdad?
—Al contrario —le corrigió Poirot—. Es precisamente lo esperado lo que acaba de suceder, lo que ya es en sí algo extraordinario.
—¿Usted esperaba un asesinato? —preguntó Spence con escepticismo.
—No, no. Sólo que una viuda se volviera a casar. ¿Posibilidad de que viva aún el primer marido? No sólo posibilidad, ¡sino que vive! ¿De que pudiese volver? ¡Ha vuelto! ¿De que hubiese chantaje? ¡Ha habido chantaje! ¿Posibilidad, por lo tanto, de que el chantajista fuese silenciado? Ma foi, ¡ha sido silenciado!
—Bien —añadió Spence, mirando suspicazmente a Poirot—. Supongo que todo esto encaja perfectamente con el tipo que yo he mencionado. Son crímenes que se complementan. Chantaje y asesinato.
—¿Y no lo encuentra usted interesante? Ya sé que en general no lo es, pero en este caso...
Se detuvo con cómoda placidez.
—¿No ha observado usted que todo parece estar... un tanto enrevesado?
—¿Qué quiere usted decir con «enrevesado»?
—Que todo parece ocurrir, ¿cómo diría yo?, en forma bastante ilógica.
—El propio cadáver, sin ir más lejos.
Spence continuaba sin comprender.
—¿Se ha fijado usted bien en él? ¿No? Entonces vamos a otro punto. Underhay llega a la posada e inmediatamente escribe a David Hunter. Éste recibe la carta a la mañana siguiente a la hora del desayuno.
—¿Y bien? Él admite haber recibido esa carta de Enoch Arden.
—Esa fue la primera indicación de la presencia de Underhay en Warmsley Vale, ¿no es así? ¿cuál fue la reacción de Hunter? Enviar a su hermana para Londres sin pérdida de tiempo.
—Pero eso es perfectamente comprensible —contestó Spence—. Quiere estar solo para manejar los asuntos a su manera. Temería quizá que su hermana se mostrase débil. No olvide que él es la cabeza pensante y que tenía a su hermana metida en un puño.
—Sí, sí, sobre eso no hay cuestión. Así, pues, decide mandar a Rosaleen a Londres y él se va a ver a Enoch Arden. El detalle de la conversación nos lo ha proporcionado la señorita Lippincott y lo que de ella salta a la vista, como usted bien sabe, es que Hunter no estaba seguro de si el hombre a quien hablara era o no, en realidad, Robert Underhay. Lo sospechaba, pero no lo sabía.
—¿Y qué de particular hay en ello, señor Poirot? Rosaleen Hunter se casó con Robert Underhay en la Ciudad de El Cabo y de allí se encaminaron rectamente a Nigeria. Hunter y Underhay no se encontraron jamás. Así se comprende, como usted dice muy bien, que aunque Hunter sospechase que Arden y Underhay fuesen una misma persona, no podía tener de ello una absoluta seguridad.
Poirot miró reflexivamente al superintendente.
—Así, pues, ¿nada ve usted de particular en todo lo que he dicho?
—Ya sé dónde quiere usted ir a parar. Que por qué Underhay no admitió inmediatamente su personalidad, ¿no es eso? Creo que también tiene su explicación. Gente respetable que, por la razón que fuese, descienden a cierta clase de maquinaciones, gustan de conservar siempre las apariencias, de tener siempre a mano una puerta de escape, y usted comprende lo que quiero decir. No, no creo que eso tenga tanta importancia. Algo tiene usted que conceder al factor humano.
—Precisamente —contestó Poirot—. ¡El factor humano! Es él precisamente lo que hace interesante el caso. Estuve observando en la encuesta las caras de todos los presentes, en especial las de los Cloade, tan numerosos, tan unidos por un interés común, y tan diferentes en sus caracteres, en sus sentimientos y en su modo de pensar. Todos ellos dependientes, durante largos años, del hombre fuerte de la familia, ¡de Gordon Cloade! No quiero decir que fuesen directamente dependientes, no. Todos tenían sus medios propios de vida. Pero consciente o inconscientemente, todos se habían visto precisados a cobijarse bajo sus ramas. ¿Y qué sucede? Y esta pregunta se la hago a usted, superintendente. ¿Qué le pasa a la hiedra cuando se derriba el roble del cual se nutre?
—Eso ya no es de mi incumbencia —contestó Spence.
—Pues yo creo todo lo contrario. El carácter, mon cher, es algo que se desarrolla y se deteriora. Lo que una persona es en realidad no se sabe hasta que llega la prueba, esto es, el momento en que de uno solo depende el hecho de si ha de caer o ha de seguir manteniéndose en pie.
—No sé dónde quiere usted ir a parar, señor Poirot —Spence estaba aturdido—. De todos modos, los Cloade están ya bien, o lo estarán tan pronto como se lleven a cabo los formulismos de rigor.
Esto, le recordó Poirot, tomaría algún tiempo, naturalmente.
—Y todavía queda por debatir la declaración de Rosaleen —añadió—. Después de todo, se supone que una mujer ha de reconocer a su marido, si en realidad es él, ¿verdad?
Había inclinado la cabeza a un lado y miraba inquisitivamente al corpulento superintendente.
—¿Y no cree usted que vale la pena no reconocer a un marido si el hacerlo supone la pérdida de dos millones de libras esterlinas? —preguntó cínicamente Spence—. Además, si no era Robert Underhay, ¿por qué le mataron?
—¡Ahí —exclamó enfáticamente Poirot—. ¡He ahí precisamente nuestra gran incógnita!
Capítulo VI
Poirot abandonó la Comisaría de Policía profundamente preocupado. A medida que caminaba, sus pasos iban haciéndose cada vez más lentos. Al llegar a la Plaza del Mercado, se detuvo y miró a su alrededor. Allí estaba la casa del doctor Cloade con la deslustrada placa sobre la puerta, y un poco más allá la oficina de Correos. Al otro lado, la de Jeremy Cloade, y frente a Poirot, y un tanto retirada, la Iglesia Católica Romana, modesta, pero humilde violeta, comparada con el agresivo esplendor de la Santa María, que se erguía arrogante en medio de la plaza como proclamando la supremacía de la religión protestante.
Movido por un impulso, Poirot se encaminó por el sendero que conducía a la Iglesia Católica, y quitándose el sombrero penetró en su interior. Hizo una genuflexión frente al altar y se arrodilló tras una de las sillas. Sus rezos fueron interrumpidos por el sonido de unos sofocados sollozos.
Volvió la cabeza. Al otro lado del pasillo estaba arrodillada una mujer vestida con oscuro ropaje y la cara hundida en las palmas de las manos. Poco después se levantó, y con ojos enrojecidos aún por el llanto, se dirigió hacia la puerta. Poirot la siguió visiblemente interesado. Había reconocido en ella a la persona de Rosaleen Cloade. Se detuvo en el pórtico, tratando, sin duda, de recobrar su compostura, y fue allí donde Poirot se le acercó.
—¿Puedo ayudarle en algo, señora? —le preguntó con delicadeza.
No sólo no mostró sorpresa por la intromisión, sino que contestó con la simplicidad de un niño a quien domina una profunda congoja:
—No. No hay nadie que pueda ayudarme.
—Se encuentra usted en grave apuro, ¿no es así?
—Se han llevado a David... y me he quedado completamente sola. Dicen que fue él quien mató a... ¡y eso no es verdad! ¡No es verdad!
Se quedó mirando a Poirot y añadió:
—Usted estaba hoy en el juzgado, ¿no es cierto? Sí recuerdo haberle visto allí.
—Sí, estuve, y ahora me consideraré el hombre más dichoso si puedo ayudarle en algo, señora.
—Tengo miedo. David me dijo que yo estaría segura mientras él estuviese a mi lado. Pero ahora no está y... Me dijo que todos deseaban mi muerte. ¡Es horrible tener que oír estas cosas, pero que es la pura verdad!
—Vuelvo a repetirle que estoy gustosamente a su servicio, señora.
—Gracias, pero nadie puede ya ayudarme. Ni siquiera me queda el consuelo de poderme confesar. Tengo que cargar sola con todo el peso de mi maldad. Estoy dejada de la mano de Dios.